Viernes 26 de julio de 2024

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Queridos hermanos y hermanas:

“Espera y actúa con la creación” es el tema de la Jornada de oración por el cuidado de la creación, que se celebrará el próximo 1 de septiembre. Hace referencia a la Carta de san Pablo a los romanos 8,19-25, donde el apóstol aclara lo que significa vivir según el Espíritu y se concentra en la esperanza cierta de la salvación por medio de la fe, que es la vida nueva en Cristo.

1. Partamos entonces de una pregunta sencilla, pero que podría no tener una respuesta obvia: cuando somos verdaderamente creyentes, ¿cómo es que tenemos fe? No es tanto porque “nosotros creemos” en algo trascendente que nuestra razón no logra entender, el misterio inalcanzable de un Dios distante y lejano, invisible e innombrable. Más bien, diría san Pablo, es porque habita en nosotros el Espíritu Santo. Sí, somos creyentes porque el mismo «amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Por eso el Espíritu es ahora, realmente, «el anticipo de nuestra herencia» (Ef 1,14), como pro-vocación a vivir siempre orientados hacia los bienes eternos, según la plenitud de la humanidad hermosa y buena de Jesús. El Espíritu hace a los creyentes creativos, pro-activos en la caridad. Los introduce en un gran camino de libertad espiritual, no exento, sin embargo, de la lucha entre la lógica del mundo y la lógica del Espíritu, que tienen frutos contrapuestos entre ellos (cf. Ga 5,16-17). Lo sabemos, el primer fruto del Espíritu, compendio de todos los otros, es el amor. Conducidos, entonces, por el Espíritu Santo, los creyentes son hijos de Dios y pueden dirigirse a Él llamándolo «¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Rm 8,15), precisamente como Jesús, con la libertad del que ya no cae más en el miedo a la muerte, porque Jesús resucitó de entre los muertos. He aquí la gran esperanza: el amor de Dios ha vencido, vence y seguirá venciendo siempre. A pesar de la perspectiva de la muerte física, para el hombre nuevo que vive en el Espíritu el destino de gloria es ya seguro. Esta esperanza no defrauda, como nos recuerda también la Bula de convocación del próximo Jubileo.[1]

2. La existencia del cristiano es vida de fe, diligente en la caridad y desbordante de esperanza, en la espera de la llegada del Señor en su gloria. La “demora” de la parusía, de su segunda venida, no es un problema; la cuestión es otra: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Sí, la fe es un don, un fruto de la presencia del Espíritu en nosotros, pero es también una tarea, que debe realizarse en la libertad, en la obediencia al mandamiento del amor de Jesús. Esa es la feliz esperanza que hemos de testimoniar; ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿cómo? En los dramas de la carne humana que sufre. Si bien se sueña, ahora es necesario soñar con los ojos abiertos, animados por visiones de amor, de fraternidad, de amistad y de justicia para todos. La salvación cristiana entra en la profundidad del dolor del mundo, que no sólo afecta a los seres humanos, sino a todo el universo; a la naturaleza misma, oikos del hombre, su ambiente vital; comprende la creación como “paraíso terrenal”, la madre tierra, que debería ser lugar de alegría y promesa de felicidad para todos. El optimismo cristiano se fundamenta en una esperanza viva; sabe que todo tiende a la gloria de Dios, a la consumación final en su paz, a la resurrección corporal en la justicia, “de gloria en gloria”. En el transcurrir del tiempo, sin embargo, compartimos dolor y sufrimiento: la creación entera gime (cf. Rm 8,19-22), los cristianos gimen (cf. vv. 23-25) y gime el propio Espíritu (cf. vv. 26-27). El gemir manifiesta inquietud y sufrimiento, con anhelo y deseo. El gemido expresa confianza en Dios y abandono a su compañía afectuosa y exigente, con vistas a la realización de su designio, que es alegría, amor y paz en el Espíritu Santo.

3. Toda la creación está implicada en este proceso de un nuevo nacimiento y, gimiendo, espera la liberación. Se trata de un crecimiento escondido que madura, como “un grano de mostaza que se convierte en un gran árbol” o “levadura en la masa” (cf. Mt 13,31-33). Los comienzos son insignificantes, pero los resultados esperados pueden ser de una belleza infinita. En cuanto espera de un nacimiento -la revelación de los hijos de Dios- la esperanza es la posibilidad de mantenerse firmes en medio de las adversidades, de no desanimarse en el tiempo de las tribulaciones o frente a la barbarie humana. La esperanza cristiana no defrauda, pero tampoco da falsas ilusiones; si el gemido de la creación, de los cristianos y del Espíritu es anticipación y espera de la salvación que ya se está realizando, ahora estamos inmersos en muchos sufrimientos que san Pablo describe como “tribulaciones, angustias, persecución, hambre, desnudez, peligros, espada” (cf. Rm 8,35). Entonces la esperanza es una lectura alternativa de la historia y de las vicisitudes humanas; no ilusoria, sino realista, del realismo de la fe que ve lo invisible. Esta esperanza es la espera paciente, como el no-ver de Abraham. Me agrada recordar a ese gran creyente visionario que fue Joaquín de Fiore -el abad calabrés “de espíritu profético dotado”, según Dante Alighieri[2] - que, en un tiempo de luchas sanguinarias, de conflictos entre el papado y el imperio, de cruzadas, de herejías y de mundanidad de la Iglesia, supo indicar el ideal de un nuevo espíritu de convivencia entre los hombres, basado en la fraternidad universal y la paz cristiana, fruto de Evangelio vivido. Ese espíritu de amistad social y de fraternidad universal lo propuse en Fratelli tutti. Y esa armonía entre los seres humanos debe extenderse también a la creación, en un “antropocentrismo situado” (cf. Laudate Deum, 67), en la responsabilidad por una ecología humana e integral, camino de salvación de nuestra casa común y de nosotros que habitamos en ella.

