Viernes 29 de marzo de 2024

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Entre el César y Dios

Reflexión de monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco, publicada el 18 de octubre de 2020

Algunos adversarios le plantean a Jesús una difícil cuestión de naturaleza política: “¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?” (Mt 22, 17). ¿No es indigno del pueblo de Israel reconocer así la dominación romana? Para peor, este pago tiene un sentido profundamente idolátrico, pues el emperador se presenta a sí mismo como un ser divino. Pagar ¿no sería un acto también de idolatría?

En aquella época, la carga tributaria que pesaba sobre la gente era enorme: más del cincuenta por ciento de sus ingresos iba a parar a manos del fisco. Se vivía para trabajar y se trabajaba para vivir, dependiendo del resultado de las cosechas, por ejemplo. Y, si por una mala racha, había que endeudarse, se corría el riesgo de terminar vendido como esclavo para saldar las deudas. Cosas de otro tiempo…

La trampa está bien tramada. Es difícil escapar. Si Jesús responde que sí (como hacen los herodianos colaboracionistas del poder romano), el pueblo lo mirará con desprecio. Si responde que no, será denunciado como subversivo. Caería sobre él la dura punición de Roma. En ambos casos, sus adversarios se habrían librado de él.

La respuesta es sorprendente. Pide que le muestren la moneda del tributo. Todos la llevan consigo. Es un denario con la efigie de Tiberio César. Jesús les hace notar su hipocresía: si ya han aceptado utilizar el dinero de César, ¿a qué viene querer enredarlo con lo del impuesto? Si vivo dentro del sistema tengo que asumir todas sus consecuencias.

Pero no queda ahí la respuesta. Como siempre: va más allá. Abre una perspectiva nueva, más honda y genuina: si la imagen que lleva grabada la moneda de oro es la del César, la imagen de Dios es cada ser humano. El poder humano es siempre limitado. Es también proclive a absolutizarse y subordinar todo a sus metas. Así ocurre con el dios-dinero que suele usar los poderes del mundo para imponer su servidumbre sobre todos.

En cambio, el encuentro con el Dios vivo rompe todo ensueño idolátrico. Solo Dios, el creador que es Padre, da libertad verdadera al hombre. Por eso, el hombre tiene que ser restituido a su verdadero Señor. No es el César. Es el Dios Padre, misericordioso y compasivo que quiere que todos seamos hermanos, que la tierra sea una casa común y que la misma humanidad se vuelva una familia.

Pocos días después, Jesús mismo dará al Padre lo que es del Padre: el Hijo volverá a la casa, llevando consigo a todos los hombres, destruyendo con su sacrificio el poder del pecado y abriendo las puertas de la vida.

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco