Excelencias, señoras, señores:
Nos reunimos esta mañana para un momento de encuentro que, más allá de su carácter institucional, quiere ser sobre todo familiar. Un momento en el que la familia de los pueblos se congrega simbólicamente a través de su presencia, para intercambiar una felicitación fraterna, dejando atrás los conflictos que dividen y redescubriendo más bien lo que une. Reunirnos al inicio de este año, que para la Iglesia católica posee una relevancia particular, tiene un especial valor simbólico, porque el sentido mismo del Jubileo es el de “hacer una pausa” en el frenesí que caracteriza cada vez más la vida cotidiana, para reponer fuerzas y nutrirse de lo que es realmente esencial: redescubrirnos hijos de Dios y, en Él, hermanos, perdonar las ofensas, sostener a los débiles y a los pobres, dejar descansar la tierra, practicar la justicia y renovar la esperanza. A ello están llamados todos los que sirven al bien común y ejercitan esa alta forma de caridad -quizás la forma más alta de caridad- que es la política.
Con este espíritu los recibo, agradeciendo a Su Excelencia el embajador George Poulides, decano del Cuerpo diplomático, por las palabras con las que se ha hecho intérprete de sus sentimientos comunes. A todos ustedes les doy una calurosa bienvenida, grato por el afecto y la estima que sus pueblos y sus gobiernos tienen por la Sede Apostólica y que ustedes representan. Testimonio de ello son las visitas de más de treinta jefes de estado o de gobierno que tuve la alegría de recibir en el Vaticano durante el 2024, como también la firma del Segundo Protocolo Adicional al Acuerdo entre la Santa Sede y Burkina Faso sobre el estatuto jurídico de la Iglesia católica en Burkina Faso y del Acuerdo entre la Santa Sede y la República Checa sobre algunas cuestiones jurídicas, firmados en el curso del año pasado. Además, el pasado mes de octubre se renovó por un cuatrienio el Acuerdo Provisional entre la Santa Sede y la República Popular China sobre el nombramiento de obispos, signo de la voluntad de proseguir un diálogo respetuoso y constructivo en vista del bien de la Iglesia católica en ese país y de todo el pueblo chino.
Por mi parte, he querido corresponder a ese afecto con los viajes apostólicos realizados recientemente, que me han llevado a visitar tierras lejanas, como Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Singapur; otras más cercanas como Bélgica y Luxemburgo y, por último, Córcega. Si bien se trata de realidades evidentemente muy diferentes entre ellas, cada viaje es para mí ocasión de poder encontrar y dialogar con pueblos, culturas y experiencias religiosas diferentes, y de llevar una palabra de ánimo y consuelo, especialmente a las personas más vulnerables. A esos viajes se suman las tres visitas que hice en Italia, a Verona, Venecia y Trieste.
Precisamente a las autoridades italianas, nacionales y locales, deseo expresar de manera especial, al comienzo de este Año jubilar, mi gratitud por el esfuerzo que han realizado para preparar Roma al Jubileo. El trabajo incesante de estos meses, que ha supuesto no pocas molestias, es ahora recompensado con la mejora de algunos servicios y espacios públicos, de manera que todos, ciudadanos, peregrinos y turistas, puedan disfrutar aún más de las bellezas de la Ciudad eterna. A los romanos, conocidos por su hospitalidad, dirijo un recuerdo particular, agradeciéndoles la paciencia que han tenido en los últimos meses y la que tendrán al acoger a los numerosos visitantes que vendrán. Asimismo, deseo dirigir un sentido agradecimiento a todas las Fuerzas del orden, a la Protección civil, a las autoridades sanitarias y a los voluntarios que se prodigan cotidianamente para garantizar la seguridad y un sereno desarrollo del Jubileo.
Queridos embajadores:
En las palabras del profeta Isaías, que el Señor Jesús hace propias en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su vida pública, según el relato que nos ha transmitido el evangelista Lucas (4,16-21), encontramos compendiado no sólo el misterio de la Navidad que acabamos de celebrar, sino también el del Jubileo que estamos viviendo. Cristo ha venido «a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61,1-2a).
Lamentablemente, empezamos este año mientras el mundo se encuentra azotado por numerosos conflictos, pequeños y grandes, más o menos conocidos, y también por la persistencia de execrables actos de terror, como los ocurridos recientemente en Magdeburgo, Alemania y en Nueva Orleans, Estados Unidos.
Vemos asimismo que en numerosos países hay contextos sociales y políticos cada vez más exacerbados por contraposiciones crecientes. Estamos frente a sociedades cada vez más polarizadas, en las que se alberga un sentimiento general de miedo y desconfianza hacia el prójimo y hacia el futuro. Eso se ve agravado por la creación y difusión continua de noticias falsas, que no sólo distorsionan la realidad de los hechos, sino que terminan por distorsionar las conciencias, suscitando falsas percepciones de la realidad y generando un clima de sospecha que fomenta el odio, perjudica la seguridad de las personas y compromete la convivencia civil y la estabilidad de naciones enteras. Trágicas ejemplificaciones de ello son los atentados sufridos por el Presidente del Gobierno de la República Eslovaca y el Presidente electo de los Estados Unidos de América.
Ese clima de inseguridad impulsa a erigir nuevas barreras y a trazar nuevas fronteras, mientras otros, como el que desde hace más de cincuenta años divide la isla de Chipre y el que hace más de setenta divide en dos la península coreana, permanecen firmemente en pie, separando familias y partiendo casas y ciudades. Los confines modernos pretenden ser líneas de demarcación de identidades, donde la diversidad es motivo de sospecha, desconfianza y miedo: «Lo que proceda de allí no es confiable porque no es conocido, no es familiar, no pertenece a la aldea. […] Por consiguiente, se crean nuevas barreras para la autopreservación, de manera que deja de existir el mundo y únicamente existe “mi” mundo, hasta el punto de que muchos dejan de ser considerados seres humanos con una dignidad inalienable y pasan a ser sólo “ellos”»[1]. Paradójicamente, el término “confín” indica no un lugar que separa, sino que une, que “está contiguo con otro punto o lugar” (cum-finis), donde se puede encontrar al otro, conocerlo y dialogar con él.
Mi deseo para este nuevo año es que el Jubileo pueda representar para todos, cristianos y no cristianos, una ocasión para repensar también las relaciones que nos unen, como seres humanos y comunidades políticas; para superar la lógica del enfrentamiento y abrazar en cambio la lógica del encuentro; para que el tiempo que nos aguarda no nos halle como vagabundos desesperados, sino peregrinos de esperanza, es decir, personas y comunidades en camino comprometidas a construir un futuro de paz.
Por otra parte, frente a la amenaza cada vez mayor de una guerra mundial, la vocación de la diplomacia es aquella de favorecer el diálogo con todos, incluidos los interlocutores que se consideran más “incómodos” o que no se estiman legítimos para negociar. Este es el único camino para romper las cadenas de odio y venganza que aprisionan y para desactivar las bombas del egoísmo, del orgullo y de la soberbia humana, que son la razón de toda voluntad beligerante que destruye.
Excelencias, señoras y señores:
A la luz de estas breves consideraciones, quisiera trazar con ustedes esta mañana, a partir de la palabra del profeta Isaías, algunos rasgos de una diplomacia de la esperanza, de la que todos estamos llamados a hacernos heraldos, para que las densas nubes de la guerra puedan ser barridas por un renovado viento de paz. Más en general, quisiera destacar algunas responsabilidades que todo líder político debería tener presente en el desempeño de las propias responsabilidades, que tendrían que orientarse a la edificación del bien común y al desarrollo integral de la persona humana.
Llevar la buena noticia a los pobres
En cada época y en cada lugar, el hombre ha sido siempre atraído por la idea de poder ser autosuficiente, del poder bastarse a sí mismo y ser artífice de su propio destino. Cada vez que se deja dominar por tal presunción, se ve obligado por acontecimientos y circunstancias externas a descubrir que es débil e impotente, pobre y necesitado, afectado por catástrofes espirituales y materiales. En otras palabras, descubre que es pobre y que necesita a alguien que lo rescate de su propia miseria.
Las miserias de nuestro tiempo son numerosas. Nunca como en esta época la humanidad ha experimentado el progreso, el desarrollo y la riqueza, y quizá nunca como hoy se ha encontrado sola y perdida, prefiriendo con frecuencia tener animales domésticos en vez de hijos. Hay con urgencia de recibir una buena noticia. Una noticia que, en la perspectiva cristiana, Dios nos ofrece en la noche de Navidad. Con todo, cada uno -incluso quien no es creyente- puede hacerse portador de un anuncio de esperanza y de verdad.
Por otro lado, el ser humano está dotado de una innata sed de verdad. Esta búsqueda es una dimensión fundamental de la condición humana, en cuanto toda persona lleva dentro de sí una nostalgia de la verdad objetiva y un deseo inextinguible de conocimiento. Siempre ha sido así, pero en nuestro tiempo la negación de verdades evidentes parece tomar la delantera. Algunos desconfían de las argumentaciones racionales, consideradas instrumentos en las manos de algún poder oculto, mientras otros creen poseer de manera unívoca la verdad que se han construido a sí mismos, eximiéndose así del debate y del diálogo con quienes piensan diferente. Unos y otros tienen la tendencia a crearse su propia “verdad”, ignorando la objetividad de lo verdadero. Estas tendencias pueden ser incrementadas por los modernos medios de comunicación y la inteligencia artificial, usados abusivamente como medios de manipulación de la conciencia con fines económicos, políticos e ideológicos.
El moderno progreso científico, especialmente en el ámbito informático y de las comunicaciones, lleva consigo indudables beneficios para la humanidad. Nos permite simplificar muchos aspectos de la vida cotidiana, permanecer en contacto con nuestros seres queridos aun cuando están lejos físicamente, estar informados y aumentar nuestros conocimientos. Sin embargo, no se pueden omitir sus límites y sus peligros, porque a menudo contribuyen a la polarización, a restringir las perspectivas mentales, a la simplificación de la realidad, al riesgo de abusos, a la ansiedad y, paradójicamente, al aislamiento, en particular por el uso de las redes sociales y los juegos en línea.
El auge de la inteligencia artificial amplifica las preocupaciones relacionadas con los derechos de propiedad intelectual, la seguridad del trabajo para millones de personas, el respeto de la privacidad y la protección del ambiente de residuos electrónicos (e-waste). Casi ningún rincón del mundo ha quedado inalterado a causa de la gran transformación cultural que determinan los imparables progresos de la tecnología, y es cada vez más evidente una consonancia con los intereses comerciales, que genera una cultura radicada en el consumismo.
Este desequilibrio amenaza con trastocar el orden de los valores inherentes a la creación de relaciones, a la educación y a la transmisión de costumbres sociales, mientras los padres, los familiares más cercanos y los educadores deben ser los principales canales de transmisión de la cultura, en beneficio de los cuales los gobiernos deberían limitarse a un rol de apoyo a sus responsabilidades formativas. En esta óptica se sitúa también la educación como alfabetización mediática, dirigida a ofrecer instrumentos esenciales para promover las capacidades de pensamiento crítico, para ofrecer a los jóvenes los medios necesarios para el crecimiento personal y la participación activa en el futuro de sus sociedades.
Una diplomacia de la esperanza es, antes que nada, una diplomacia de la verdad. Allí donde falta el vínculo entre realidad, verdad y conocimiento, la humanidad deja de ser capaz de hablarse y de comprenderse, ya que le faltan los fundamentos de un lenguaje común, anclado en la realidad de las cosas y por tanto comprensible universalmente. El objetivo del lenguaje es la comunicación, que sólo tiene éxito si las palabras son precisas y el significado de los términos es generalmente aceptado. El relato bíblico de la Torre de Babel muestra lo que sucede cuando cada uno habla sólo con “su” lengua.
Comunicación, diálogo y compromiso por el bien común requieren buena fe y la adhesión a un lenguaje común. Esto es particularmente importante en el ámbito diplomático, especialmente en los contextos multilaterales. El impacto y el éxito de cada palabra, de las declaraciones, resoluciones y en general de los textos negociados depende de esta condición. Es un dato de hecho que el multilateralismo es fuerte y eficaz sólo cuando se concentra en las cuestiones tratadas y utiliza un lenguaje sencillo, claro y concordado.
Por lo tanto, resulta particularmente preocupante el intento de instrumentalizar los documentos multilaterales -cambiando el significado de los términos o reinterpretando unilateralmente el contenido de los tratados sobre los derechos humanos- para llevar adelante ideologías que dividen, que pisotean los valores y la fe de los pueblos. Se trata, en efecto, de una verdadera colonización ideológica que, según programas planificados en un escritorio, intenta erradicar las tradiciones, la historia y los vínculos religiosos de los pueblos. Se trata de una mentalidad que, presumiendo de haber superado aquellas que considera “las páginas oscuras de la historia”, deja espacio a la cultura de la cancelación; no tolera diferencias y se concentra en los derechos de los individuos, descuidando los deberes con respecto a los demás, en particular de los más débiles y frágiles[2]. En ese contexto, es inaceptable, por ejemplo, hablar de un presunto “derecho al aborto” que contradice los derechos humanos, en particular el derecho a la vida. Toda la vida debe protegerse, en cada momento, desde su concepción hasta la muerte natural, porque ningún niño es un error o es culpable por existir, así como ningún anciano o enfermo puede ser privado de esperanza o ser descartado.
Dicho enfoque tiene graves consecuencias especialmente en el ámbito de diversos organismos multilaterales. Pienso de manera particular en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, de la cual la Santa Sede es miembro fundador, habiendo tomado parte activa en las negociaciones que, hace medio siglo, condujeron a la Declaración de Helsinki de 1975. Es más urgente que nunca recuperar el “espíritu de Helsinki”, con el que los estados enfrentados y considerados “enemigos” lograron crear un espacio de encuentro y no abandonaron el diálogo como instrumento para resolver los conflictos.
Por el contrario, las instituciones multilaterales, surgidas en su mayor parte al finalizar la segunda guerra mundial, hace ochenta años, ya no parecen ser capaces de garantizar la paz y la estabilidad, la lucha contra el hambre y el desarrollo para los cuales habían sido creadas, ni de responder de manera verdaderamente eficaz a los nuevos desafíos del siglo XXI, como las cuestiones ambientales, de salud pública, culturales y sociales, además de los retos impuestos por la inteligencia artificial. Muchas de ellas necesitan ser reformadas, teniendo presente que cualquier reforma debe basarse en principios de subsidiariedad y solidaridad, y en el respeto de una soberanía paritaria de los estados, mientras duele constatar que existe el riesgo de una “monadología” y de la fragmentación en like-minded clubs, que sólo dejan entrar a quienes piensan del mismo modo.
A pesar de todo, no han faltado ni faltan signos alentadores, allí donde existe la buena voluntad de encontrarse. Pienso en el Tratado de paz y amistad entre Argentina y Chile, firmado en la Ciudad del Vaticano el 29 de noviembre de 1984 que, con la mediación de la Santa Sede y la buena voluntad de las partes, puso fin a la disputa del Canal de Beagle, demostrando que la paz y la amistad son posibles cuando dos miembros de la comunidad internacional renuncian al uso de la fuerza y se comprometen solemnemente a respetar todas las reglas del derecho internacional y a promover la cooperación bilateral. Más recientemente, pienso en los signos positivos de una reanudación de las negociaciones para volver a la plataforma del acuerdo sobre el programa nuclear iraní, con el objetivo de garantizar un mundo más seguro para todos.
Vendar los corazones heridos
Una diplomacia de la esperanza es también una diplomacia del perdón, capaz, en una época colma de conflictos abiertos y latentes, de recomponer las relaciones laceradas por el odio y la violencia, y así vendar los corazones heridos de todas esas víctimas. Mi deseo para este 2025 es que toda la comunidad internacional se esfuerce ante todo en poner fin a la guerra que desde hace casi tres años baña de sangre la afligida Ucrania y que ha causado un enorme número de víctimas, incluso muchos civiles. Algunos signos alentadores se vislumbran en el horizonte, pero se necesita todavía mucho trabajo para poner en pie las condiciones de una paz justa y duradera, y para sanar las heridas infringidas por la agresión.