4. ¿Por qué tanta maldad en el mundo? ¿Por qué tanta injusticia, tantas guerras fratricidas que causan la muerte de niños, destruyen ciudades, contaminan el entorno vital del hombre, la madre tierra, violentada y devastada? Refiriéndose implícitamente al pecado de Adán, san Pablo afirma: «Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). La lucha moral de los cristianos está relacionada con el “gemido” de la creación, porque esta última «quedó sujeta a la vanidad» (v. 20). Todo el cosmos y toda criatura gimen y anhelan “ansiosamente” que se supere la condición actual y se restablezca la originaria: en efecto, la liberación del hombre comporta también la de todas las demás criaturas que, solidarias con la condición humana, han sido sometidas al yugo de la esclavitud. Al igual que la humanidad, la creación -sin culpa alguna- está esclavizada y se encuentra incapacitada para realizar aquello para lo que fue concebida, es decir, para tener un sentido y una finalidad duraderos; está sujeta a la disolución y a la muerte, agravadas por el abuso humano de la naturaleza. Pero, por el contrario, la salvación del hombre en Cristo es esperanza segura también para la creación; de hecho, «también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Entonces, en la redención de Cristo es posible contemplar con esperanza el vínculo de solidaridad entre el ser humano y todas las demás criaturas.

5. En la expectación esperanzada y perseverante de la venida gloriosa de Jesús, el Espíritu Santo mantiene alerta a la comunidad creyente y la instruye continuamente, llamándola a la conversión de estilos de vida, para que se oponga a la degradación humana del medio ambiente y manifieste esa crítica social que es, ante todo, testimonio de la posibilidad de cambio. Esta conversión consiste en pasar de la arrogancia de quien quiere dominar a los demás y a la naturaleza -reducida a objeto manipulable-, a la humildad de quien cuida de los demás y de la creación. «Un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo» (Laudate Deum, 73), porque el pecado de Adán destruyó las relaciones fundamentales por las que vive el hombre: la que tiene con Dios, consigo mismo y con los demás seres humanos, y la que tiene con el cosmos. Todas estas relaciones deben ser, sinérgicamente, restauradas, salvadas, “reorientadas”. No puede faltar ninguna. Si falta una, falla todo.

6. Esperar y actuar con la creación significa, en primer lugar, aunar esfuerzos y, caminando junto con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, contribuir a «repensar entre todos la cuestión del poder humano, cuál es su sentido, cuáles son sus límites. Porque nuestro poder ha aumentado frenéticamente en pocas décadas. Hemos hecho impresionantes y asombrosos progresos tecnológicos, y no advertimos que al mismo tiempo nos convertimos en seres altamente peligrosos, capaces de poner en riesgo la vida de muchos seres y nuestra propia supervivencia» (Laudate Deum, 28). Un poder incontrolado engendra monstruos y se vuelve contra nosotros mismos. Por eso hoy es urgente poner límites éticos al desarrollo de la inteligencia artificial, que, con su capacidad de cálculo y simulación, podría ser utilizada para dominar al hombre y la naturaleza, en lugar de ponerla al servicio de la paz y el desarrollo integral (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2024).

7. «El Espíritu Santo nos acompaña en la vida», esto lo entendieron bien los niños y niñas reunidos en la plaza de San Pedro para su primera Jornada Mundial, que coincidió con el domingo de la Santísima Trinidad. Dios no es una idea abstracta de infinito, sino que es Padre amoroso, Hijo amigo y redentor de todo hombre y Espíritu Santo que guía nuestros pasos por el camino de la caridad. La obediencia al Espíritu de amor cambia radicalmente la actitud del hombre: de “depredador” a “cultivador” del jardín. La tierra se entrega al hombre, pero sigue siendo de Dios (cf. Lv 25,23). Este es el antropocentrismo teologal de la tradición judeocristiana. Por tanto, pretender poseer y dominar la naturaleza, manipulándola a voluntad, es una forma de idolatría. Es el hombre prometeico, ebrio de su propio poder tecnocrático, que con arrogancia pone a la tierra en una condición “des-graciada”, es decir, privada de la gracia de Dios. Ahora bien, si la gracia de Dios es Jesús, muerto y resucitado, entonces es verdad lo que dijo Benedicto XVI: «No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor» (Carta enc. Spe Salvi, 26), el amor de Dios en Cristo, del que nada ni nadie podrá separarnos jamás (cf. Rm 8,38-39). Constantemente atraída hacia su futuro, la creación no es estática ni está encerrada en sí misma. Hoy en día, también gracias a los descubrimientos de la física contemporánea, el vínculo entre materia y espíritu se presenta de manera cada vez más fascinante para nuestro conocimiento.

