Reconocer nuestra fragilidad para abrirnos al perdón que sana.
Dejar atrás el mal humor y dar espacio a la alegría del Evangelio.
Agradecer al Señor las veces que nos dijo “levántate”.
Pedirle a María, nuestra madre, que nos enseñe a ser mejores hijos.
Dejar que la cruz nos enseñe a amar sin medida