Del mismo modo renuevo mi llamada a un alto el fuego y a la liberación de los rehenes israelís en Gaza, donde hay una situación humanitaria gravísima e innoble, y pido que la población palestina reciba todas las ayudas necesarias. Mi deseo es que israelíes y palestinos puedan reconstruir los puentes de diálogo y de confianza recíproca, a partir de los más pequeños, para que las generaciones venideras logren convivir, en paz y seguridad, en ambos estados y Jerusalén sea la “ciudad del encuentro”, donde convivan en armonía y respeto cristianos, judíos y musulmanes. Precisamente el pasado mes de junio, en los jardines vaticanos, hemos recordado todos juntos el décimo aniversario de la Invocación a la Paz en Tierra Santa que el 8 de junio de 2014 contó con la presencia del entonces presidente del Estado de Israel, Shimon Peres, y del Presidente del Estado de Palestina, Mahmoud Abás, junto al Patriarca Bartolomé I. Aquel encuentro había puesto de manifiesto que el diálogo es siempre posible y que no podemos rendirnos a la idea de que la enemistad y el odio entre los pueblos deban imponerse.
Con todo, es necesario destacar que la guerra es alimentada por el continuo proliferar de armas cada vez más sofisticadas y destructivas. Reitero esta mañana el apelo a que «con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida más digna»[3].
La guerra es siempre un fracaso. Involucrar a los civiles, sobre todo niños, así como destruir las infraestructuras no son sólo una derrota, sino que equivalen a dejar que entre los dos contendientes el único que logra vencer sea el mal. No podemos aceptar de ningún modo que se bombardeen poblaciones civiles o se ataquen infraestructuras vitales para la subsistencia. No podemos aceptar el ver morir de frío a los niños porque se han destruido los hospitales y ha sido dañada la red energética de un país.
Toda la comunidad internacional está aparentemente de acuerdo con el respeto al derecho humanitario internacional, sin embargo, el hecho que este no se implemente plena y concretamente nos cuestiona. Si nos olvidamos de lo que está al origen, es decir, los fundamentos de nuestra misma existencia, de la sacralidad de la vida, de los principios que mueven el mundo, ¿cómo podemos pensar que este derecho sea eficaz? Es necesario un redescubrimiento de estos valores, y que, a su vez, se encarnen en preceptos de la conciencia pública, de modo que sea el principio de humanidad el que rija nuestro obrar. Por lo tanto, hago votos para que este año jubilar sea un tiempo propicio en el que la comunidad internacional se esfuerce para que los derechos inviolables del hombre no sean sacrificados ante las exigencias militares.
Teniendo en cuenta estas premisas, pido que se continúe trabajando para que el incumplimiento del derecho humanitario internacional ya no sea una opción. Se necesitan ulteriores esfuerzos para que se haga efectivo lo que se discutió durante la 34 Conferencia Internacional de la Cruz Roja y de la Medialuna Roja, que tuvo lugar el pasado mes de octubre en Ginebra. Se ha celebrado hace poco el 75 aniversario de la Convenciones de Ginebra, y sigue siendo indispensable que las normas y los principios sobre los que se fundan sean observados en los excesivos escenarios bélicos que siguen abiertos.
Entre estos escenarios pienso en los distintos conflictos que persisten en el continente africano, en modo particular en Sudán, en el Sahel, en el Cuerno de África, en Mozambique, donde hay una gran crisis política en curso, y en las regiones orientales de la República Democrática del Congo, donde la población se ve afectada por graves deficiencias sanitarias y humanitarias, agravadas a veces por la plaga del terrorismo, las cuales provocan pérdidas de vidas humanas y el desplazamiento de millones de personas. A esto se añaden los efectos devastadores de las inundaciones y de la sequía, que empeoran las ya precarias condiciones de varias partes de África.
La perspectiva de una diplomacia del perdón no está llamada sólo a sanar los conflictos internacionales o regionales. Esta le confiere a cada uno la responsabilidad de hacerse artesano de la paz, para que se puedan edificar sociedades realmente pacíficas, en la que las legítimas diferencias políticas, además de las sociales, culturales, étnicas y religiosas, constituyan una riqueza y no una fuente de odio y división.
Mi pensamiento va en modo particular a Myanmar, donde la población sufre grandemente a causa de los continuos enfrentamientos armados que obligan a la gente a huir de sus casas y a vivir en el miedo.
Duele también constatar que permanecen, especialmente en el continente americano, varios contextos políticos de enfrentamiento político y social. Pienso en Haití, donde espero que cuanto antes se puedan dar los pasos necesarios para restablecer el orden democrático y parar la violencia. Pienso además en Venezuela y a la grave crisis política en la que se debate. Esa podrá ser superada sólo con la adhesión sincera a los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad, a través del respeto a la vida, a la dignidad y a los derechos de cada persona -incluidos los de quienes han sido arrestados a causa de los sucesos de los últimos meses- gracias al rechazo de cualquier tipo de violencia y, deseablemente, al comienzo de negociaciones de buena fe y finalizadas al bien común del país. Pienso en Bolivia, que está atravesando una preocupante situación política, social y económica; también en Colombia, donde confío que con la ayuda de todos se pueda superar la multiplicidad de los conflictos que lastiman al país desde hace demasiado tiempo. Pienso finalmente en Nicaragua, donde la Santa Sede, que está siempre dispuesta a un diálogo respetuoso y constructivo, sigue con preocupación las medidas adoptadas con respecto a personas e instituciones de la Iglesia y hace votos para que a todos sean garantizados adecuadamente la libertad religiosa y los demás derechos fundamentales.
Efectivamente, no hay verdadera paz si no viene garantizada también la libertad religiosa, que implica el respeto a la conciencia de los individuos y a la posibilidad de manifestar públicamente la propia fe y pertenencia a una comunidad. En este sentido, son muy preocupantes las crecientes expresiones de antisemitismo, que condeno firmemente y que afectan a un número cada vez mayor de comunidades hebreas en el mundo.
No puedo callar ante las numerosas persecuciones contra varias comunidades cristianas, frecuentemente perpetradas por grupos terroristas, especialmente en África y Asia, ni tampoco ante las formas más “delicadas” de limitación de la libertad religiosa que se observan a veces inclusive en Europa, donde aumentan las normas legales y las prácticas administrativas que «limitan o anulan en la práctica los derechos que las Constituciones reconocen formalmente a cada creyente y a los grupos religiosos»[4]. Al respecto, deseo reiterar que la libertad religiosa constituye «una conquista de progreso político y jurídico»[5], ya que, «cuando se reconoce la libertad religiosa, la dignidad de la persona humana se respeta en su raíz, y se refuerzan el ethos y las instituciones de los pueblos»[6].
Los cristianos pueden y quieren contribuir activamente a la edificación de las sociedades en las que viven. Incluso allí donde no son mayoría en la sociedad, ellos son ciudadanos de pleno derecho, especialmente en aquellas tierras en las que habitan desde tiempos inmemoriales. Me refiero en modo particular a Siria, que después de años de guerra y devastación, parece que está recorriendo un camino de estabilización. Espero que la integridad territorial, la unidad del pueblo sirio y las necesarias reformas constitucionales no se vean comprometidas por nadie, y que la comunidad internacional ayude a Siria a ser una tierra de convivencia pacífica donde todos los sirios, incluida su componente cristiana, puedan sentirse plenamente ciudadanos y participar al bien común de esta querida nación.
Del mismo modo pienso en el amado Líbano, deseando que el país, con la ayuda determinante de la componente cristiana, pueda tener la necesaria estabilidad institucional para afrontar la grave situación económica y social, reconstruir el sur del país golpeado por la guerra e implementar plenamente la constitución y el Acuerdo de Taif. Que todos los libaneses trabajen para que el rostro del país de los cedros no sea jamás desfigurado por la división, sino resplandezca siempre por el “vivir juntos” y que el Líbano permanezca como un país-mensaje de coexistencia y de paz.
Proclamar la liberación a los cautivos
Dos mil años de cristianismo han contribuido a eliminar la esclavitud de todos los ordenamientos jurídicos. A pesar de ello, existen todavía múltiples formas de esclavitud, comenzando por la escasamente reconocida, pero bastante practicada, esclavitud laboral. Demasiadas personas viven esclavas del propio trabajo, que pasa de ser un medio a convertirse en el fin de la propia existencia, y muchas veces estas personas son esclavas de las condiciones laborales inhumanas, en términos de seguridad, horarios de trabajo y salario. Es necesario un esfuerzo para crear condiciones dignas de trabajo, de por sí noble y ennoblecedor, y que este no sea un obstáculo para la realización y el crecimiento de la persona humana. Al mismo tiempo, se debe garantizar que existan efectivas posibilidades de trabajo, especialmente allí donde la grave situación del desempleo favorece el trabajo ilegal y consecuentemente la criminalidad.
Existe además la horrible esclavitud de las toxicomanías, que afecta especialmente a los jóvenes. Es inaceptable ver cuántas vidas, familias y países, se arruinan por esta plaga, que parece difundirse cada vez más, también por la aparición de drogas sintéticas muchas veces mortales, puestas a disposición de forma amplia por el execrable fenómeno del narcotráfico.
Entre las otras esclavitudes de nuestro tiempo, una de las más terribles es aquella practicada por los traficantes de seres humanos: seres sin escrúpulos, que se aprovechan de la necesidad de miles de personas en fuga por la guerra, las carestías, las persecuciones o los efectos de los cambios climáticos en busca de un lugar seguro para vivir. Una diplomacia de la esperanza es una diplomacia de libertad, que requiere el compromiso común de la comunidad internacional para eliminar este miserable comercio.
Al mismo tiempo, es necesario hacerse cargo de las víctimas de estos tráficos, que son los mismos emigrantes, obligados a recorrer a pie miles de kilómetros en América central como en el desierto del Sahara, o a tener que atravesar el mar Mediterráneo o el canal de la Mancha en embarcaciones improvisadas y abarrotadas, para luego terminar rechazados o encontrarse clandestinos en una tierra extranjera. Olvidamos fácilmente que nos encontramos ante personas que es necesario acoger, proteger, promover e integrar[7].
Con gran desconsuelo percibo, sin embargo, que las migraciones están todavía cubiertas por una nube oscura de desconfianza, en vez de ser consideradas una fuente de crecimiento. Se considera a las personas en movimiento sólo como un problema que se debe gestionar. Estas personas no pueden ser asimiladas a objetos que se deben colocar, sino que tienen una dignidad y recurso que pueden ofrecer a los demás; tienen sus propias historias, necesidades, miedos, aspiraciones, sueños, capacidades, talentos. Sólo desde esta perspectiva se podrán dar los pasos necesarios para afrontar un fenómeno que requiere un aporte conjunto por parte de todos los países, incluso a través de la creación de itinerarios regulares seguros.
Sigue siendo crucial afrontar las causas profundas del desplazamiento, de modo que dejar la propia casa para buscar otra sea una elección y no una “necesidad de supervivencia”. En esa perspectiva, me parece fundamental un compromiso común para invertir en el ámbito de la cooperación al desarrollo, de modo que se contribuya a erradicar algunas de las causas que inducen a las personas a emigrar.
Proclamar la libertad a los prisioneros
La diplomacia de la esperanza es, en fin, una diplomacia de justicia, sin la cual no puede haber paz. El Año jubilar es un tiempo favorable para practicar la justicia, para condonar las deudas y conmutar las penas de los prisioneros. Pero no hay ninguna deuda que pueda permitirle a nadie, comprendido el estado, exigir la vida de otro. A este respecto, reitero mi llamamiento para que la pena de muerte sea eliminada en todas las naciones[8], porque esta no encuentra hoy justificación alguna entre los instrumentos aptos para reparar la justicia.
Por otra parte, no podemos olvidar que, en cierto sentido, todos somos prisioneros porque todos somos deudores: lo somos hacia Dios, hacia los demás y también hacia nuestra amada Tierra, de la que obtenemos el alimento cotidiano. Como he recordado en el anual Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, «cada uno de nosotros debe sentirse responsable de algún modo por la devastación a la que está sometida nuestra casa común»[9]. Cada vez más la naturaleza parece rebelarse a la acción del hombre, mediante manifestaciones extremas de su poder. Son uno ejemplo de ello los devastadores aluviones que se han verificado en Europa central y en España, como también los ciclones que han afectado en primavera a Madagascar y, poco antes de Navidad, al Departamento francés de Mayotte y a Mozambique.
No podemos permanecer indiferentes ante todo esto. No tenemos derecho. Más bien, tenemos el deber de realizar el máximo esfuerzo por el cuidado de nuestra casa común y de aquellos que la habitan y la habitarán.
En el curso de la COP 29 en Bakú han sido adoptadas decisiones con el fin de garantizar mayores recursos financieros para la acción climática. Espero que esto permita compartir los recursos en favor de los numerosos países vulnerables a la crisis climática y sobre los cuales pesa la carga de una deuda económica abrumadora. En esta óptica, me dirijo a las naciones más ricas para que condonen las deudas de los países que nunca podrían pagarles. No se trata sólo de un acto de solidaridad o magnanimidad, sino sobre todo de justicia, cargada también por una nueva forma de iniquidad de la que hoy somos cada vez más conscientes: la “deuda ecológica”, en particular entre el norte y el sur[10].
También en función de la deuda ecológica, es importante identificar modalidades eficaces para convertir la deuda externa de los países pobres en políticas y programas efectivos, creativos y responsables de desarrollo humano integral. La Santa Sede está dispuesta a acompañar este proceso consciente de que no hay fronteras o barreras, políticas o sociales, detrás de las cuales uno se pueda esconder[11].
Antes de concluir, quisiera expresar en esta sede, mis condolencias y mi oración por las víctimas y por todos los que están sufriendo a causa del terremoto que hace dos días sacudió el Tíbet.
Queridos embajadores:
En la perspectiva cristiana el Jubileo es un tiempo de gracia. ¡Y cómo quisiera que este 2025 fuera verdaderamente un año de gracia, rico de verdad, de perdón, de libertad, de justicia y de paz! «En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien»[12] y cada uno de nosotros está llamado a hacerla florecer en torno a sí. Este es mi más cordial deseo para todos ustedes, queridos embajadores, para sus familias, los gobiernos y los pueblos que representan: que la esperanza florezca en nuestros corazones y nuestro tiempo encuentre la paz que tanto desea.
Gracias.
Francisco
Notas:
[1] Carta enc. Fratelli tutti, sobre la fraternidad y la amistad social (3 octubre 2020), 27.
[2] Cf. Encuentro con las autoridades civiles, los representantes de los pueblos indígenas y el cuerpo diplomático, Citadelle de Québec (27 julio 2022).
[3] Carta enc. Fratelli tutti, n. 262; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), n. 51.
[4] San Juan Pablo II, Mensaje para la XXI Jornada Mundial de la paz, 1 enero 1988, n. 2.
[5] Benedicto XVI, Mensaje para la XLIV Jornada Mundial de la paz, 1 enero 2011, n. 5.
[6]Ibíd.
[7]Discurso a los participantes en el Foro Internacional sobre “Migraciones y paz” (21 febrero 2017).
[8] Cf. Mensaje para la LVIII Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2025, n. 11.
[9]Ibíd., n. 4.
[10] Cf. Bula Spes non confundit (9 mayo 2024), n. 16 y Carta enc. Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común (24 mayo 2015), n. 51.
[11] Cf. Carta enc. Laudato si’, n. 52.
[12] Bula Spes non confundit, n. 1.