8. Por tanto, el cuidado de la creación no es sólo una cuestión ética, sino también eminentemente teológica, pues concierne al entrelazamiento del misterio del hombre con del misterio de Dios. Se puede decir que este entrelazamiento es “generativo”, ya que se remonta al acto de amor con el que Dios crea al ser humano en Cristo. Este acto creador de Dios otorga y funda el actuar libre del hombre y toda su eticidad: libre precisamente es su ser creado a imagen de Dios que es Jesucristo, y por ello “representante” de la creación en Cristo mismo. Hay una motivación trascendente (teológico-ética) que compromete al cristiano a promover la justicia y la paz en el mundo, también a través del destino universal de los bienes: se trata de la revelación de los hijos de Dios que la creación espera, gimiendo como con dolores de parto. En esta historia no sólo está en juego la vida terrena del hombre, está sobre todo su destino en la eternidad, el eschaton de nuestra bienaventuranza, el Paraíso de nuestra paz, en Cristo Señor del cosmos, el Crucificado-Resucitado por amor.

9. Esperar e actuar con la creación significa, pues, vivir una fe encarnada, que sabe entrar en la carne sufriente y esperanzada de la gente, compartiendo la espera de la resurrección corporal a la que los creyentes están predestinados en Cristo Señor. En Jesús, el Hijo eterno en carne humana, somos verdaderamente hijos del Padre. Por la fe y el bautismo, comienza para el creyente la vida según el Espíritu (cf. Rm 8,2), una vida santa, una existencia de hijos del Padre, como Jesús (cf. Rm 8,14-17), ya que, por la fuerza del Espíritu Santo, Cristo vive en nosotros (cf. Ga 2,20). Una vida que se convierte en un canto de amor a Dios, a la humanidad, con y por la creación, y que encuentra su plenitud en la santidad.[3]

Roma, San Juan de Letrán, 27 de junio de 2024

Francisco


Notas:

[1]Spes non confundit, Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 (9 mayo 2024).
[2]Divina Comedia, Paraíso, XII, 141.
[3] Lo ha expresado poéticamente el sacerdote rosminiano Clemente Rebora: “Mientras la creación asciende en Cristo al Padre, / En el arcano destino / todo es dolor de parto: / ¡cuánto morir para que nazca la vida! / pero de una sola Madre, que es divina, / se viene felizmente a la luz: / vida que el amor produce en lágrimas, / y, si anhela, aquí abajo es poesía; / pero sólo la santidad cumple el canto” (cf. Curriculum vitae, “Poesia e santità”: Poesie, prose e traduzioni, Milano 2015, p. 297).

Queridos hermanos y hermanas:

"Que la justicia y la paz fluyan" es el tema del Tiempo ecuménico de la Creación de este año, inspirado en las palabras del profeta Amós: «Que el derecho corra como el agua, y la justicia como un torrente inagotable» (5,24).

Esta expresiva imagen de Amós nos dice lo que Dios desea. Dios quiere que reine la justicia, que es esencial para nuestra vida de hijos a imagen de Dios, como el agua lo es para nuestra supervivencia física. Esta justicia debe surgir allí donde sea necesaria, no esconderse demasiado en lo profundo o desaparecer como el agua que se evapora, antes de podernos sostener. Dios quiere que cada uno busque ser justo en cada situación; se esfuerce siempre en vivir según sus leyes y, por tanto, en hacer posible que la vida florezca en plenitud. Cuando buscamos ante todo el reino de Dios (cf. Mt 6,33), manteniendo una justa relación con Dios, la humanidad y la naturaleza, entonces la justicia y la paz pueden fluir, como una corriente inagotable de agua pura, nutriendo a la humanidad y a todas las criaturas.

En julio de 2022, en un hermoso día de verano, medité sobre estos argumentos durante mi peregrinación a las riberas del lago Santa Ana, en la provincia de Alberta, en Canadá. Ese lago ha sido y sigue siendo un lugar de peregrinación para muchas generaciones de indígenas. Como dije en aquella ocasión, acompañado por el sonido de los tambores: «¡Cuántos corazones llegaron aquí anhelantes y fatigados, lastrados por las cargas de la vida, y junto a estas aguas encontraron la consolación y la fuerza para seguir adelante! También aquí, sumergidos en la creación, hay otro latido que podemos escuchar, el latido materno de la tierra. Y así como el latido de los niños, desde el seno materno, está en armonía con el de sus madres, del mismo modo para crecer como seres humanos necesitamos acompasar los ritmos de la vida con los de la creación que nos da la vida».[1]

En este Tiempo de la Creación, detengámonos en estos latidos del corazón: el nuestro, el de nuestras madres y abuelas, el latido del corazón creado y del corazón de Dios. Hoy no están en armonía, no laten juntos en la justicia y en la paz. A muchos se les impide de beber en este río vigoroso. Escuchemos entonces la llamada a estar al lado de las víctimas de la injusticia ambiental y climática, y a poner fin a esta insensata guerra contra la creación.

Vemos los efectos de esta guerra en los muchos ríos que se están secando. «Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores», afirmó una vez Benedicto XVI.[2] El consumismo rapaz, alimentado por corazones egoístas, está perturbando el ciclo del agua en el planeta. El uso desenfrenado de combustibles fósiles y la tala de los bosques están produciendo un aumento de las temperaturas y provocando graves sequías. Horribles carestías de agua afligen cada vez más a nuestras casas, desde las pequeñas comunidades rurales hasta las grandes metrópolis. Además, industrias depredadoras están consumiendo y contaminado nuestras fuentes de agua potable con prácticas extremas como la fracturación hidráulica, para la extracción de petróleo y gas, los proyectos de mega-extracción descontrolada y la cría intensiva de animales. La "Hermana agua", como la llama san Francisco, es saqueada y trasformada en «mercancía que se regula por las leyes del mercado» (Carta enc. Laudato si’, 30).

El Grupo Intergubernamental de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (IPCC) afirma que una acción urgente por el clima puede garantizarnos no perder la ocasión de crear un mundo más sostenible y justo. Podemos, debemos evitar que se verifiquen las consecuencias peores. «¡Es tanto lo que sí se puede hacer!» (ibid., 180), si, como muchos arroyos y torrentes, al final confluimos juntos en un río potente para irrigar la vida de nuestro maravilloso planeta y de nuestra familia humana para las generaciones futuras. Unamos nuestras manos y demos pasos valientes para que la justicia y la paz fluyan en toda la Tierra.

¿Cómo podemos contribuir al río poderoso de la justicia y de la paz en este Tiempo de la Creación? ¿Qué podemos hacer nosotros, sobre todo como Iglesias cristianas, para sanar nuestra casa común de modo que vuelva estar llena de vida? Debemos decidir transformar nuestros corazones, nuestros estilos de vida y las políticas públicas que gobiernan nuestra sociedad.

En primer lugar, ayudemos a este río poderoso transformando nuestros corazones. Esto es esencial si se quiere iniciar cualquier otra transformación. Es la "conversión ecológica" que san Juan Pablo II nos instó a realizar: la renovación de nuestra relación con la creación, de modo que no la consideremos ya como un objeto del que aprovecharnos, sino por el contrario, la custodiemos como un don sagrado del Creador. Démonos cuenta, además, que un enfoque integral requiere poner en práctica el respeto ecológico en cuatro direcciones: hacia Dios, hacia nuestros semejantes de hoy y de mañana, hacia toda la naturaleza y hacia nosotros mismos.

En cuanto a la primera de estas dimensiones, Benedicto XVI señaló la urgente necesidad de comprender que creación y redención son inseparables: «El Redentor es el Creador, y si nosotros no anunciamos a Dios en toda su grandeza, de Creador y de Redentor, quitamos valor también a la Redención».[3] La creación se refiere al misterioso y magnífico acto de Dios que crea de la nada este majestuoso y bellísimo planeta, así como este universo, y también al resultado de esta acción, todavía en marcha, que experimentamos como un don inagotable. Durante la liturgia y la oración personal en la «gran catedral de la creación»[4], recordemos al Gran Artista que crea tanta belleza y reflexionemos sobre el misterio de la amorosa decisión de crear el cosmos.

En segundo lugar, contribuyamos al flujo de este potente río transformando nuestros estilos de vida. A partir de la grata admiración del Creador y de la creación, arrepintámonos de nuestros "pecados ecológicos", como advierte mi hermano, el Patriarca Ecuménico Bartolomeo. Estos pecados dañan el mundo natural y también a nuestros hermanos y a nuestras hermanas. Con la ayuda de la gracia de Dios, adoptemos estilos de vida que impliquen menos desperdicio y menos consumo innecesarios, sobre todo allí donde los procesos de producción son tóxicos e insostenibles. Tratemos de estar lo más atentos posible a nuestros hábitos y decisiones económicas, de modo que todos puedan estar mejor: nuestros semejantes, donde quiera que se encuentren, y también los hijos de nuestros hijos. Colaboremos en la continua creación de Dios a través de decisiones positivas, haciendo un uso lo más moderado posible de los recursos, practicando una gozosa sobriedad, eliminando y reciclando los desechos y recurriendo a los productos y a los servicios, cada vez más disponibles que son ecológicamente y socialmente responsables.

Finalmente, para que el río poderoso sigua fluyendo, debemos transformar las políticas públicas que gobiernan nuestras sociedades y modelan la vida de los jóvenes de hoy de mañana. Las políticas económicas que favorecen riquezas escandalosas para unos pocos y condiciones de degradación para muchos determinan el final de la paz y la justicia. Es obvio que las naciones más ricas han acumulado una "deuda ecológica" (Laudato si’, 51)[5]. Los líderes mundiales que estarán presentes en la cumbre COP28, programada en Dubái del 30 de noviembre al 12 de diciembre de este año, deben escuchar la ciencia e iniciar una transición rápida y equitativa para poner fin a la era de los combustibles fósiles. Según los compromisos del Acuerdo de París para frenar el riesgo de calentamiento global, es una contradicción consentir la continua explotación y expansión de las infraestructuras para los combustibles fósiles. Levantamos la voz para detener esta injusticia hacia los pobres y hacia nuestros hijos, que sufrirán las peores consecuencias del cambio climático. Hago un llamado a todas las personas de buena voluntad para que actúen en base a estas orientaciones sobre la sociedad y la naturaleza.

Otra perspectiva paralela se refiere específicamente al compromiso de la Iglesia católica con la sinodalidad. Este año, el cierre del Tiempo de la Creación, el 4 de octubre, fiesta de san Francisco, coincidirá con la apertura del Sínodo sobre la Sinodalidad. Como los ríos que se alimentan de miles de minúsculos arroyos y torrentes más grandes, el proceso sinodal iniciado en octubre de 2021 invita a todos los componentes, en su dimensión personal y comunitaria, a converger en un río majestuoso de reflexión y renovación. Todo el Pueblo de Dios es acogido en un apasionante camino de dialogo y conversión sinodal.