Señores ministros,
Eminencias, Excelencias,
Miembros del Cuerpo diplomático,
Señoras, señores:
Me alegra recibirlos con ocasión del 40º aniversario del Tratado de Paz y Amistad entre la Argentina y Chile, que pone fin a la larga controversia territorial entre los dos países. Esta es una feliz conmemoración de aquellas intensas negociaciones que, con la mediación pontificia, evitaron el conflicto armado que estaba por enfrentar a dos pueblos hermanos y se concluyeron con una solución digna, razonable y ecuánime.
Agradezco a las Embajadas de Chile y Argentina por esta iniciativa conmemorativa. Saludo a las respectivas delegaciones y a las autoridades presentes, como también a los representantes de los mediadores que participaron en ese acontecimiento.
Quise dar especial relieve a esta conmemoración, también con la presencia de los señores cardenales y del Cuerpo diplomático -que agradezco de corazón-, tanto para recordar dicho aniversario, como para lanzar al mundo, en este momento, un llamamiento renovado a la paz y al diálogo. El compromiso que implicó a esos dos países durante las largas negociaciones, que fueron difíciles, así como el fruto de la paz y la amistad, constituyen en efecto un modelo para poder imitar.
En 2009, en el prólogo del libro sobre el Tratado de Paz y Amistad[1] del recordado arzobispo Carmelo Juan Giaquinta, escribí: «El tratado fue posible gracias a la mediación del Papa Juan Pablo II, y a la confianza depositada en él por nuestros pueblos y autoridades. Pero, ¿cómo se llegó a la mediación papal? […] Estuvo, en primer lugar, la oración de nuestro pueblo -de nuestros pueblos-, que aborrece la guerra. […] Una vez lograda la intervención pacificadora del Papa Juan Pablo II, en la Navidad de 1978, el esfuerzo de los Episcopados no cesó. Sin intervenir en la mediación, que fue una actividad exclusiva del Papa y de los Gobiernos de la Argentina y Chile, hubo que cultivar, sostener y defender la mediación papal de no pocos peligros externos, para que ésta llegase a buen término en noviembre de 1984, prácticamente seis años después de comenzada»[2].
San Juan Pablo II, desde los primeros días de su pontificado, manifestó su preocupación y demostró un empeño no sólo por evitar que la disputa entre Argentina y Chile «llegase a degenerar en un desgraciado conflicto armado, sino también por encontrar la manera de resolver definitivamente esa controversia»[3]. Después de haber recibido el pedido de los dos gobiernos, acompañado por esfuerzos concretos y exigentes, el Papa aceptó mediar teniendo como objetivo el de sugerir y proponer «una solución justa y equitativa, y por tanto honorable»[4]. Durante la mediación, en efecto, el Pontífice expresó su propósito en estos términos: «Que se encuentre, gracias a la buena voluntad de ambas Partes, una solución satisfactoria basada en la justicia y en el derecho internacional, que excluya el recurso a la fuerza»[5]. Hoy estamos viviendo lo triste que es el recurso a la fuerza.
El título del Tratado entre Argentina y Chile lo define con dos palabras: paz y amistad. Reflexionemos un poco sobre ellas.
Primero, la paz. Con ocasión de la Ratificación del Tratado, el 2 de mayo de 1985, Juan Pablo II manifestó su alegría, porque –afirmó- con el acuerdo «se consolida la paz y en manera tal que puede justamente dar fundada confianza de su permanencia estable»[6]. El Papa subrayaba que «este don de la paz requiere […] un esfuerzo cotidiano para preservarla de los obstáculos que puedan oponérsele y para alentar todo aquello que pueda enriquecerla. Por otra parte, el Tratado ofrece los medios aptos para el logro de ambas finalidades, tanto por lo que se refiere a la superación de diferencias que eventualmente pudieran surgir […], como para el fomento de una armoniosa amistad a través de una colaboración en todos los campos que lleve a una más estrecha integración de las dos Naciones»[7]. Por eso, este modelo de una completa y definitiva solución de una controversia a través de medios pacíficos, amerita ser propuesto -como dije recientemente- en la situación actual del mundo, en el que tantos conflictos perduran y se agravan, al no tener la voluntad efectiva de excluir de forma absoluta el uso de la fuerza o la amenaza para resolverlos. Y esto lo estamos viviendo de un modo bastante trágico.
La segunda palabra es amistad. «Mientras soplan los fríos vientos de la guerra, que se suman a fenómenos recurrentes de injusticia, violencia y desigualdad, así como a la grave emergencia climática y a una mutación antropológica sin precedentes, es imprescindible detenerse y preguntarse: ¿hay algo por lo que valga la pena vivir y esperar?»[8]. Efectivamente, las oposiciones, los cansancios y las caídas los podemos interpretar como una llamada a la reflexión, para que el corazón se abra al encuentro con Dios y cada uno tome conciencia de sí mismo, del prójimo y de la realidad. No olvidemos nuestra condición de “mendicantes”, somos soberanos mendicantes. Estamos llamados a hacernos “mendigos de lo esencial”, de lo que da sentido a nuestra vida. «Al hacerlo, descubrimos que el valor de la existencia humana no consiste en las cosas, ni en los éxitos obtenidos, ni en la competición, sino ante todo en esa relación de amor que nos sostiene, enraizando nuestro camino en la confianza y la esperanza». Hermanas, hermanos, «es la amistad con Dios, la que después se refleja en todas las demás relaciones humanas, esa fundamenta la alegría que nunca se extinguirá»[9].
Hace algunas semanas, con ocasión de este 40° aniversario, los obispos de la Argentina y de Chile firmaron una nueva declaración recordando cómo el Tratado «evitó la guerra entre pueblos hermanos»[10]. Los obispos de ambos países agradecen a Dios porque con ese acuerdo prevalecieron el diálogo y la paz. Al mismo tiempo, expresan su gratitud a san Juan Pablo II, que ofreció su mediación entre los dos países, mediación que llevaron a cabo los cardenales Antonio Samoré y Agostino Casaroli, dos grandes.
Hago mío el sentir de los obispos chilenos y argentinos, agradeciendo a Dios por habernos protegido y salvado de la guerra. Y junto con los purpurados y obispos de los dos países, agradecemos por la paz y la cooperación entre las dos naciones, confiando en que este camino pueda seguir siendo profundizado para el bien de los dos pueblos. Espero que el espíritu de encuentro y de concordia entre las naciones, en América Latina y en todo el mundo, deseoso de la paz, pueda ayudar a multiplicarse en iniciativas y políticas coordinadas, para resolver las numerosas crisis sociales y medioambientales que afectan a las poblaciones de todos los continentes, perjudicando ciertamente a los más pobres.
Con ocasión del 25 aniversario del Tratado, el 28 de noviembre de 2009, se tuvo un acto conmemorativo aquí en el Vaticano, realzado por la presencia de los presidentes de Argentina, la señora Cristina Fernández de Kirchner, y de Chile, la señora Michelle Bachelet. En aquella circunstancia el Papa Benedicto XVI puso de relieve cómo Chile y Argentina no son sólo dos naciones vecinas, sino mucho más: «Son –dijo- dos Pueblos hermanos con una vocación común de fraternidad, de respeto y amistad, que es fruto en gran parte de la tradición católica que está en la base de su historia y de su rico patrimonio cultural y espiritual»[11].
Hoy, a distancia de cuarenta años, renovamos nuestra gratitud por los esfuerzos de todas las personas que, en los gobiernos y delegaciones diplomáticas de ambos países, dieron su positiva contribución para llevar adelante ese camino de resolución pacífica, cumpliendo así los anhelos de paz de la población argentina y chilena. El Tratado de Paz y Amistad, como dijo entonces el Papa Benedicto, «es un ejemplo luminoso de la fuerza del espíritu humano y de la voluntad de paz frente a la barbarie y la sinrazón de la violencia y la guerra como medio para resolver diferencias»[12]. Es un ejemplo, más actual que nunca, de cómo es necesario «perseverar en todo momento con voluntad firme y hasta las últimas consecuencias en tratar de resolver las controversias con verdadera voluntad de diálogo y de acuerdo, a través de pacientes negociaciones y necesarios compromisos, y teniendo siempre en cuenta las justas exigencias y legítimos intereses de todos»[13].
Sobre este punto, es necesario hacer referencia a los numerosos conflictos armados en curso, que todavía no se consiguen extinguir a pesar de constituir heridas dolorosas para los países en guerra y para toda la familia humana. Y aquí quiero señalar la hipocresía de hablar de paz y jugar a la guerra. En algunos países donde se habla mucho de paz, las inversiones que dan más rédito son las fábricas de armas. Esta hipocresía nos lleva siempre a un fracaso. El fracaso de la hermandad, el fracaso de la paz. Dios quiera que la comunidad internacional pueda hacer prevalecer la fuerza del derecho a través del diálogo, porque el diálogo debe ser el alma de la comunidad internacional[14]. Simplemente menciono dos fracasos de la humanidad hoy: Ucrania y Palestina, donde se sufre, donde la prepotencia del invasor prima sobre el diálogo. Excelencias, señoras, señores, agradezco de corazón la participación en este acto conmemorativo. Por intercesión de María, Reina de la paz, nuestra Madre, invoco la bendición de Dios sobre las amadas naciones de Chile y Argentina, y la hago extensiva a todos los pueblos que tienen deseos de paz y concordia, y a cada hombre y mujer que se hace artesano de la fraternidad y de la amistad social. Gracias.
La bendición del Señor para nuestros pueblos.
Francisco
Notas:
[1] Carmelo Juan Giaquinta, El Tratado de paz y amistad entre Argentina y Chile. Cómo se gestó y preservó la mediación de Juan Pablo II, Buenos Aires 2009.
[2] Ibíd., 9-11.
[3] S. Juan Pablo II, Mediación entre Argentina y Chile en la controversia sobre la zona austral (23 abril 1982).
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ratificación del Tratado de paz y amistad concertado entre la República Argentina y la República de Chile. Mediación en la controversia sobre la zona austral (2 mayo 1985).
[7] Ibíd.
[8] Mensaje con ocasión del XLV Encuentro para la amistad entre los pueblos, Rímini, 20-25 agosto 2024 (19 julio 2024).
[9] Ibíd.
[10] En el 40º aniversario del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile. Declaración de las Conferencias Episcopales de ambos países, Buenos Aires (6 noviembre 2024).
[11] Discurso a las Delegaciones de Argentina y de Chile con ocasión del XXV aniversario del Tratado de paz y de amistad entre los dos países (28 noviembre 2009).
[12] Ibíd.
[13] Ibíd.
[14] Cf. Discurso a los miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede para la presentación de las felicitaciones del nuevo año (8 enero 2024).
Queridos hermanos y hermanas: Buenos días.
Ante todo, quisiera agradecer al cardenal Re por sus palabras, y también por su energía; ¡una persona de noventa años con esa energía! ¡Adelante, ánimo! Gracias.
El Misterio de la Navidad mueve nuestros corazones al asombro –palabra clave– de un anuncio inesperado: Dios viene, Dios está aquí, en medio de nosotros, y su luz ha irrumpido para siempre en las tinieblas del mundo. Necesitamos escuchar y recibir siempre este anuncio, especialmente en un tiempo todavía marcado tristemente por la violencia de la guerra, los riesgos tremendos a los que estamos expuestos debido al cambio climático, la pobreza, el sufrimiento, el hambre –¡hay hambre en el mundo!– y otras heridas que habitan nuestra historia. Es reconfortante descubrir que incluso en estos “lugares” de dolor, como en todos los espacios de nuestra frágil humanidad, Dios se hace presente en esta cuna, en este pesebre, que hoy eligió para nacer y llevar el amor del Padre a todos; y se hace presente según el estilo que le es propio, con cercanía, compasión y ternura.
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos escuchar el anuncio de Dios que viene, discernir los signos de su presencia y decidirnos por su Palabra, caminando en pos de Él. Escuchar, discernir, caminar: tres verbos para nuestro camino de fe y para el servicio que realizamos aquí en la Curia. Quisiera transmitírselos a través de algunos de los protagonistas de la Navidad.
En primer lugar, María, que nos recuerda la escucha. La joven de Nazaret, que tiene en sus brazos a Aquel que vino a abrazar al mundo, es la Virgen de la escucha porque prestó oídos al anuncio del Ángel y abrió su corazón al plan de Dios. Ella nos recuerda que el primer gran mandamiento es: «Escucha Israel» (Dt 6,4), porque antes que cualquier precepto es importante entrar en relación con Dios, acogiendo el don de su amor que viene a nuestro encuentro. Escuchar, en efecto, es un verbo bíblico que no se refiere sólo a oír, sino que implica la participación del corazón y, por tanto, de la vida misma. San Benito comienza así su Regla: «Escucha hijo» (Regla, Prólogo, 1). Escuchar con el corazón es mucho más que oír un mensaje o intercambiar información; se trata de una escucha interior capaz de comprender los deseos y las necesidades del otro, de una relación que nos invita a superar los esquemas y a vencer prejuicios en los que a veces enmarcamos la vida de quienes nos rodean. La escucha es siempre el comienzo de un camino. El Señor pide a su pueblo esta escucha del corazón, una relación con Él, que es el Dios vivo.
Y esta es la escucha de la Virgen María, que acoge el anuncio del Ángel con apertura, total apertura; razón por la cual no esconde la turbación y los interrogantes que eso le produce, sino que se involucra con disponibilidad en la relación con Dios que la ha elegido, aceptando su proyecto. Hay un diálogo y hay una obediencia. María comprende que es destinataria de un don inestimable y, de “rodillas”, es decir, con humildad y estupor, se pone a la escucha. Escuchar “de rodillas” es la mejor manera para escuchar de verdad, porque significa que no nos colocamos frente al otro en la posición de quien cree ya lo sabe todo, de quien ya ha interpretado las cosas aun antes de escucharlas, de quien mira por encima del hombro, sino que, por el contrario, nos abrimos al misterio del otro, dispuestos a recibir humildemente lo que quiera entregarnos. No olvidemos que sólo en una ocasión es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo: solamente para ayudarla a levantarse. Es la única ocasión en la que es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo.
A veces, inclusive cuando nos comunicamos entre nosotros, corremos el riesgo de ser como lobos rapaces. Enseguida intentamos devorar las palabras del otro, sin escucharlo realmente, e inmediatamente vertemos sobre él nuestras impresiones y nuestros juicios. En cambio, la escucha requiere silencio interior, pero también un espacio de silencio entre la escucha y la respuesta. No es un “ping pong”. Primero escuchamos, luego en silencio acogemos, reflexionamos, interpretamos, y sólo entonces podemos dar una respuesta.Todo esto lo aprendemos en la oración, porque ensancha el corazón, baja de su pedestal a nuestro egocentrismo, nos educa a la escucha de los demás y genera en nosotros el silencio de la contemplación. Aprendamos la contemplación en la oración, arrodillados ante el Señor, pero no sólo con las piernas, sino estando de rodillas con el corazón. Incluso en nuestro trabajo como Curia «nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. […] Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás» (Evangelii gaudium, 264).
Hermanos y hermanas, también en la Curia es necesario aprender el arte de escuchar. Antes de nuestros deberes cotidianos y de nuestras actividades, pero sobre todo antes de los roles que desempeñamos, necesitamos redescubrir el valor de las relaciones, y tratar de despojarlas de formalismos, para animarlas con espíritu evangélico, ante todo escuchándonos recíprocamente. Con el corazón y de rodillas. Escuchémonos más, sin prejuicios, con apertura y sinceridad; con el corazón, de rodillas. Escuchémonos, tratando de entender bien lo que dice nuestro hermano, de captar sus necesidades y, de alguna manera, la vida que se esconde detrás de esas palabras, sin juzgar. Como sabiamente aconseja san Ignacio: «se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de estar más dispuesto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla; y si no la puede salvar, pregunte cómo la entiende, y si la entiende mal corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, entendiéndola bien, se salve» (Ejercicios espirituales, 22). Es todo un trabajo para entender bien al otro. Y lo repito: escuchar es diferente que oír. Caminando por las calles de nuestras ciudades podemos oír muchas voces y muchos ruidos, pero generalmente no los escuchamos, no los interiorizamos y no permanecen dentro de nosotros. Una cosa es simplemente oír y otra ponerse a la escucha, que también significa “acoger dentro”.