Del mismo modo, como una cuenca fluvial con sus muchos afluentes grandes y pequeños, la Iglesia es una comunión de innumerables Iglesias locales, comunidades religiosas y asociaciones que se alimentan de la misma agua. Cada manantial añade su contribución única e insustituible, para que todas confluyan en el vasto océano del amor misericordioso de Dios. Como un río es fuente de vida para el ambiente que lo circunda, así nuestra Iglesia sinodal debe ser fuente de vida para la casa común y para todos aquellos que la habitan. Y como un río da vida a toda clase de especies animales y vegetales, también una Iglesia sinodal debe dar vida sembrando justicia y paz en cualquier lugar a donde llegue.

En julio de 2022 en Canadá, recordé el Mar de Galilea donde Jesús curó y consoló a mucha gente, y donde proclamó "una revolución de amor". Escuché que también el Lago de Santa Ana es un lugar de curación, consolación y amor, un lugar que «nos recuerda que la fraternidad es verdadera si une a los que están distanciados, que el mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias y nos invita a la comunión, a la comunión de las diferencias, para volver a comenzar juntos, porque todos —¡todos!— somos peregrinos en camino».[6]

Que en este Tiempo de la Creación, como seguidores de Cristo en nuestro común camino sinodal, vivamos, trabajemos y oremos para que nuestra casa común esté llena nuevamente de vida. Que el Espíritu Santo siga aleteando sobre las aguas y nos guíe a la "renovación de la superficie de la tierra" (cf. Sal 104,30).

Roma, San Juan de Letrán, 13 de mayo de 2023

Francisco


Notas:

[1]Homilía junto al Lago Santa Ana, Canadá, 26 julio 2023.
[2]Homilía en ocasión del solemne inicio del ministerio petrino, 24 de abril de 2005.
[3]Encuentro con el clero de la diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 de agosto de 2008.
[4]Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, 21 de julio de 2022.
[5] «Porque hay una verdadera “deuda ecológica”, particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países» (Laudato si’, 51).
[6]Homilía junto al Lago Santa Ana, Canadá, 26 julio 2023.

Queridos hermanos y hermanas:

“Escucha la voz de la creación” es el tema y la invitación del Tiempo de la Creación de este año. El período ecuménico comienza el 1 de septiembre con la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, y termina el 4 de octubre con la fiesta de san Francisco. Es un momento especial para que todos los cristianos recemos y cuidemos juntos nuestra casa común. Inspirado originalmente por el Patriarcado ecuménico de Constantinopla, este tiempo es una oportunidad para cultivar nuestra “conversión ecológica”, una conversión alentada por san Juan Pablo II como respuesta a la “catástrofe ecológica” anunciada por san Pablo VI ya en 1970[1].

Si aprendemos a escucharla, notamos una especie de disonancia en la voz de la creación. Por un lado, es un dulce canto que alaba a nuestro amado Creador; por otro, es un amargo grito que se queja de nuestro maltrato humano.

El dulce canto de la creación nos invita a practicar una «espiritualidad ecológica» (Carta enc. Laudato si’, 216), atenta a la presencia de Dios en el mundo natural. Es una invitación a basar nuestra espiritualidad en la «amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal» (ibíd., 220). Para los discípulos de Cristo, en particular, esa experiencia luminosa refuerza la conciencia de que «todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe» (Jn 1,3). En este Tiempo de la Creación, volvamos a rezar en la gran catedral de la creación, disfrutando del «grandioso coro cósmico»[2] de innumerables criaturas que cantan alabanzas a Dios. Unámonos en el canto a san Francisco de Asís: «Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas» (Cántico de las criaturas). Unámonos al canto del salmista: «Que todos los seres vivientes alaben al Señor» (Sal 150,6).

Desgraciadamente, esa dulce canción va acompañada de un amargo grito. O más bien, por un coro de clamores amargos. En primer lugar, es la hermana madre tierra la que clama. A merced de nuestros excesos consumistas, ella gime y nos suplica que detengamos nuestros abusos y su destrucción. Son, pues, todas las criaturas las que gritan. A merced de un «antropocentrismo despótico» (Carta enc. Laudato si’, 68), en las antípodas de la centralidad de Cristo en la obra de la creación, innumerables especies se extinguen, interrumpiendo para siempre sus himnos de alabanza a Dios. Pero también son los más pobres entre nosotros los que gritan. Expuestos a la crisis climática, los pobres son los que más sufren el impacto de las sequías, las inundaciones, los huracanes y las olas de calor, que siguen siendo cada vez más intensos y frecuentes. Además, gritan nuestros hermanos y hermanas de los pueblos nativos. Debido a los intereses económicos depredadores, sus territorios ancestrales están siendo invadidos y devastados por todas partes, lanzando «un clamor que grita al cielo» (Exhort. ap. postsin. Querida Amazonia, 9). También nuestros hijos gritan. Amenazados por un egoísmo miope, los adolescentes exigen con ansiedad que los adultos hagamos todo lo posible para evitar o al menos limitar el colapso de los ecosistemas de nuestro planeta.

Al escuchar estos gritos amargos, debemos arrepentirnos y cambiar los estilos de vida y los sistemas perjudiciales. Desde el principio, la llamada evangélica «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 3,2), invitando a una nueva relación con Dios, implica también una relación diferente con los demás y con la creación. El estado de degradación de nuestra casa común merece la misma atención que otros retos globales como las graves crisis sanitarias y los conflictos bélicos. «Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» (Carta enc. Laudato si’, 217).

Como personas de fe, sentimos además la responsabilidad de actuar, en nuestro comportamiento diario, en consonancia con esta necesidad de conversión, que no es sólo individual: «La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria» (ibíd., 219). En esta perspectiva, la comunidad de naciones también está llamada a comprometerse, con un espíritu de máxima cooperación, especialmente en las reuniones de las Naciones Unidas dedicadas a la cuestión medioambiental.

La cumbre COP27 sobre el clima, que se celebrará en Egipto en noviembre de 2022, representa la próxima oportunidad para impulsar juntos una aplicación efectiva del Acuerdo de París. Es también por esta razón que recientemente he dispuesto que la Santa Sede, en nombre y representación del Estado de la Ciudad del Vaticano, se adhiera a la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático y al Acuerdo de París, con la esperanza de que la humanidad del siglo XXI «pueda ser recordada por haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades» (ibíd., 165). Alcanzar el objetivo de París de limitar el aumento de la temperatura a 1,5 °C es todo un reto y requiere la cooperación responsable de todas las naciones para presentar planes climáticos o contribuciones determinadas a nivel nacional, más ambiciosas, para reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero a cero con la mayor urgencia posible. Se trata de “convertir” los modelos de consumo y producción, así como los estilos de vida, en una dirección más respetuosa con la creación y con el desarrollo humano integral de todos los pueblos presentes y futuros; un desarrollo fundamentado en la responsabilidad, en la prudencia/precaución, en la solidaridad y la preocupación por los pobres y las generaciones futuras. En la base de todo debe estar la alianza entre el ser humano y el medioambiente que, para nosotros los creyentes, es un espejo del «amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos»[3]. La transición que supone esta conversión no puede dejar de lado las exigencias de la justicia, especialmente para los trabajadores más afectados por el impacto del cambio climático.

A su vez, la cumbre COP15 sobre la biodiversidad, que se celebrará en diciembre en Canadá, ofrecerá a la buena voluntad de los gobiernos una importante oportunidad para adoptar un nuevo acuerdo multilateral que detenga la destrucción de los ecosistemas y la extinción de las especies. Según la antigua sabiduría de los Jubileos, necesitamos «recordar, regresar, descansar, reparar»[4]. Para detener el ulterior colapso de la “red de vida” -la biodiversidad- que Dios nos ha dado, recemos y hagamos un llamamiento a las naciones para que se pongan de acuerdo en cuatro principios clave: 1. construir una base ética clara para la transformación que necesitamos a fin de salvar la biodiversidad; 2. luchar contra la pérdida de biodiversidad, apoyar su conservación y recuperación, y satisfacer las necesidades de las personas de forma sostenible; 3. promover la solidaridad global, teniendo en cuenta que la biodiversidad es un bien común global que requiere un compromiso compartido; 4. poner en el centro a las personas en situación de vulnerabilidad, incluidas las más afectadas por la pérdida de biodiversidad, como los pueblos indígenas, las personas mayores y los jóvenes.

Lo repito: «Quiero pedirles en nombre de Dios a las grandes corporaciones extractivas -mineras, petroleras-, forestales, inmobiliarias, agro negocios, que dejen de destruir los bosques, humedales y montañas, dejen de contaminar los ríos y los mares, dejen de intoxicar los pueblos y los alimentos»[5].

No se puede dejar de reconocer la existencia de una «deuda ecológica» (Carta enc. Laudato si’, 51) de las naciones económicamente más ricas, que son las que más han contaminado en los dos últimos siglos; ello las obliga a tomar medidas más ambiciosas tanto en la COP27 como en la COP15. Esto implica, además de una acción decidida dentro de sus propias fronteras, mantener sus promesas de apoyo financiero y técnico a las naciones económicamente más pobres, que ya están soportando el peso de la crisis climática. Asimismo, debería considerarse urgentemente la posibilidad de conceder más ayudas financieras para la conservación de la biodiversidad. También los países menos ricos económicamente tienen responsabilidades significativas, pero “diversificadas” (cf. ibíd., 52); los retrasos de los demás nunca pueden justificar su propia inacción. Es necesario que actuemos, todos, con decisión. Estamos llegando a “un punto de quiebre” (cf. ibíd., 61).

En este Tiempo de la Creación, recemos para que las cumbres COP27 y COP15 puedan unir a la familia humana (cf. ibíd., 13) para abordar con decisión la doble crisis del clima y la reducción de la biodiversidad. Recordando la exhortación de san Pablo de alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), lloremos con el amargo grito de la creación, escuchémoslo y respondamos con hechos, para que nosotros y las generaciones futuras podamos seguir alegrándonos con el dulce canto de vida y esperanza de las criaturas.

Roma, San Juan de Letrán, 16 de julio de 2022, Memoria de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo

Francisco


Notas:
[1] Cf. Discurso a la F.A.O. (16 noviembre 1970).
[2] S. Juan Pablo II, Audiencia General (10 julio 2002).
[3]Discurso en el Encuentro “Fe y Ciencia: hacia la COP26” (4 octubre 2021).
[4]Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación (1 septiembre 2020).
[5]Videomensaje a los movimientos populares (16 octubre 2021).

«Santificarán el quincuagésimo año, y proclamarán una liberación para todos los habitantes del país.
Este será para ustedes un jubileo
»
(Lv 25,10)

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, en particular desde la publicación de la carta encíclica Laudato si’ (LS, 24 mayo 2015), el primer día de septiembre la familia cristiana celebra la Jornada mundial de oración por el cuidado de la creación, con la que comienza el Tiempo de la Creación, que finaliza el 4 de octubre, en memoria de san Francisco de Asís. En este período, los cristianos renuevan en todo el mundo su fe en Dios creador y se unen de manera especial en la oración y tarea a favor de la defensa de la casa común.