La escucha recíproca nos ayuda a vivir el discernimiento como método de nuestro actuar. Y aquí podemos referirnos a Juan el Bautista. Antes la Virgen que escucha, ahora Juan que discierne. Conocemos la grandeza de este profeta, la austeridad y vehemencia de su predicación. Sin embargo, cuando Jesús llega y comienza su ministerio, Juan atraviesa una dramática crisis de fe; había anunciado la inminente venida del Señor como la de un Dios poderoso, que finalmente juzgaría a los pecadores arrojando al fuego todo árbol que no diera fruto y quemando la paja en un fuego inextinguible (cf. Mt 3,10-12). Pero esta imagen del Mesías se hace añicos ante los gestos, las palabras y el estilo de Jesús, ante la compasión y la misericordia que tiene con todos. Entonces el Bautista siente que tiene que hacer discernimiento para recibir ojos nuevos. De hecho, el Evangelio nos dice: «Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”» (Mt 11,2-3). En resumen, Jesús no era como él se lo esperaba y, por eso, incluso el Precursor debía convertirse a la novedad del Reino, debía tener la humildad y el valor para discernir.
Así pues, para todos nosotros es importante el discernimiento, ese arte de la vida espiritual que nos despoja de la pretensión de saberlo ya todo, del riesgo de pensar que es suficiente aplicar las reglas, de la tentación de proceder, incluso en la vida de la Curia, repitiendo simplemente esquemas, sin considerar que el Misterio de Dios nos supera siempre y que la vida de las personas y la realidad que nos rodea son y siguen siendo siempre superiores a las ideas y a las teorías. La vida es superior a las ideas, siempre. Necesitamos practicar el discernimiento espiritual, escrutar la voluntad de Dios, cuestionar las mociones interiores de nuestro corazón, y luego evaluar las decisiones que hay que tomar y las elecciones que hay que hacer. El cardenal Martini escribió: «El discernimiento es muy distinto de ser puntilloso, propio de quien vive en el achatamiento legalista o con pretensiones de perfeccionamiento. Es un despliegue de amor que establece la distinción entre lo bueno y lo mejor, entre lo útil en sí y lo útil ahora, entre lo que en general puede marchar bien y lo que es preciso promover ahora». Y añadía: «La falta de tensión para discernir lo mejor hace que la vida pastoral sea frecuentemente monótona, repetitiva: se multiplican las acciones religiosas, se repiten gestos tradicionales sin ver bien su sentido» (El Evangelio de María, Santander 2010, 18). El discernimiento debe ayudarnos, también en el trabajo de la Curia, a ser dóciles al Espíritu Santo, a ser capaces de elegir orientaciones y tomar decisiones no según criterios mundanos, o simplemente aplicando reglamentos, sino según el Evangelio.
Escuchar: María. Discernir: el Bautista. Y ahora la tercera palabra: caminar. Y aquí el pensamiento se dirige naturalmente a los Magos. Ellos nos recuerdan la importancia de caminar. La alegría del Evangelio, cuando la acogemos de verdad, desencadena en nosotros el movimiento del seguimiento, que provoca un verdadero éxodo de nosotros mismos y nos pone en camino hacia el encuentro con el Señor y hacia la plenitud de la vida. El éxodo de nosotros mismos: una actitud de nuestra vida espiritual que siempre debemos examinar. La fe cristiana ?recordémoslo? no quiere confirmar nuestras seguridades, ni hacer que nos instalemos en fáciles certezas religiosas, o regalarnos respuestas rápidas a los complejos problemas de la vida. Al contrario, cuando Dios llama, siempre nos pone en camino, como hizo con Abraham, con Moisés, con los profetas y con todos los discípulos del Señor. Nos pone en camino, nos saca de nuestra zona de confort, cuestiona nuestras adquisiciones y, sin más, nos libera, nos transforma, ilumina los ojos de nuestro corazón para hacernos comprender a qué esperanza nos ha llamado (cf. Ef 1,18). Como afirma Michel de Certeau, «es místico aquel o aquella que no puede dejar de caminar […]. El deseo crea un exceso, se excede, pasa y pierde lugares. Obliga a ir más lejos, más allá» (La fábula mística.Siglos XVI-XVII, México 2010, 352-353).
También en el servicio aquí en la Curia es importante permanecer en camino, no dejar de buscar y profundizar en la verdad, superando la tentación de permanecer paralizados y de “laberintear” dentro de nuestros cercados y temores. Los miedos, las rigideces y la repetición de esquemas generan inmovilidad, que tiene la aparente ventaja de no crear problemas ?quieta non movere?, nos llevan a vagar ociosamente en nuestros laberintos, perjudicando el servicio que estamos llamados a ofrecer a la Iglesia y al mundo entero. Permanezcamos vigilantes contra el fijismo de la ideología que, a menudo, bajo la apariencia de buenas intenciones, nos separa de la realidad y nos impide caminar. En cambio, estamos llamados a ponernos en camino y avanzar, como hicieron los Magos, siguiendo la Luz que siempre quiere llevarnos más allá y que a veces nos hace buscar senderos inexplorados y nos lleva por caminos nuevos. Y no olvidemos que el viaje de los Magos ?como todo itinerario del que nos habla la Biblia? comienza siempre “desde lo alto”, por una llamada del Señor, por una señal que viene del cielo o porque Dios mismo se convierte en guía que ilumina los pasos de sus hijos. Por eso, cuando el servicio que realizamos corre el riesgo de aplanarse, de “laberintear” en la rigidez o en la mediocridad, cuando nos encontramos enmarañados en las redes de la burocracia y del “salir del paso”, acordémonos de mirar hacia lo alto, de recomenzar desde Dios, de dejarnos iluminar por su Palabra, de encontrar siempre el valor para volver a empezar. Y no olvidemos que de los laberintos se puede salir sólo “desde arriba”.
Hace falta valor para caminar, para avanzar más allá. Es una cuestión de amor. Hace falta valor para amar. Me gusta recordar la reflexión de un celoso sacerdote sobre este tema, que también puede ayudarnos en nuestro trabajo en la Curia. Dice que es difícil volver a encender las brasas bajo las cenizas de la Iglesia. La dificultad, hoy, consiste en transmitir la pasión a quienes hace tiempo la perdieron. Sesenta años después del Concilio, seguimos debatiendo sobre la división entre “progresistas” y “conservadores”, pero esta no es la diferencia: la verdadera y principal diferencia está entre “enamorados” y “acostumbrados”. Esta es la diferencia. Y sólo los que aman pueden caminar.
Hermanos, hermanas, gracias por vuestro trabajo y vuestra dedicación. En nuestra labor, cultivemos la escucha del corazón, poniéndonos así al servicio del Señor, aprendiendo a acogernos, a escucharnos recíprocamente; practiquemos el discernimiento, para ser una Iglesia que busca interpretar los signos de la historia con la luz del Evangelio, buscando soluciones que transmitan el amor del Padre. Y permanezcamos siempre en camino, con humildad y admiración, para no caer en la presunción de sentirnos satisfechos y para que no se apague en nosotros el deseo de Dios. Y muchas gracias a ustedes, sobre todo por el trabajo que realizan en el silencio. No lo olvidemos: escuchar, discernir, caminar. María, el Bautista y los Magos.
Que el Señor Jesús, Verbo Encarnado, nos conceda la gracia de la alegría en el servicio humilde y generoso. Y, por favor, les pido, no perdamos el sentido del humor, ¡que es saludable!
Mis mejores deseos de una santa Navidad para ustedes, y también para sus seres queridos. Y, delante del belén, hagan una oración por mí. Muchas gracias.
Francisco
Eminencia, Excelencias, señoras y señores:
Les agradezco su presencia en nuestra tradicional cita, que este año desea ser una invocación por la paz en un mundo que ve cómo crecen las divisiones y las guerras.
Agradezco particularmente al Decano del Cuerpo Diplomático, Su Excelencia el señor Georges Poulides, los buenos deseos que me ha dirigido en nombre de todos ustedes. Mi saludo se extiende a cada uno, a sus familias, a los colaboradores y a los pueblos y los gobiernos de los países que representan. También deseo expresarles -a todos ustedes y a sus autoridades- mi gratitud por los mensajes de condolencia que han enviado con ocasión de la muerte del Papa emérito Benedicto XVI y por la cercanía manifestada durante las exequias.
Acabamos de concluir el tiempo de Navidad, en el que los cristianos hacen memoria del misterio del nacimiento del Hijo de Dios. El profeta Isaías lo había preanunciado con estas palabras: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: “Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz”» (Is 9,5).
Vuestra presencia afirma el valor de la paz y de la fraternidad humana, que el diálogo contribuye a construir. Por lo demás, la tarea de la diplomacia es precisamente la de allanar las divergencias para favorecer un clima de colaboración y confianza recíprocas para la satisfacción de las necesidades comunes. Se puede decir que esta es un ejercicio de humildad porque requiere sacrificar un poco de amor propio para entrar en relación con el otro, para comprender sus razones y puntos de vista, contraponiéndose así al orgullo y a la soberbia humana, causa de toda voluntad beligerante.
También quiero expresar mi reconocimiento por la atención que vuestros países dirigen a la Santa Sede, marcada, entre otras cosas, durante este último año, por la decisión de Suiza, de la República del Congo, de Mozambique y de Azerbaiyán de nombrar embajadores residentes en Roma, como también la firma de nuevos acuerdos bilaterales con la República Democrática de Santo Tomé y Príncipe y con la República de Kazajistán.
En esta sede, me gustaría recordar también que, en el contexto del diálogo respetuoso y constructivo, la Santa Sede y la República Popular China han acordado prorrogar por otro bienio la validez del Acuerdo Provisional sobre el nombramiento de los Obispos, estipulado en Pekín en 2018. Espero que esta relación de colaboración pueda desarrollarse en favor de la vida de la Iglesia católica y del bien del Pueblo chino.
Al mismo tiempo, les renuevo la certeza de la plena colaboración de la Secretaría de Estado y de los Dicasterios de la Curia Romana, la cual, con la promulgación de la nueva Constitución apostólica Prædicate Evangelium, ha sido reformada en algunas estructuras para un mejor desempeño, «con espíritu evangélico, trabajando por el bien y al servicio de la comunión, la unidad y la edificación de la Iglesia universal, y atendiendo a las exigencias del mundo en el que la Iglesia está llamada a cumplir su misión»[1].
Estimados embajadores:
Este año celebramos el sesenta aniversario de la Encíclica Pacem in terris de san Juan XXIII, publicada poco menos de dos meses antes de su muerte[2].
En los ojos del “Papa bueno” todavía estaba viva la amenaza de una guerra nuclear, provocada en octubre de 1962 por la así llamada crisis de los misiles de Cuba. La humanidad estaba a un paso de su propia extinción, si no hubiesen sido capaces de hacer prevalecer el diálogo, conscientes de los efectos destructivos de las armas atómicas.
Lamentablemente, la amenaza nuclear es evocada todavía hoy, arrojando al mundo en el miedo y la angustia. Debo reiterar en esta sede que la posesión de armas atómicas es inmoral porque -como observaba Juan XXIII- «si bien parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera imprevisible puede de improviso e inesperadamente provocar el incendio bélico»[3]. Bajo la amenaza de las armas nucleares perdemos todos, ¡todos!
Desde este punto de vista, despierta una preocupación particular el estancamiento de las negociaciones acerca del reinicio del Plan de Acción Integral Conjunto, más conocido como Acuerdo sobre el programa nuclear iraní. Deseo que se pueda llegar cuanto antes a una solución concreta para garantizar un futuro más seguro.
Hoy está en curso la tercera guerra mundial de un mundo globalizado, en el que los conflictos parecen afectar directamente sólo a algunas áreas del planeta, pero que implican sustancialmente a todos. El ejemplo más cercano y reciente es precisamente la guerra en Ucrania, con su reguero de muerte y destrucción; con los ataques a las infraestructuras civiles que llevan a las personas a perder la vida no sólo a causa de las bombas y de la violencia, sino también del hambre y el frío. A este respecto, la Constitución conciliar Gaudium et spes afirma que «toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones» (n. 80). No debemos olvidar, además, que la guerra golpea particularmente a las personas más frágiles -los niños, los ancianos, las personas discapacitadas- y lastima indeleblemente a las familias. Renuevo hoy mi llamado para que cese inmediatamente este conflicto insensato, cuyos efectos afectan a regiones enteras, incluso fuera de Europa, a causa de las repercusiones que esto tiene en el campo energético y en el ámbito de la producción de alimentos, sobre todo en África y en Oriente Medio.
La tercera guerra mundial a pedazos que estamos viviendo nos lleva a mirar otros escenarios de tensiones y conflictos. También este año, con mucho dolor, debemos mirar a Siria como a una tierra atormentada. El resurgimiento del país debe pasar a través de las necesarias reformas, incluso constitucionales, en el tentativo de dar esperanza al pueblo sirio, afligido por una pobreza cada vez mayor, evitando que las sanciones internacionales impuestas tengan repercusiones sobre la vida cotidiana de una población que ya ha sufrido mucho.
La Santa Sede sigue también con preocupación el aumento de la violencia entre palestinos e israelíes, con las consecuencias dramáticas de un gran número de víctimas y de una desconfianza total y recíproca. Particularmente golpeada ha sido Jerusalén, ciudad santa para los judíos, cristianos y musulmanes. La vocación inscrita en su nombre es la de ser la Ciudad de la Paz, pero por desgracia se ha convertido en escenario de enfrentamientos. Confío que pueda encontrar de nuevo esa vocación de ser lugar y símbolo de encuentro y de convivencia pacífica, y que el acceso y la libertad de culto en los Santos Lugares continúe siendo garantizado y respetado según el status quo. Al mismo tiempo, deseo que las autoridades del Estado de Israel y del Estado de Palestina puedan volver a encontrar el valor y la determinación para dialogar directamente a fin de implementar la solución de los dos estados en todos sus aspectos, en conformidad con el derecho internacional y con todas las resoluciones pertinentes de las Naciones Unidas.
Como saben, a fines de este mes, podré ir finalmente como peregrino de paz a la República Democrática del Congo, con el deseo de que cese la violencia en el este del país y prevalezca el camino del diálogo y la voluntad de trabajar por la seguridad y el bien común. La peregrinación proseguirá a Sudán del Sur, donde seré acompañado por el Arzobispo de Canterbury y el Moderador general de la Iglesia Presbiteriana de Escocia. Juntos deseamos unirnos al clamor de paz de la población y contribuir al proceso de reconciliación nacional.
Tampoco debemos olvidar otras situaciones en las que siguen pesando las consecuencias de los conflictos que aún no se han resuelto. Pienso en particular en la situación del Cáucaso meridional. Exhorto a las partes a respetar el alto al fuego, reiterando que la liberación de los prisioneros militares y civiles sería un paso importante hacia el acuerdo de paz deseado.
Pienso, también, en Yemen, donde rige la tregua alcanzada el pasado mes de octubre, pero donde tantos civiles siguen muriendo a causa de las minas, y en Etiopía, donde deseo que se continúe el proceso de pacificación y se refuerce el compromiso de la Comunidad internacional para afrontar la crisis humanitaria que afecta al país.
Sigo con aprensión también la situación de África occidental, cada vez más afligida por la violencia del terrorismo. Pienso, en particular, en los dramas que viven las poblaciones de Burkina Faso, Malí y Nigeria, y espero que los procesos de transición en curso en Sudán, Malí, Chad, Guinea y Burkina Faso se desarrollen respetando las aspiraciones legítimas de las poblaciones implicadas.
Sigo también con particular atención la situación de Myanmar, que ya desde hace dos años experimenta violencia, dolor y muerte. Invito a la Comunidad internacional a activarse para concretizar los procesos de reconciliación y exhorto a todas las partes implicadas a comenzar de nuevo el camino del diálogo para volver a dar esperanza a la población de aquella amada tierra.
Pienso, finalmente, en la península coreana, para la que deseo que no falten la buena voluntad y el compromiso por la concordia, a fin de construir la tan deseada paz y la prosperidad para todo el pueblo coreano.
Todos los conflictos ponen siempre de relieve las consecuencias letales de un continuo recurso a la producción de nuevos y cada vez más sofisticados armamentos, a veces justificada por la razón de que actualmente la paz «no puede garantizarse si no se apoya en una paridad de armamentos»[4]. Es preciso romper esa lógica y proceder por el camino de un desarme integral, porque ninguna paz es posible allí donde proliferan instrumentos de muerte.
Queridos embajadores:
En un tiempo de tanto conflicto, no podemos eludir la pregunta sobre cómo se puedan restaurar los hilos de la paz. ¿Por dónde comenzar?
Para esbozar una respuesta, quisiera retomar con ustedes algunos elementos de la Pacem in terris, un texto extremadamente actual incluso habiendo cambiado gran parte del contexto internacional. Para san Juan XXIII, la paz es posible a la luz de cuatro bienes fundamentales: la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. Estos son los pilares que regulan las relaciones tanto entre los individuos como entre las comunidades políticas[5].
Estas dimensiones se entrelazan dentro del principio fundamental «de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables»[6].
Paz en la verdad
Construir la paz en la verdad significa en primer lugar respetar a la persona humana, con su «derecho a la existencia, a la integridad corporal»[7], y garantizarle «la posibilidad de buscar la verdad libremente y […] manifestar y difundir sus opiniones»[8]. Esto exige «que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos»[9].
A pesar de los compromisos asumidos por todos los estados de respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales de cada persona, todavía hoy, en muchos países, las mujeres son consideradas como ciudadanos de segunda clase. Son objeto de violencia y de abusos, y se les niega la posibilidad de estudiar, de trabajar, de expresar sus propias capacidades, el acceso a los cuidados médicos e incluso a la comida. Sin embargo, allí donde los derechos humanos son plenamente reconocidos para todos, las mujeres pueden ofrecer una contribución propia e insustituible a la vida social y ser las primeras aliadas de la paz.
La paz exige que ante todo se defienda la vida, un bien que hoy es puesto en peligro no sólo por los conflictos, el hambre y las enfermedades, sino demasiadas veces incluso desde el seno materno, afirmando un presunto “derecho al aborto”. Nadie puede arrogarse el derecho sobre la vida de otro ser humano, especialmente si este está desprotegido y por tanto privado de cualquier posibilidad de defensa. Hago, por tanto, un llamado a las conciencias de los hombres y las mujeres de buena voluntad, particularmente de cuantos tienen responsabilidades políticas, para que trabajen por tutelar los derechos de los más débiles y se erradique la cultura del descarte, que lamentablemente incluye también a los enfermos, las personas discapacitadas y los ancianos. Los estados tienen la enorme responsabilidad de garantizar la asistencia a los ciudadanos en cada una de las etapas de la vida humana hasta la muerte natural, de modo que cada uno se sienta acompañado y cuidado también en los momentos más delicados de su propia existencia.
El derecho a la vida también está amenazado allí donde se sigue practicando la pena de muerte, como está ocurriendo estos días en Irán, después de las recientes manifestaciones que piden un mayor respeto por la dignidad de las mujeres. La pena de muerte no puede ser utilizada para una presunta justicia de estado, puesto que esta no constituye un disuasivo, ni ofrece justicia a las víctimas, sino que alimenta solamente la sed de venganza. Hago, por tanto, un llamado para que la pena de muerte, que es siempre inadmisible pues atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, sea abolida de las legislaciones de todos los países del mundo. No podemos olvidar que, hasta el último momento, una persona puede convertirse y puede cambiar.
Lamentablemente, parece surgir cada vez más un “miedo” a la vida, que en muchos lugares se traduce como temor al futuro y dificultades para formar una familia o tener hijos. En algunos contextos -pienso por ejemplo en Italia- tiene lugar un peligroso descenso de la natalidad, un verdadero invierno demográfico, que pone en peligro el futuro mismo de la sociedad. Al querido pueblo italiano, deseo renovar mi aliento para afrontar con tenacidad y esperanza los desafíos del tiempo presente, seguro de sus propias raíces religiosas y culturales.
Los miedos, que se alimentan de la ignorancia y los prejuicios, degeneran fácilmente en conflictos. Su antídoto es la educación. La Santa Sede promueve una visión integral de la educación, en la que «la cultura religiosa y la formación del sentido moral vayan a la par con el conocimiento científico y con el incesante progreso de la técnica»[10]. Educar exige siempre el respeto integral por la persona y por su fisonomía natural, evitando imponer una nueva y confusa visión del ser humano. Esto implica integrar los itinerarios de crecimiento humano, espiritual, intelectual y profesional, permitiendo a la persona liberarse de múltiples formas de esclavitud y afirmarse en la sociedad de modo libre y responsable. En este sentido, es inaceptable que una parte de la población pueda ser excluida de la educación, como está ocurriendo con las mujeres afganas.
La educación se encuentra a merced de una crisis agudizada por las devastadoras consecuencias de la pandemia y el preocupante escenario geopolítico. En este sentido, la Cumbre sobre la transformación de la educación, convocada por el Secretario General de las Naciones Unidas, que se llevó a cabo el pasado mes de septiembre en Nueva York, representó para los gobiernos una oportunidad única para adoptar políticas valientes, dirigidas a afrontar la “catástrofe educativa” actual y tomar decisiones concretas, a fin de alcanzar una educación de calidad y para todos antes del 2030. ¡Que los estados tengan la valentía de invertir la vergonzosa y asimétrica proporción entre el gasto público reservado a la educación y los fondos destinados a los armamentos!
La paz también exige que se reconozca universalmente la libertad religiosa. Es preocupante que haya personas perseguidas sólo porque profesan públicamente su fe y que en muchos países la libertad religiosa esté limitada. Aproximadamente un tercio de la población mundial vive en esta condición. Junto a la falta de libertad religiosa está también la persecución por motivos religiosos. No puedo dejar de mencionar, como demuestran algunas estadísticas, que uno de cada siete cristianos es perseguido. A este respecto, manifiesto mi deseo de que el nuevo Enviado Especial de la Unión Europea para la promoción de la libertad de religión o creenciasfuera de la Unión Europea pueda disponer de los recursos y medios necesarios para llevar adelante adecuadamente su propio mandato.
Al mismo tiempo, es importante recordar que la violencia y las discriminaciones contra los cristianos también aumentan en países donde estos no son una minoría. La libertad religiosa también está amenazada allí donde los creyentes ven reducida la posibilidad de expresar sus propias convicciones en el ámbito de la vida social, en nombre de una mala interpretación de la inclusión. La libertad religiosa, que no puede reducirse a la mera libertad de culto, es uno de los requisitos mínimos necesarios para vivir de manera digna y los gobiernos tienen el deber de protegerla y de garantizar a cada persona, de forma compatible con el bien común, la oportunidad de actuar según la propia conciencia también en el ámbito de la vida pública y en el ejercicio de la propia profesión.
La religión es una oportunidad efectiva de diálogo y de encuentro entre pueblos y culturas diversas, como testimonia la decisión del Parlamento de Timor Oriental que aprobó por unanimidad el Documento sobre la Fraternidad Humana que firmé con el Gran Imán de Al-Azhar en el año 2019, incluyéndolo en los programas de las instituciones educativas y culturales nacionales, y como pude experimentar personalmente en el viaje que hice a Kazajistán, el pasado mes de septiembre, con ocasión del VII Congreso de Líderes de Religiones Mundiales, con quienes compartí algunas preocupaciones de nuestro tiempo y experimenté cómo las religiones «no son un problema, sino parte de la solución para una convivencia más armoniosa»[11]. Igualmente significativa fue también la visita a Baréin, donde se pudo dar un nuevo paso entre creyentes cristianos y musulmanes.
Con frecuencia, se quieren atribuir a la religión los diversos conflictos que acompañan a la humanidad y a veces no faltan, efectivamente, los deplorables intentos por hacer un uso instrumental de la religión con finalidades meramente políticas. Sin embargo, esto es contrario a la perspectiva cristiana, que pone de manifiesto que la raíz de todo conflicto es el desequilibrio del corazón humano: «Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones» (Mc 7,21), como nos recuerda el Evangelio. El cristianismo exhorta a la paz, porque exhorta a la conversión y al ejercicio de la virtud.
Paz en la justicia
Construir la paz exige que se busque la justicia. La crisis de 1962 terminó gracias a la contribución de hombres de buena voluntad que supieron encontrar soluciones adecuadas para evitar que la tensión política degenerase en una auténtica guerra. Esto también fue posible gracias a la convicción de que las disputas podían resolverse en el ámbito del derecho internacional y por medio de esas organizaciones, principalmente las Naciones Unidas, surgidas después de la Segunda Guerra Mundial, que desarrollaron la diplomacia multilateral. San Juan XXIII recordó que:«el objetivo fundamental que se confió a la Organización de las Naciones Unidas es asegurar y consolidar la paz internacional, favorecer y desarrollar las relaciones de amistad entre los pueblos, basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple colaboración en todos los sectores de la actividad humana»[12].
El actual conflicto en Ucrania hizo más evidente la crisis que desde hace tiempo afecta al sistema multilateral, que necesita un replanteamiento profundo para poder responder adecuadamente a los desafíos de nuestro tiempo. Esto exige una reforma de los organismos que hacen posible su funcionamiento, para que sean realmente representativos de las necesidades y de las sensibilidades de todos los pueblos, evitando mecanismos que den mayor peso a algunos, en detrimento de otros. Por consiguiente, no se trata de construir bloques de alianzas, sino de crear oportunidades para que todos puedan dialogar.
Se puede hacer mucho bien juntos, basta con pensar en las loables iniciativas destinadas a reducir la pobreza, ayudar a los migrantes, contrarrestar el cambio climático, favorecer el desarme nuclear y ofrecer ayuda humanitaria. Sin embargo, en tiempos recientes, los diversos foros internacionales se caracterizaron por crecientes polarizaciones e intentos para que se imponga un pensamiento único, lo que impide el diálogo y margina a aquellos que piensan distinto. Existe el riesgo de una deriva, que asume cada vez más el rostro de un totalitarismo ideológico, que promueve la intolerancia respecto al que no adhiere a supuestas posiciones de “progreso”, que en realidad parecen conducir más bien a un retroceso general de la humanidad, al violar la libertad de pensamiento y de conciencia.
Asimismo, se emplean cada vez más recursos para imponer, especialmente en relación a los países más pobres, formas de colonización ideológica, creando, por otra parte, un nexo directo entre la concesión de ayudas económicas y la aceptación de tales ideologías. Eso ha agotado el debate interno de las Organizaciones internacionales, impidiendo intercambios fructuosos y propiciando a menudo la tentación de afrontar las cuestiones de manera autónoma y, en consecuencia, sobre la base de relaciones de fuerza.
Por otra parte, durante mi viaje a Canadá, el pasado mes de julio, pude palpar las consecuencias de la colonización, encontrándome de un modo especial con las poblaciones indígenas, que sufrieron por las políticas de asimilación del pasado. Allí donde se busca imponer a otras culturas formas de pensamiento que no les pertenecen, se abre el camino a duros enfrentamientos y, a veces, también a la violencia.
Es necesario volver al diálogo, a la escucha mutua y a la negociación, favoreciendo las responsabilidades compartidas y la cooperación en la búsqueda del bien común, bajo el signo de esa solidaridad que «surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común»[13]. Las exclusiones y los vetos recíprocos no llevan más que a alimentar mayores divisiones.
Paz en la solidaridad
En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Pazde este año, puse en evidencia cómo la pandemia de Covid-19 deja en herencia «la conciencia de que todos nos necesitamos»[14]. Los caminos de la paz son caminos de solidaridad, porque nadie puede salvarse solo. Vivimos en un mundo tan interconectado que el actuar de cada uno termina por repercutir en todos.
En esta sede, quisiera subrayar tres ámbitos, en los que emerge con particular fuerza la interconexión que une hoy a la humanidad y por los que es especialmente urgente una mayor solidaridad.
El primero es el de las migraciones, que afecta a regiones enteras de la tierra. Muchas veces se trata de personas que huyen de guerras y persecuciones, afrontando peligros inmensos. Por otra parte, «ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su residencia […], de emigrar a otros países y fijar allí su domicilio»[15] y debe tener la posibilidad de regresar a su propia tierra de origen.
La migración es una cuestión en la que no es admisible “proceder de forma desorganizada”. Para comprenderlo, es suficiente mirar el Mediterráneo, convertido en una gran tumba. Esas vidas truncadas son el emblema del naufragio de nuestra civilización, como tuve ocasión de recordar durante mi viaje a Malta la primavera pasada. En Europa, es urgente reforzar el marco normativo, por medio de la aprobación del Nuevo Pacto sobre Migración y Asilo, para que se puedan implementar políticas adecuadas que acojan, acompañen, promuevan e integren a los migrantes. Al mismo tiempo, la solidaridad exige que las necesarias operaciones de asistencia y cuidado de los náufragos no pesen totalmente sobre las poblaciones de los principales puntos de llegada.
El segundo ámbito abarca la economía y el trabajo. Las crisis que se sucedieron en los últimos años han puesto en evidencia los límites de un sistema económico que tiende más a crear beneficios para unos pocos que oportunidades de bienestar para muchos; una economía que tiende mayormente al dinero que a la producción de bienes útiles. Esto ha generado empresas más frágiles y mercados de trabajo altamente injustos. Es necesario dar dignidad a la empresa y al trabajo, combatiendo toda forma de explotación que termina por tratar a los trabajadores del mismo modo que una mercancía, puesto que «sin trabajo digno y bien remunerado los jóvenes no se convierten verdaderamente en adultos, [y] las desigualdades aumentan»[16].
El tercer ámbito es el cuidado de nuestra casa común. De forma continua se presentan ante nosotros los efectos del cambio climático y las graves consecuencias que esto tiene en la vida de poblaciones enteras, sea por las devastaciones que a veces producen, como sucedió en Pakistán en las áreas afectadas por las inundaciones, donde los focos de enfermedades transmitidas por el agua estancada siguen aumentando; sea en amplias zonas del océano Pacífico, donde el calentamiento global provoca daños innumerables en la pesca, fundamento de la vida cotidiana de pueblos enteros; sea en Somalia y en todo el Cuerno de África, donde la sequía está causando una grave carestía; sea en los Estados Unidos, donde en los últimos días las repentinas e intensas heladas han provocado numerosos muertos.
El verano pasado, la Santa Sede decidió acceder a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, intentando dar su apoyo moral a los esfuerzos de todos los estados por cooperar, conforme a sus responsabilidades y respectivas capacidades, con una respuesta eficaz y adecuada a los desafíos impuestos por el cambio climático. Se espera que los pasos que ha dado la COP27, con la adopción del Sharm el-Sheikh Implementation Plan, aunque limitados, puedan aumentar la toma de conciencia de toda la humanidad hacia una cuestión urgente que ya no puede ser evadida. Objetivos alentadores fueron acordados, sin embargo, durante la reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad (COP15), que se realizó en Montreal el mes pasado.
Paz en la libertad
Por último, construir la paz exige que no haya lugar para «la lesión de la libertad, de la integridad y de la seguridad de otras naciones, cualesquiera que sean su extensión territorial y su capacidad defensiva»[17]. Esto es posible si en cada comunidad no prevalece la cultura del abuso y la agresión, que lleva a mirar al prójimo como a un enemigo al que combatir más que a un hermano al que acoger y abrazar[18].
Es preocupante el debilitamiento, en muchas partes del mundo, de la democracia y de la posibilidad de libertad que esta consiente, aun con todos los límites de un sistema humano. Esto muchas veces lo pagan las mujeres y las minorías étnicas, así como los equilibrios de sociedades enteras donde el malestar conduce a tensiones sociales e incluso a conflictos armados.