Me alegra que el tema elegido por la familia ecuménica para la celebración del Tiempo de la Creación 2020 sea “Jubileo de la Tierra”, precisamente en el año en el que se cumple el cincuentenario del Día de la Tierra.

En la Sagrada Escritura, el jubileo es un tiempo sagrado para recordar, regresar, descansar, reparar y alegrarse.

1. Un tiempo para recordar
Estamos invitados a recordar sobre todo que el destino último de la creación es entrar en el “sábado eterno” de Dios. Es un viaje que se desarrolla en el tiempo, abrazando el ritmo de los siete días de la semana, el ciclo de los siete años y el gran Año Jubilar que llega al final de siete años sabáticos.

El Jubileo es también un tiempo de gracia para hacer memoria de la vocación original de la creación con vistas a ser y prosperar como comunidad de amor. Existimos sólo a través de las relaciones: con Dios creador, con los hermanos y hermanas como miembros de una familia común, y con todas las criaturas que habitan nuestra misma casa. «Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra» (LS, 92).

Por lo tanto, el Jubileo es un momento para el recuerdo, para conservar la memoria de nuestra existencia interrelacional. Debemos recordar constantemente que «todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás» (LS, 70).

2. Un tiempo para regresar
El Jubileo es un momento para volver atrás y arrepentirse. Hemos roto los lazos que nos unían al Creador, a los demás seres humanos y al resto de la creación. Necesitamos sanar estas relaciones dañadas, que son esenciales para sostenernos a nosotros mismos y a todo el entramado de la vida.

El Jubileo es un tiempo para volver a Dios, nuestro creador amoroso. No se puede vivir en armonía con la creación sin estar en paz con el Creador, fuente y origen de todas las cosas. Como señaló el papa Benedicto, «el consumo brutal de la creación comienza donde no está Dios, donde la materia es sólo material para nosotros, donde nosotros mismos somos las últimas instancias, donde el conjunto es simplemente una propiedad nuestra» (Encuentro con el clero de la diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008).

El Jubileo nos invita a pensar de nuevo en los demás, especialmente en los pobres y en los más vulnerables. Estamos llamados a acoger de nuevo el proyecto original y amoroso de Dios para la creación como una herencia común, un banquete para compartir con todos los hermanos y hermanas en un espíritu de convivencia; no en una competencia desleal, sino en una comunión gozosa, donde nos apoyamos y protegemos mutuamente. El Jubileo es un momento para dar libertad a los oprimidos y a todos aquellos que están encadenados a las diversas formas de esclavitud moderna, incluida la trata de personas y el trabajo infantil.

También debemos volver a escuchar a la tierra, que las Escrituras indican como adamah, el lugar del que fue formado el hombre, Adán. Hoy la voz de la creación nos urge, alarmada, a regresar al lugar correcto en el orden natural, a recordar que somos parte, no dueños, de la red interconectada de la vida. La desintegración de la biodiversidad, el vertiginoso incremento de los desastres climáticos, el impacto desigual de la pandemia en curso sobre los más pobres y frágiles son señales de alarma ante la codicia desenfrenada del consumo.

Particularmente durante este Tiempo de la Creación, escuchamos el latido del corazón de todo lo creado. En efecto, esta ha sido dada para manifestar y comunicar la gloria de Dios, para ayudarnos a encontrar en su belleza al Señor de todas las cosas y volver a él (cf. S. Buenaventura, In II Sent., I, 2,2, q.1, concluido; Brevil., II, 5.11). La tierra de la que fuimos extraídos es, por tanto, un lugar de oración y meditación: «Despertemos el sentido estético y contemplativo que Dios puso en nosotros» (Exhort. ap. Querida Amazonia, 56). La capacidad de maravillarnos y contemplar es algo que podemos aprender especialmente de los hermanos y hermanas indígenas, que viven en armonía con la tierra y sus múltiples formas de vida.

3. Un tiempo para descansar
En su sabiduría, Dios reservó el sábado para que la tierra y sus habitantes pudieran reposar y reponerse. Hoy, sin embargo, nuestro estilo de vida empuja al planeta más allá de sus límites. La continua demanda de crecimiento y el incesante ciclo de producción y consumo están agotando el medio ambiente. Los bosques se desvanecen, el suelo se erosiona, los campos desaparecen, los desiertos avanzan, los mares se vuelven ácidos y las tormentas se intensifican: ¡la creación gime!

Durante el Jubileo, el Pueblo de Dios fue invitado a descansar de su trabajo habitual, para permitir que la tierra se regenerara y el mundo se reorganizara, gracias al declive del consumo habitual. Hoy necesitamos encontrar estilos de vida equitativos y sostenibles, que restituyan a la Tierra el descanso que se merece, medios de subsistencia suficientes para todos, sin destruir los ecosistemas que nos mantienen.

La pandemia actual nos ha llevado de alguna manera a redescubrir estilos de vida más sencillos y sostenibles. La crisis, en cierto sentido, nos ha brindado la oportunidad de desarrollar nuevas formas de vida. Se pudo comprobar cómo la Tierra es capaz de recuperarse si la dejamos descansar: el aire se ha vuelto más limpio, las aguas más transparentes, las especies animales han regresado a muchos lugares de donde habían desaparecido. La pandemia nos ha llevado a una encrucijada. Necesitamos aprovechar este momento decisivo para acabar con actividades y propósitos superfluos y destructivos, y para cultivar valores, vínculos y proyectos generativos. Debemos examinar nuestros hábitos en el uso de energía, en el consumo, el transporte y la alimentación. Es necesario eliminar de nuestras economías los aspectos no esenciales y nocivos y crear formas fructíferas de comercio, producción y transporte de mercancías.