En muchas zonas, un signo de debilitamiento de la democracia está marcado por las crecientes polarizaciones políticas y sociales, que no ayudan a resolver los problemas urgentes de los ciudadanos. Pienso en las numerosas crisis políticas en diversos países del continente americano, con su carga de tensiones y formas de violencia que agudizan los conflictos sociales. Pienso especialmente en lo que sucedió recientemente en Perú y, en estas últimas horas, en Brasil,y en la preocupante situación en Haití, donde finalmente se están dando algunos pasos para afrontar la crisis política que existe desde hace tiempo. Siempre es necesario superar las lógicas sesgadas y esforzarse por la edificación del bien común.
Además, sigo con atención la situación en el Líbano, donde todavía se aguarda la elección del nuevo Presidente de la República, y espero que todos los actores políticos se comprometan para que el país pueda recuperarse de la dramática situación económica y social en la que se encuentra.
Excelencias, señoras y señores:
Sería hermoso que alguna vez pudiéramos encontrarnos solamente para agradecer al Señor omnipotente por los beneficios que siempre nos concede, sin vernos obligados a enumerar las situaciones dramáticas que afligen a la humanidad. Como decía Juan XXIII:«Cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones y contactos institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales con que la naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad creciente que entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay que colocar el de que las relaciones individuales e internacionales obedezcan al amor y no al temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a una sincera y múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos bienes pueden derivarse para ellos»[19]. Con estos anhelos, renuevo, a ustedes y a los países que representan, mis mejores deseos para el año nuevo.
Gracias.
Francisco
Notas:
[1]Const. ap. Prædicate Evangelium (19 marzo 2022), art. 1.
[2] El 11 de abril de 1963. Cf. AAS 55 (1963), 257-304.
[3]Carta enc. Pacem in terris, 111.
[4]Ibíd., 110.
[5] Cf. ibíd., 80.
[6]Ibíd., 9.
[7]Ibíd., 11.
[8]Ibíd., 11.
[9]Ibíd., 141.
[10]Ibíd., 80.
[11]Discurso en la Sesión Plenaria del VII Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales,Nursultán (ahora Astaná), 14 septiembre 2022.
[12]Carta enc. Pacem in terris, 142.
[13] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 115.
[14]Mensaje para la LVI Jornada Mundial de la Paz (8 diciembre 2022), 3.
[15]Carta enc. Pacem in terris, 25.
[16]Discurso a los participantes en el encuentro “Economy of Francesco”, Asís, 24 septiembre 2022.
[17]Carta enc. Pacem in terris, 124. Cf. Pío XII, Radiomensaje navideño, 24 diciembre 1941.
[18] Cf. Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 22 marzo 2013.
[19]Carta enc. Pacem in terris, 129.
Queridos hermanos y hermanas:
1. El Señor nos da una vez más la gracia de celebrar el misterio de su nacimiento. Cada año, a los pies del Niño que está recostado en el pesebre (cf. Lc 2,12), se nos permite mirar nuestra vida a partir de esta luz especial. No es la luz de la gloria de este mundo, sino «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). La humildad del Hijo de Dios que viene en nuestra condición humana es para nosotros escuela de adhesión a la realidad. Así como Él elige la pobreza, que no es simplemente ausencia de bienes, sino esencialidad, del mismo modo cada uno de nosotros está llamado a volver a la esencialidad de la propia vida, para deshacerse de lo que es superfluo y que puede volverse un impedimento en el camino de santidad. Y este camino de santidad no se negocia.
2. Pero es importante tener claro que cuando se examina la propia existencia o el tiempo transcurrido, siempre es necesario tener como punto de partida la memoria del bien. En efecto, sólo cuando somos conscientes del bien que el Señor ha hecho por nosotros somos también capaces de dar un nombre al mal que hemos vivido o sufrido. Ser conscientes de nuestra pobreza sin serlo también del amor de Dios, nos aplastaría. En este sentido, la actitud interior a la que habríamos de dar más importancia es la gratitud.
El Evangelio, para explicarnos en qué consiste la gratitud, nos cuenta la historia de los diez leprosos que fueron curados por Jesús; pero sólo uno regresó para agradecer, un samaritano (cf. Lc 17,11-19). El acto de agradecer le da a este hombre, además de la curación física, la salvación total (cf. v. 19). El encuentro con el bien que Dios le ha concedido no se queda en la superficie, sino que toca el corazón. Es así: sin un ejercicio de gratitud constante sólo acabaremos por hacer la lista de nuestras caídas y opacaremos lo más importante, es decir, las gracias que el Señor nos concede cada día.
3. Muchas cosas sucedieron en este último año y, en primer lugar, queremos decir gracias al Señor por todos los beneficios que nos ha concedido. Pero entre todos estos beneficios esperamos que esté también nuestra conversión, que nunca es un discurso acabado. Lo peor que nos podría pasar es pensar que ya no necesitamos conversión, sea a nivel personal o comunitario.
Convertirse es aprender a tomar cada vez más en serio el mensaje del Evangelio e intentar ponerlo en práctica en nuestra vida. No se trata sencillamente de tomar distancia del mal, sino de poner en práctica todo el bien posible: esto es convertirse. Ante el Evangelio seguimos siendo siempre como niños que necesitan aprender. Creer que hemos aprendido todo nos hace caer en la soberbia espiritual.
Este año se celebraron los sesenta años de la apertura del Concilio Vaticano II. ¿Qué ha sido el acontecimiento del Concilio sino una gran ocasión de conversión para toda la Iglesia? A este respecto, dijo san Juan XXIII: «No es el Evangelio el que cambia, somos nosotros los que empezamos a comprenderlo mejor». La conversión que nos dio el Concilio es la oportunidad de comprender mejor el Evangelio, de hacerlo actual, vivo y operante en este momento histórico.
Tal como ha sucedido otras veces en la historia de la Iglesia, también en nuestra época, como comunidad de creyentes, nos hemos sentido llamados a la conversión. Y este itinerario no ha concluido en absoluto. La actual reflexión sobre la sinodalidad de la Iglesia nace precisamente de la convicción de que el itinerario de comprensión del mensaje de Cristo no tiene fin y continuamente nos desafía.
Lo contrario a la conversión es el fijismo, es decir, la convicción oculta de no necesitar ninguna comprensión mayor del Evangelio. Es el error de querer cristalizar el mensaje de Jesús en una única forma válida siempre. En cambio, la forma debe poder cambiar para que la sustancia siga siendo siempre la misma. La herejía verdadera no consiste sólo en predicar otro Evangelio (cf. Ga 1,9), como nos recuerda Pablo, sino también en dejar de traducirlo a los lenguajes y modos actuales, que es lo que precisamente hizo el Apóstol de las gentes. Conservar significa mantener vivo y no aprisionar el mensaje de Cristo.
4. Pero el verdadero problema, que tantas veces olvidamos, es que la conversión no sólo nos hace caer en la cuenta del mal para hacernos elegir el bien, sino que al mismo tiempo impulsa al mal a evolucionar, a volverse cada vez más insidioso, a enmascararse de manera nueva para que nos cueste reconocerlo. Es una verdadera lucha. El tentador vuelve siempre, y vuelve disfrazado.
Jesús en el Evangelio usa una comparación que nos ayuda a comprender esta situación, que está hecha de diversos momentos y modos: «Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes» (Lc 11,21-22). Nuestro primer gran problema es confiar demasiado en nosotros mismos, en nuestras estrategias, en nuestros programas. Es el espíritu pelagiano del que he hablado otras veces. Entonces algunos fracasos son una gracia, porque nos recuerdan que no tenemos que confiar en nosotros mismos, sino sólo en el Señor. Algunas caídas, también como Iglesia, son una gran llamada a volver a poner a Cristo en el centro; porque: «El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). Es así de simple.
Queridos hermanos y hermanas, denunciar el mal, aun el que se propaga entre nosotros, es demasiado poco. Lo que se debe hacer ante ello es optar por una conversión. La simple denuncia puede hacernos creer que hemos resuelto el problema, pero en realidad lo importante es hacer cambios, de manera que no nos dejemos aprisionar más por las lógicas del mal, que muy a menudo son lógicas mundanas. En este sentido, una de las virtudes más útiles que se ha de practicar es la de la vigilancia. Jesús describe la necesidad de esta atención sobre nosotros mismos y sobre la Iglesia -la necesidad de la vigilancia- por medio de un ejemplo eficaz: «Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’. Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio» (Lc 11,24-26). Nuestra primera conversión conlleva un cierto orden: el mal que hemos reconocido y tratado de extirpar de nuestra vida, efectivamente se aleja de nosotros; pero es ingenuo pensar que permanezca alejado por largo tiempo. En realidad, poco después se nos vuelve a presentar bajo una nueva apariencia. Si antes aparecía vulgar y violento, ahora en cambio se comporta de manera más elegante y educada. Entonces necesitamos reconocerlo y desenmascararlo una vez más. Permítanme la expresión: son los “demonios educados”, entran con educación, sin que uno se dé cuenta. Sólo la práctica cotidiana del examen de conciencia puede hacer que nos demos cuenta. Por eso se ve la importancia del examen de conciencia, para vigilar la casa.
En el siglo XVII -por ejemplo- aconteció el famoso caso de las monjas de Port Royal. Una de sus abadesas, Madre Angélica, había comenzado bien; se había reformado “carismáticamente” a sí misma y al monasterio, expulsando de la clausura incluso a los progenitores. Era una mujer llena de cualidades, nacida para gobernar, pero después se volvió el alma de la resistencia jansenista, mostrando una cerrazón intransigente incluso ante la autoridad eclesiástica. De ella y de sus monjas se decía: “Puras como ángeles, soberbias como demonios”. Habían expulsado al demonio, pero más tarde volvió siete veces más fuerte y, bajo apariencia de austeridad y rigor, había llevado consigo la rigidez y la presunción de ser mejores que los demás. Siempre vuelve; el demonio, aunque lo eches fuera, vuelve; disfrazado, pero vuelve. ¡Estemos atentos!
5. Jesús, en el Evangelio, cuenta muchas parábolas dirigidas sobre todo a biempensantes, a escribas y fariseos, con el intento de poner de manifiesto el engaño de creerse justos y despreciar a los demás (cf. Lc 18,9). Por ejemplo, en las llamadas parábolas de la misericordia (cf. Lc 15), Él narra no sólo las historias de la oveja perdida y del hijo menor de aquel pobre padre —que es tratado como un muerto precisamente por ese hijo—, que nos recuerdan que el primer modo de pecar es irse, perderse, hacer cosas evidentemente equivocadas; pero en esas parábolas habla también de la dracma perdida y del hijo mayor. La comparación es eficaz: uno se puede perder incluso en casa, como en el caso de la moneda de esa mujer; y se puede vivir infeliz aun permaneciendo formalmente en el sitio del propio deber, como le sucede al hijo mayor del padre misericordioso. Si, para quien se va, es fácil darse cuenta de la distancia, para quien se queda en casa es difícil percatarse del infierno que se vive por la convicción de ser solamente víctimas, tratados injustamente por la autoridad constituida y, en último análisis, por Dios mismo. ¡Y cuántas veces nos sucede esto aquí, en casa!
Queridos hermanos y hermanas, a todos nosotros nos habrá pasado que nos hemos perdido como esa oveja o nos hemos alejado de Dios como el hijo menor. Son pecados que nos han humillado, y precisamente por esto, por gracia de Dios, logramos afrontarlos a cara descubierta. Pero la mayor atención que debemos prestar en este momento de nuestra existencia es al hecho de que formalmente nuestra vida actual transcurre en casa, tras los muros de la institución, al servicio de la Santa Sede, en el corazón del cuerpo eclesial; y justamente por esto podríamos caer en la tentación de pensar que estamos seguros, que somos mejores, que ya no nos tenemos que convertir.
Nosotros corremos mayor peligro que todos los demás, porque nos asecha el “demonio educado”, que no llega haciendo ruido sino trayendo flores. Perdónenme, hermanos y hermanas, si a veces digo cosas que pueden sonar duras y fuertes, no es porque no crea en el valor de la dulzura y de la ternura, sino porque es bueno reservar las caricias para los cansados y los oprimidos, y encontrar la valentía de “afligir a los consolados”, como le gustaba decir al siervo de Dios don Tonino Bello, porque a veces su consolación es sólo el engaño del demonio y no un don del Espíritu.
6. Finalmente, quisiera reservar una última palabra al tema de la paz. Entre los títulos que el profeta Isaías atribuye al Mesías está el de «Príncipe de la paz» (9,5). Nunca como ahora hemos sentido un gran deseo de paz. Pienso en la martirizada Ucrania, pero también en tantos conflictos que están teniendo lugar en diversas partes del mundo. La guerra y la violencia son siempre un fracaso. La religión no debe prestarse a alimentar conflictos. El Evangelio es siempre Evangelio de paz, y en nombre de ningún Dios se puede declarar “santa” una guerra.
Allí donde reina la muerte, la división, el conflicto, el dolor inocente, nosotros no podemos más que reconocer a Jesús crucificado. Y en este momento quisiera que nuestro pensamiento se dirigiera precisamente a los que sufren. Vienen en nuestra ayuda las palabras de Dietrich Bonhoeffer, que en la cárcel donde estaba prisionero escribía: «Desde el punto de vista cristiano, unas navidades pasadas en la celda de una prisión no plantean ningún problema especial. En esta casa habrá posiblemente muchos que celebren unas navidades más auténticas y llenas de sentido que allí donde sólo se conserva el nombre de fiesta. El que la miseria, el sufrimiento, la pobreza, la soledad, el desamparo y la culpa tienen un significado muy diferente ante los ojos de Dios que en el juicio de los hombres; el que Dios se vuelve precisamente hacia el lugar de donde acostumbra a apartarse el hombre; el que Cristo nació en un establo, porque no hubo sitio para él en la hospedería, esto lo comprende un preso mucho mejor que cualquier otra persona, y para él significa una auténtica buena nueva» (Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 2001, 122).
7. Queridos hermanos y hermanas, la cultura de la paz no sólo se construye entre los pueblos y las naciones, sino que comienza en el corazón de cada uno de nosotros. Mientras sufrimos por los estragos que causan las guerras y la violencia, podemos y debemos dar nuestra contribución en favor de la paz tratando de extirpar de nuestro corazón toda raíz de odio y resentimiento respecto a los hermanos y las hermanas que viven junto a nosotros. En la Carta a los Efesios leemos estas palabras, que encontramos también en la oración de Completas: «Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo» (4,31-32). Podemos preguntarnos: ¿cuánta amargura hay en nuestro corazón? ¿Qué es lo que la alimenta? ¿Qué es lo que causa la ira que muy a menudo crea distancias entre nosotros y alimenta rabia y resentimiento? ¿Por qué los insultos, en cualquiera de sus formas, se vuelven el único modo que tenemos para hablar de la realidad?
Si es verdad que queremos que el clamor de la guerra cese dando lugar a la paz, entonces que cada uno comience desde sí mismo. San Pablo nos dice claramente que la benevolencia, la misericordia y el perdón son la medicina que tenemos para construir la paz.
La benevolencia es elegir siempre la modalidad del bien para relacionarnos entre nosotros. No existe sólo la violencia de las armas; existe la violencia verbal, la violencia psicológica, la violencia del abuso de poder, la violencia escondida de las habladurías, que hacen tanto daño y destruyen tanto. Ante el Príncipe de la Paz, que viene al mundo, depongamos toda arma de cualquier tipo. Que ninguno saque provecho de la propia posición o del propio rol para mortificar al otro.
La misericordia también es aceptar que el otro pueda tener sus límites. Incluso en este caso, es justo admitir que personas e instituciones, precisamente porque son humanas, son también limitadas. Una Iglesia pura para los puros es sólo la repetición de la herejía cátara. Si no fuera así, el Evangelio, y la Biblia en general, no nos hubieran narrado los límites y los defectos de muchos de aquellos que hoy nosotros reconocemos como santos.
Por último, el perdón significa conceder siempre otra oportunidad, es decir, comprender que uno se hace santo a base de intentos. Dios hace así con cada uno de nosotros, nos perdona siempre, vuelve a ponernos siempre en pie y nos da aún otra oportunidad. Entre nosotros debe ser así. Hermanos y hermanas, Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Toda guerra, para que se extinga, necesita del perdón. De lo contrario, la justicia se convierte en venganza, y el amor sólo se reconoce como una forma de debilidad.
Dios se hizo niño, y este niño, al hacerse grande, se dejó clavar en la cruz. No hay algo más débil que un hombre crucificado y, sin embargo, en esa debilidad se manifestó la omnipotencia de Dios. En el perdón obra siempre la omnipotencia de Dios. Que la gratitud, la conversión y la paz sean entonces los dones de esta Navidad.
¡Les deseo a todos una feliz Navidad! Y una vez más les pido que no se olviden de rezar por mí. ¡Gracias!
Francisco
Estimado Señor Cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
¡Buenos días!
Me es grato saludarlos a todos ustedes, participantes en el Curso para Rectores y Formadores de Seminarios Latinoamericanos, venidos de casi todos los países del Continente y del Caribe. Extiendo mi saludo a los colaboradores del Dicasterio para el Clero, el cual ha organizado el curso.
Toda la formación sacerdotal, particularmente la de los futuros pastores, está en el corazón de la evangelización, pues en las próximas décadas ellos, respondiendo a una genuina vocación específica, animarán y conducirán al santo Pueblo de Dios, para que sea “en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”. ¡Cuán necesaria es una formación de calidad para los que serán presencia sacramental del Señor en medio de su rebaño, alimentándolo y sanándolo con la Palabra y con los Sacramentos!
En este sentido, quisiera subrayar que la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis “El don de la vocación presbiteral” conserva el gran aporte hecho por la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, que este año conmemora el 30 aniversario de su publicación por san Juan Pablo II, tras la VIII Asamblea General Ordinaria de Obispos, que trató “La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales”. Esta ofrece de manera explícita una visión antropológica integral, que tiene en cuenta simultánea y equilibradamente las cuatro dimensiones presentes en la persona del seminarista: humana, intelectual, espiritual y pastoral. Por otro lado, la misma Ratio fundamentalis reafirma la perspectiva de mi apreciado predecesor el Papa Benedicto XVI, quien con el motu proprioMinistrorum institutio ha puesto en evidencia que la formación de los seminaristas prosigue, naturalmente, en la formación permanente de los sacerdotes, constituyendo ambas una sola realidad.
Por otra parte, quisiera destacar que uno de los grandes aportes de la actual Ratio fundamentalis es que describe el proceso formativo de los sacerdotes, desde los años del Seminario, a partir de cuatro notas características de la formación, que es presentada como única, integral, comunitaria y misionera.
Al respecto, deseo detenerme para enfatizar que la formación sacerdotal «tiene un carácter eminentemente comunitario desde su mismo origen. La vocación al presbiterado, de hecho, es un don de Dios a la Iglesia y al mundo, es una vía para santificarse y santificar a los demás, que no se recorre de manera individual, sino teniendo siempre como referencia una porción concreta del Pueblo de Dios» (RFIS, Introducción 3).
En este contexto, me permito hacerles notar que uno de los desafíos más relevantes que hoy enfrentan las casas de formación sacerdotal es que ellas sean verdaderas comunidades cristianas, lo que implica no sólo un proyecto formativo coherente, sino también un número adecuado de seminaristas y formadores que asegure una experiencia realmente comunitaria en todas las dimensiones de la formación. Este desafío exige en no pocas ocasiones empeñarse en crear o consolidar Seminarios interdiocesanos, provinciales o regionales. Se trata de una tarea que los Obispos deben asumir sinodalmente, especialmente a nivel de las Conferencias Episcopales regionales o nacionales, en la cual ustedes están llamados a colaborar con lealtad y proactividad.
Para ello, queridos sacerdotes formadores, es necesario dejar inercias y protagonismos e iniciar a soñar juntos, no añorando el pasado, no solos, sino unidos y abiertos a lo que el Señor hoy desea como formación para las próximas generaciones de presbíteros inspirados por las actuales orientaciones de la Iglesia.
Me alegro que, durante estos días, ustedes estén reflexionando sobre distintos aspectos de la formación inicial, deteniéndose en la dimensión humana y cómo esta se integra a las otras dimensiones, a saber, espiritual, intelectual y pastoral.
En efecto, en el seno de la comunidad cristiana el Señor llama a algunos de sus discípulos a ser sacerdotes, esto es, elige a algunas ovejas de su rebaño y les invita a ser pastores de sus hermanos y hermanas. No debemos olvidar que los sacerdotes hemos sido “sacados de entre los hombres… para intervenir en favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios” (cf. Hb 5,1). Somos “con-discípulos” de los demás fieles cristianos y, por lo mismo, compartimos las mismas necesidades humanas y espirituales, como también estamos sujetos a las mismas fragilidades, límites y errores.
En los seminaristas, como en cada uno de nosotros, interactúan y coexisten dos aspectos que deben integrarse recíprocamente, los dones de la gracia y los rasgos de la naturaleza herida; el servicio que ustedes han de desempeñar es precisamente el unir ambas realidades en un camino de fe y maduración integral (cf. RFIS, 28).
Es necesario estar atentos, ya que su misión no es formar “súper hombres” que pretendan saber y controlar todo y ser autosuficientes, sino lo contrario, es formar hombres que con humildad sigan el proceso elegido por el Hijo de Dios, que es el camino de la encarnación.
Sí, en virtud de la Encarnación del Hijo de Dios encontramos en nuestro Maestro, Dios y hombre verdadero, no sólo ejemplos de humanidad renovada a imitar, sino también la posibilidad de entrar en comunión vital con Él, desde la cual nuestra existencia es sanada y elevada a una humanidad nueva. El Señor hace posible que lo imitemos y sigamos sus huellas, porque nos comunica el don de su gracia, que es capaz de transformar todo lo que somos: “alma, cuerpo y espíritu” (cf. 1 Ts 5,23), según su plan de plenitud para cada uno de nosotros.
La dimensión humana de la formación sacerdotal, por tanto, no es una mera escuela de virtudes, de crecimiento de la propia personalidad o de desarrollo personal, implica, principalmente, una maduración integral de la persona potenciada por la gracia de Dios que, aun suponiendo los condicionamientos biológicos, psicológicos y sociales de cada uno, es capaz de transformarlos y elevarlos, sobre todo cuando la persona y las comunidades se esfuerzan en colaborar con ella de modo transparente y veraz. En definitiva, las motivaciones vocacionales auténticas, esto es, el seguimiento del Señor y la instauración del Reino de Dios están a la base de un proceso que es a la vez humano y espiritual.
En este sentido, una de las tareas más relevantes en el proceso formativo de un sacerdote es la gradual lectura creyente de la propia historia. Esta visión providencial del propio camino es la materia principal del discernimiento personal y eclesial de la propia vocación. En efecto, cada seminarista, primero, y cada sacerdote después, con acentos y matices distintos debe ir actualizándola constantemente, especialmente en las coyunturas más significativas del propio camino sacerdotal (cf. RFIS, 59 y 69). El contraste con quienes lo acompañan en este proceso, tanto en el fuero interno como en el fuero externo, le permitirá vencer cualquier tentación de autoengaño subjetivista y abrirán la valoración a perspectivas muchos más amplias y objetivas.
Debemos ser conscientes también del impacto formativo que la vida y ministerio de los formadores tiene en los seminaristas. Los formadores educan con su vida, más que con sus palabras.
Por cierto, una sana maduración humana coherente con la consolidación de la propia vocación y misión, que incluye la normal superación de dificultades y períodos de crisis, permite al sacerdote formador renovar constantemente la base sobre la que se sustenta su configuración con Cristo, Siervo y Buen Pastor, y, además, le confieren la herramienta más eficaz para el ejercicio de su servicio en el Seminario, tanto con los candidatos en relación a su proceso de discernimiento, como respecto de los demás formadores del equipo formativo y los otros agentes de la formación. En efecto, la armonía humana y espiritual de los formadores, particularmente del Rector del Seminario, es una de las mediaciones más importantes en el acompañamiento formativo.
Uno de los indicadores de maduración humana y espiritual es el desarrollo y la consolidación de la capacidad de escucha y del arte del diálogo, que naturalmente están anclados en una vida de oración, donde el sacerdote cotidianamente entra en diálogo con el Señor, incluso en momentos de aridez o de confusión. Para el servicio que un presbítero presta a sus hermanas y hermanos, en particular para la labor de un formador, la disposición a escuchar y a empatizar con los demás más que un instrumento de evangelización, es precisamente el ambiente donde esta germina, florece y da frutos.
En síntesis, la vida del formador, su constante crecimiento humano y espiritual como discípulo-misionero de Cristo y como sacerdote, sostenido y promovido por la gracia de Dios, es sin duda el factor fundamental de que dispone para dar eficacia a su servicio a los seminaristas y a otros sacerdotes en su configuración con Cristo, Siervo y Buen Pastor. De hecho, su propia vida testifica aquello que sus palabras y gestos intentan trasmitir en el diálogo e interacción con sus interlocutores en la formación.
Queridos sacerdotes, soy consciente de que el servicio que prestan a la Iglesia no es simple y no pocas veces desafía la propia humanidad, porque el formador tiene un corazón cien por ciento humano y que no pocas veces puede sentir frustración, cansancio, rabia e impotencia, de ahí la importancia de recurrir cada día a Jesús, ponerse de rodillas y ante su presencia aprender de Él que es manso y humilde de corazón, de modo que poco a poco nuestro corazón aprenda a latir al ritmo del corazón del Maestro.
Las páginas del Evangelio, sobre todo aquellas que narran pinceladas de la vida de Jesús con sus discípulos, nos permiten ver cómo Jesús sabía hacerse presente y ausente, sabía el momento de corregir y el momento para elogiar, el momento de acompañar y la ocasión para enviar y dejar que los apóstoles afrontaran el reto misionero. Es en medio de estas que podríamos llamar “intervenciones formativas” de Cristo que Pedro, Andrés, Santiago, Juan y el resto de los llamados, se fueron convirtiendo en verdaderos discípulos y configurando su corazón, poco a poco, con el del Señor.
Hace un momento destacaba el rol formativo del Rector del Seminario respecto de sus hermanos del equipo formativo y en la corresponsabilidad de todos ellos en la propia formación sacerdotal. El Rector debe manifestar una preocupación constante por cada uno de los formadores, manteniendo un diálogo abierto y sincero respecto de su vida y servicio, sin descuidar de hacerse eco de aquellos aspectos más personales de los que muchas veces depende la superación de los problemas que pueden surgir al interno del equipo formativo. Tengan presente que los formadores son para el Rector del Seminario sus hermanos más próximos, hacia los cuales debe estar dirigido de modo privilegiado el ejercicio de la caridad pastoral.
Por otra parte, la formación sacerdotal tiene por medio privilegiado el acompañamiento formativo y espiritual de todos y cada uno de los formadores del Seminario respecto de todos y cada uno de los seminaristas, de modo de asegurar que ellos tengan una amplia y variada ayuda de parte de la comunidad de formadores, sin exclusivismos o particularismos, pudiendo ser apoyados por sacerdotes de diferentes edades y sensibilidades distintas, según las competencias específicas de cada uno de ellos, a fin de que cada futuro pastor pueda ir discerniendo y consolidando no sólo una genuina vocación al presbiterado, sino también el modo personal e irrepetible que el Señor ha trazado para que lo viva y ejerza.
Contribuyen con el acompañamiento formativo otras personas que ayudan a los seminaristas en su crecimiento humano y espiritual. Cabe señalar a los agentes responsables de las experiencias pastorales que desarrollan a lo largo de la formación inicial, de modo particular los párrocos, como así mismo los especialistas que son llamados a colaborar cuando es necesario (cf. RFIS, 145-147).
Queridos formadores, vuelvo a expresarles la gratitud de la Iglesia por dedicar su vida y ministerio a los futuros pastores, que serán sus hermanos en el Presbiterio y que, unidos y bajo la guía del Obispo, tirarán las redes del Evangelio como auténticos pescadores de hombres. Que María Santísima, Madre de los sacerdotes, los anime y cuide en su misión.
Buenas tardes y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias.
Francisco
Queridos hermanos y hermanas:
Quiero expresarles mi felicitación y mejores deseos por el sexagésimo aniversario de la Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino (Fasta). Agradezco al padre César Garcés, presidente de Fasta, por sus amables palabras. Ante el reciente fallecimiento de fray Aníbal Fosbery, que los fundó en 1962 con un gran deseo de contribuir a la aplicación de las enseñanzas que brotaban del Concilio Vaticano II, sólo podemos dar gracias a Dios, con humildad, por los buenos frutos que el Espíritu ha suscitado en su persona y su ministerio con esta obra de apostolado.
Una de las novedades del Concilio fue la de tomar conciencia de los derechos y deberes de los laicos en relación a la misión evangelizadora que también ellos poseen, por ser hijos e hijas de Dios gracias al bautismo. En los fieles laicos recae la importante responsabilidad de llevar la luz del Evangelio a las realidades temporales, en comunión con los pastores de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana (cf. Decr. Apostolicam Actuositatem 7).
Es siempre sorprendente ver cómo el Espíritu Santo se abre camino en cada realidad del ser humano a través de los talentos que inspira en los discípulos de Jesús. Y hoy, vemos cómo su Fraternidad ha acogido el mensaje conciliar y ha puesto en marcha diversos proyectos para la evangelización de la cultura, la juventud y la familia, creando una gran variedad de instituciones educativas, como colegios, universidades, y residencias universitarias en diferentes partes del mundo. Asimismo, la Fraternidad Santo Tomás de Aquino para sacerdotes y la Fraternidad Apostólica Santa Catalina de Siena para consagradas es un valioso servicio para hacer madurar los carismas de enseñanza en todos los fieles, incluidos aquellos que se han consagrado al Señor.
El contexto histórico en el que vivió su santo patrono, Tomás de Aquino, tuvo también sus retos. En aquella época -el siglo XIII-, se estaban redescubriendo en Occidente los escritos del filósofo griego Aristóteles. Algunos mostraban resistencia en estudiar sus obras, pues temían que su pensamiento pagano estuviera en oposición a la fe cristiana. Sin embargo, santo Tomás descubrió que gran parte de las obras de Aristóteles estaban en consonancia con la Revelación cristiana. Es decir, santo Tomás fue capaz de mostrar que entre fe y razón hay una armonía natural. Al darnos cuenta de esta riqueza, que es esencial para superar fundamentalismos, fanatismos e ideologías, se abre un camino amplio para hacer llegar a las diversas culturas el mensaje de la Buena Nueva siempre con propuestas que son compatibles con la inteligencia del ser humano y respetuosas de la identidad de cada pueblo.
Otro testimonio que nos ha dejado santo Tomás fue su profunda relación con Dios, que se manifiesta, por ejemplo, en la adoración a Jesús en su presencia real en la Eucaristía. Sabemos que él fue el autor de hermosos himnos eucarísticos usados hasta el día de hoy en la Liturgia de la Iglesia. Su espiritualidad le ayudaba a descubrir el misterio de Dios, mientras que sus talentos hacían posible que lo plasmara por escrito. Esto es un dato importante: para desentrañar la presencia del Señor en el mundo, en los acontecimientos, es necesario orar, tener el corazón unido al de Jesús en el sagrario. Así nuestro espíritu se alimenta, se fortalece, las potencias humanas, como la inteligencia, se perfeccionan, y somos capaces de ver de un modo trascendente cada situación, incluso aquellas que ante la lógica humana solamente pueden presentar un panorama desalentador. Precisamente, la fe y la razón, cuando caminan de la mano, son capaces de potenciar la cultura del ser humano, impregnar de sentido el mundo, y construir sociedades más humanas, más fraternas, y por consecuencia, más llenas de Dios.