4. Un tiempo para reparar
El Jubileo es un momento para reparar la armonía original de la creación y sanar las relaciones humanas perjudicadas.

Nos invita a restablecer relaciones sociales equitativas, restituyendo la libertad y la propiedad a cada uno y perdonando las deudas de los demás. Por eso, no debemos olvidar la historia de explotación del sur del planeta, que ha provocado una enorme deuda ecológica, principalmente por el saqueo de recursos y el uso excesivo del espacio medioambiental común para la eliminación de residuos. Es el momento de la justicia restaurativa. En este sentido, renuevo mi llamamiento para cancelar la deuda de los países más frágiles ante los graves impactos de la crisis sanitaria, social y económica que afrontan tras el Covid-19. También es necesario asegurar que los incentivos para la recuperación, que se están desarrollando e implementando a nivel global, regional y nacional, sean realmente eficaces, con políticas, legislaciones e inversiones enfocadas al bien común y con la garantía de que se logren los objetivos sociales y ambientales globales.

Es igualmente necesario reparar la tierra. Restaurar el equilibrio climático es sumamente importante, puesto que estamos en medio de una emergencia. Se nos acaba el tiempo, como nos lo recuerdan nuestros niños y jóvenes. Se debe hacer todo lo posible para limitar el crecimiento de la temperatura media global por debajo del umbral de 1,5 grados centígrados, tal como se ratificó en el Acuerdo de París sobre el Clima: ir más allá resultará catastrófico, especialmente para las comunidades más pobres del mundo. En este momento crítico es necesario promover la solidaridad intrageneracional e intergeneracional. En preparación para la importante Cumbre del Clima en Glasgow, Reino Unido (COP 26), insto a cada país a adoptar objetivos nacionales más ambiciosos para reducir las emisiones.

Restaurar la biodiversidad es igualmente crucial en el contexto de una desaparición de especies y una degradación de los ecosistemas sin precedentes. Es necesario apoyar el llamado de las Naciones Unidas para salvaguardar el 30% de la Tierra como hábitat protegido para 2030, a fin de frenar la alarmante tasa de pérdida de biodiversidad. Exhorto a la comunidad internacional a trabajar unida para asegurar que la Cumbre de Biodiversidad (COP 15) en Kunming, China, sea un punto de inflexión hacia el restablecimiento de la Tierra como una casa donde la vida sea abundante, de acuerdo con la voluntad del Creador.

Estamos obligados a reparar según justicia, asegurando que quienes han habitado una tierra durante generaciones puedan recuperar plenamente su uso. Las comunidades indígenas deben ser protegidas de las empresas, en particular de las multinacionales, que, mediante la extracción deletérea de combustibles fósiles, minerales, madera y productos agroindustriales, «hacen en los países menos desarrollados lo que no pueden hacer en los países que les aportan capital» (LS, 51). Esta mala conducta empresarial representa un «nuevo tipo de colonialismo» (S. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, 27 abril 2001, citado en Querida Amazonia, 14), que explota vergonzosamente a las comunidades y países más pobres que buscan con desesperación el desarrollo económico. Es necesario consolidar las legislaciones nacionales e internacionales, para que regulen las actividades de las empresas extractivas y garanticen a los perjudicados el acceso a la justicia.

5. Un tiempo para alegrarse
En la tradición bíblica, el Jubileo representa un acontecimiento gozoso, inaugurado por un sonido de trompeta que resuena en toda la tierra. Sabemos que el grito de la Tierra y de los pobres se ha vuelto aún más fuerte en los últimos años. Al mismo tiempo, somos testigos de cómo el Espíritu Santo está inspirando a personas y comunidades de todo el mundo a unirse para reconstruir nuestra casa común y defender a los más vulnerables. Asistimos al surgimiento paulatino de una gran movilización de personas, que desde la base y desde las periferias están trabajando generosamente por la protección de la tierra y de los pobres. Da alegría ver a tantos jóvenes y comunidades, especialmente indígenas, a la vanguardia de la respuesta a la crisis ecológica. Piden un Jubileo de la Tierra y un nuevo comienzo, conscientes de que «las cosas pueden cambiar» (LS, 13).

También es motivo de alegría constatar cómo el año especial en el aniversario de la encíclica Laudato si’ está inspirando numerosas iniciativas, a nivel local y mundial, para el cuidado de la casa común y los pobres. Este año debería conducir a planes operativos a largo plazo para lograr una ecología integral en las familias, parroquias, diócesis, órdenes religiosas, escuelas, universidades, atención médica, empresas, granjas y en muchas otras áreas.

Nos alegramos además de que las comunidades de creyentes se estén uniendo para crear un mundo más justo, pacífico y sostenible. Es motivo de especial alegría que el Tiempo de la Creación se esté convirtiendo en una iniciativa verdaderamente ecuménica. ¡Sigamos creciendo en la conciencia de que todos vivimos en una casa común como miembros de la misma familia!

Alegrémonos porque, en su amor, el Creador apoya nuestros humildes esfuerzos por la Tierra. Esta es también la casa de Dios, donde su Palabra «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14), el lugar donde la efusión del Espíritu Santo se renueva constantemente.

«Envía, Señor, tu Espíritu y renueva la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).

Roma, San Juan de Letrán, 1 de septiembre de 2020.

Francisco