En la Exhort. apost. Evangelii Gaudium comentaba que hay nuevas culturas en el mundo en las que el cristiano «ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad» (n. 73). El reto evangelizador que comparten como asociación, sobre todo en el ámbito de las ciudades plurales, multiculturales y multirreligiosas, implica de su parte una gran humildad para saber aproximarse a todos sin hacer exclusiones, incluso a los que no comparten nuestra fe o nuestros valores. Y ahí, entrar en diálogo con las personas, con sus sueños, sus historias, sus heridas y sus fatigas, pues todo lo que es humano es digno de ser abrazado por el amor y la misericordia de Dios.
En la vivencia de su carisma, que realizan concretamente por medio de la educación, es importante que recuerden que enseñar es justamente una de las obras de misericordia espirituales. La educación ofrece un sentido, una narrativa a cada elemento de la vida del ser humano. No se agota en compartir conocimientos o en desarrollar habilidades, sino que, como lo manifiesta su etimología, ayuda a sacar lo mejor de cada persona, a pulir el diamante que el Señor ha puesto en cada uno. La educación contribuye a que dicho diamante deje pasar la Luz, que es Cristo (cf. Jn 8,12), y que así brille en medio del mundo. Pero recordemos también las palabras que Jesús nos dirige en el evangelio de Mateo: «Ustedes son la luz del mundo […] no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en casa» (Mt 5,14-15). Es decir, el Señor nos hace partícipes de su luz, de su misma naturaleza, y por eso cada uno de sus discípulos y discípulas ilumina el mundo, ahuyentando las tinieblas y transformando la realidad.
Quisiera terminar mi mensaje, encomendándolos a la protección de nuestra Madre Santísima. Fray Aníbal eligió una fiesta mariana para fundar la Fraternidad. Recuerden siempre que sus labores apostólicas tienen también una dimensión maternal. Y María nos enseña a ser evangelizadores de la cultura, de los jóvenes y de las familias llevando la ternura divina. Que nuestro Señor Jesucristo, Luz del mundo, haga multiplicar los buenos frutos que esta obra realiza en la sociedad, para el bien de toda la familia humana. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Francisco
Excelencias, señoras y señores:
Ayer concluyó el tiempo litúrgico de Navidad, período privilegiado para cultivar las relaciones familiares, que a veces nos encuentran distraídos y alejados, ocupados –como frecuentemente estamos durante el año– en muchos otros compromisos. Hoy queremos continuar con ese espíritu, volviéndonos a reunir como una gran familia, que se encuentra y dialoga. En definitiva, este es el objetivo de la diplomacia: ayudar a dejar a un lado los desacuerdos de la convivencia humana, favorecer la concordia y experimentar cómo, cuando superamos las arenas movedizas de los conflictos, podemos redescubrir el sentido de la profunda unidad de la realidad[1].
Les agradezco de modo especial que hayan querido tomar parte el día de hoy en nuestro “encuentro de familia” anual, ocasión propicia para formularnos recíprocamente nuestros mejores deseos para el año nuevo y para considerar juntos las luces y sombras de nuestro tiempo. Expreso un agradecimiento particular al Decano, Su Excelencia el señor George Poulides, Embajador de Chipre, por la amabilidad de las palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo diplomático. Por medio de ustedes, también deseo hacer llegar mi saludo y mi afecto a los pueblos que representan.
Vuestra presencia siempre es un signo tangible de la atención que vuestros países tienen para con la Santa Sede y por su papel en la comunidad internacional. Muchos de ustedes llegaron de otras capitales para este evento, uniéndose así al nutrido grupo de los embajadores residentes en Roma, al que en breve también se agregará el de la Confederación Suiza.
Queridos embajadores:
En estos días vemos cómo la lucha contra la pandemia requiere aún un notable esfuerzo por parte de todos y cómo también el nuevo año se presenta desafiante. El coronavirus sigue creando aislamiento social y cosechando víctimas y, entre los que han perdido la vida, quisiera recordar al recientemente fallecido Mons. Aldo Giordano, Nuncio Apostólico muy conocido y estimado en el seno de la comunidad diplomática. Al mismo tiempo, hemos podido constatar que en los lugares donde se ha llevado adelante una campaña de vacunación eficaz, ha disminuido el riesgo de un avance grave de la enfermedad.
Por lo tanto, es importante que se continúen los esfuerzos para inmunizar a la población lo más que se pueda. Esto requiere un múltiple compromiso a nivel personal, político y de la comunidad internacional en su conjunto. En primer lugar, a nivel personal. Todos tenemos la responsabilidad de cuidar de nosotros mismos y de nuestra salud, lo que se traduce también en el respeto por la salud de quien está cerca de nosotros. El cuidado de la salud constituye una obligación moral. Lamentablemente, cada vez más constatamos cómo vivimos en un mundo de fuertes contrastes ideológicos. Muchas veces nos dejamos influenciar por la ideología del momento, a menudo basada en noticias sin fundamento o en hechos poco documentados. Toda afirmación ideológica cercena los vínculos que la razón humana tiene con la realidad objetiva de las cosas. En cambio, la pandemia nos impone una suerte de “cura de realidad”, que requiere afrontar el problema y adoptar los remedios adecuados para resolverlo. Las vacunas no son instrumentos mágicos de curación, sino que representan ciertamente, junto con los tratamientos que se están desarrollando, la solución más razonable para la prevención de la enfermedad.
Por otra parte, la política debe comprometerse a buscar el bien de la población por medio de decisiones de prevención e inmunización, que interpelen también a los ciudadanos para que puedan sentirse partícipes y responsables, por medio de una comunicación transparente de las problemáticas y de las medidas idóneas para afrontarlas. La falta de firmeza decisional y de claridad comunicativa genera confusión, crea desconfianza y amenaza la cohesión social, alimentando nuevas tensiones. Se instaura un “relativismo social” que hiere la armonía y la unidad.
Por último, es necesario un compromiso global de la comunidad internacional, para que toda la población mundial pueda acceder de la misma manera a los tratamientos médicos esenciales y a las vacunas. Lamentablemente, se constata con dolor que, en extensas zonas del mundo, el acceso universal a la asistencia sanitaria sigue siendo un espejismo. En un momento tan grave para toda la humanidad, reitero mi llamamiento para que los gobiernos y los entes privados implicados muestren sentido de responsabilidad, elaborando una respuesta coordinada a todos los niveles (local, nacional, regional y global), mediante nuevos modelos de solidaridad e instrumentos aptos para reforzar las capacidades de los países más necesitados. Me permito exhortar, en particular, a los estados que se están esforzando por establecer un instrumento internacional sobre la preparación y la respuesta a las pandemias, bajo el patrocinio de la Organización Mundial de la Salud, para que adopten una política de desinteresada ayuda mutua, como principio clave para que el acceso a instrumentos diagnósticos, vacunas y fármacos esté garantizado a todos. Asimismo, sería conveniente que instituciones como la Organización Mundial del Comercio y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual adecuen sus propios instrumentos jurídicos, para que las reglas monopólicas no constituyan ulteriores obstáculos a la producción y a un acceso organizado y coherente a los tratamientos a nivel mundial.
Queridos embajadores:
El año pasado, gracias también a la flexibilización de las restricciones dispuestas en el 2020, tuve ocasión de recibir a muchos jefes de estado y de gobierno, además de diversas autoridades civiles y religiosas.
Entre los múltiples encuentros, quisiera mencionar aquí la jornada del pasado 1 de julio, dedicada a la reflexión y a la oración por el Líbano. Al querido pueblo libanés, azotado por una crisis económica y política difícil de remediar, deseo renovar hoy mi cercanía y mi oración, mientras espero que las reformas necesarias y el apoyo de la comunidad internacional ayuden al país a permanecer firme en su identidad como modelo de coexistencia pacífica y de fraternidad entre las diversas religiones ahí presentes.
Durante el año 2021, también pude reanudar los viajes apostólicos. En el mes de marzo tuve la alegría de visitar Irak. Quiso la Providencia que esto sucediera como un signo de esperanza después de años de guerra y terrorismo. El pueblo iraquí tiene derecho a recuperar la dignidad que le pertenece y a vivir en paz. Sus raíces religiosas y culturales son milenarias: Mesopotamia es cuna de civilización; fue de allí de donde Dios llamó a Abrahán para dar inicio a la historia de la salvación.
Después, en septiembre, visité Budapest para la clausura del Congreso Eucarístico Internacional; y, luego, Eslovaquia. Fue una oportunidad de encuentro con los fieles católicos y de otras confesiones cristianas, como también de diálogo con los judíos. Del mismo modo, el viaje a Chipre y Grecia, del que conservo vivos recuerdos, me permitió profundizar los vínculos con los hermanos ortodoxos y experimentar la fraternidad entre las diversas confesiones cristianas.
Una parte conmovedora de este viaje tuvo lugar en la isla de Lesbos, donde pude constatar la generosidad de quienes trabajan para brindar acogida y ayuda a los migrantes, pero sobre todo vi los rostros de muchos niños y adultos alojados en los centros de acogida. En sus ojos está el cansancio del viaje, el miedo a un futuro incierto, el dolor por los propios seres queridos que dejaron atrás y la nostalgia de la patria que se vieron obligados a abandonar. Ante estos rostros no podemos permanecer indiferentes ni quedarnos atrincherados detrás de muros y alambres espinados, con el pretexto de defender la seguridad o un estilo de vida. Esto no se puede.
Por eso, agradezco a todos aquellos, personas y gobiernos, que se esfuerzan por garantizar acogida y protección a los migrantes, haciéndose cargo también de su promoción humana y de su integración en los países que los han acogido. Soy consciente de las dificultades que algunos estados encuentran frente a flujos ingentes de personas. A nadie se le puede pedir lo que no puede hacer, pero hay una clara diferencia entre acoger, aunque sea limitadamente, y rechazar totalmente.
Es necesario vencer la indiferencia y rechazar la idea de que los migrantes sean un problema de los demás. El resultado de semejante planteamiento se ve en la deshumanización misma de los migrantes, concentrados en los centros de registro e identificación —hotspot—, donde acaban siendo presa fácil de la delincuencia y de los traficantes de seres humanos, o por intentar desesperados planes de fuga que a veces culminan con la muerte. Lamentablemente, también es preciso destacar que los mismos migrantes a menudo son transformados en armas de coacción política, en una especie de “artículo de negociación”, que despoja a las personas de su dignidad.
En esta sede, deseo renovar mi gratitud a las autoridades italianas, gracias a las cuales algunas personas pudieron venir conmigo a Roma desde Chipre y Grecia. Se trató de un gesto sencillo pero significativo. Al pueblo italiano, que sufrió mucho al comienzo de la pandemia, pero que también ha demostrado alentadores signos de recuperación, dirijo mis mejores votos, para que mantenga siempre el espíritu de apertura generosa y solidaria que lo distingue.
Al mismo tiempo, considero de fundamental importancia que la Unión Europea encuentre su cohesión interna en la gestión de las migraciones, como la ha sabido encontrar para hacer frente a las consecuencias de la pandemia. Es necesario, en efecto, dar vida a un sistema coherente e integral de gestión de las políticas migratorias y de asilo, de modo que se compartan las responsabilidades en la recepción de migrantes, la revisión de las solicitudes de asilo, la redistribución e integración de cuantos puedan ser acogidos. La capacidad de negociar y encontrar soluciones compartidas es uno de los puntos de fuerza de la Unión Europea y constituye un modelo válido para afrontar con visión los retos globales que nos esperan.
Las migraciones, sin embargo, no conciernen sólo a Europa, aunque se vea especialmente afectada por los flujos provenientes de África y Asia. En estos años hemos asistido, entre otras cosas, al éxodo de los prófugos sirios, al que se han agregado en los últimos meses los que huyeron de Afganistán. Tampoco debemos olvidar los éxodos masivos que afectan al continente americano y que crean presión en la frontera entre México y Estados Unidos de América. Muchos de esos migrantes son haitianos que huyen de las tragedias que han golpeado su país en estos años.
La cuestión migratoria, como también la pandemia y el cambio climático, muestran claramente que nadie se puede salvar por sí mismo, es decir, que los grandes desafíos de nuestro tiempo son todos globales. Por eso, es preocupante constatar que, frente a una mayor interconexión de los problemas, vaya creciendo una mayor fragmentación de las soluciones. Con frecuencia se observa una falta de voluntad de querer abrir ventanas de diálogo y señales de fraternidad, y esto termina por alimentar más tensiones y divisiones, así como una sensación generalizada de incertidumbre e inestabilidad. Es necesario, en cambio, recuperar el sentido de nuestra común identidad como única familia humana. La alternativa sólo es un creciente aislamiento, marcado por exclusiones y clausuras recíprocas que de hecho ponen aún más en peligro la multilateralidad, que es ese estilo diplomático que ha caracterizado las relaciones internacionales desde el final de la segunda guerra mundial.
Hace tiempo que la diplomacia multilateral atraviesa una crisis de confianza, debida a una reducida credibilidad de los sistemas sociales, gubernamentales e intergubernamentales. A menudo se toman importantes resoluciones, declaraciones y decisiones sin una verdadera negociación en la que todos los países tengan voz y voto. Este desequilibrio, que hoy se ha vuelto dramáticamente evidente, genera una falta de aprecio hacia los organismos internacionales por parte de muchos estados y debilita el sistema multilateral en su conjunto, reduciendo cada vez más su capacidad para afrontar los desafíos globales.
El déficit de eficacia de muchas organizaciones internacionales también se debe a las diferentes visiones, que tienen los diversos miembros, de los fines que estas deberían alcanzar. Con frecuencia, el centro de interés se ha trasladado a temáticas que por su naturaleza provocan divisiones y no están estrechamente relacionadas con el fin de la organización, dando como resultado agendas cada vez más dictadas por un pensamiento que reniega los fundamentos naturales de la humanidad y las raíces culturales que constituyen la identidad de muchos pueblos. Como tuve oportunidad de afirmar en otras ocasiones, considero que se trata de una forma de colonización ideológica, que no deja espacio a la libertad de expresión y que hoy asume cada vez más la forma de esa cultura de la cancelación, que invade muchos ámbitos e instituciones públicas. En nombre de la protección de las diversidades, se termina por borrar el sentido de cada identidad, con el riesgo de acallar las posiciones que defienden una idea respetuosa y equilibrada de las diferentes sensibilidades. Se está elaborando un pensamiento único –peligroso– obligado a renegar la historia o, peor aún, a reescribirla en base a categorías contemporáneas, mientras que toda situación histórica debe interpretarse según la hermenéutica de la época, no según la hermenéutica de hoy.
Por eso, la diplomacia multilateral está llamada a ser verdaderamente inclusiva, no suprimiendo sino valorando las diversidades y las sensibilidades históricas que distinguen a los distintos pueblos. De ese modo, esta volverá a adquirir credibilidad y eficacia para afrontar los próximos retos, que exigen a la humanidad que vuelva a reunirse como una gran familia, la cual, aunque partiendo de puntos de vista diferentes, debe ser capaz de encontrar soluciones comunes para el bien de todos. Esto exige confianza recíproca y disponibilidad para dialogar, concretamente para «escucharse, confrontarse, ponerse de acuerdo y caminar juntos»[2]. Por otra parte, «el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso circunstancial»[3]. Nunca debemos olvidar que «hay algunos valores permanentes»[4]. No siempre es fácil reconocerlos, pero aceptarlos «otorga solidez y estabilidad a una ética social. Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso»[5]. Deseo destacar especialmente el derecho a la vida, desde la concepción hasta su fin natural, y el derecho a la libertad religiosa.
En esta perspectiva, en los últimos años ha crecido cada vez más la conciencia colectiva en lo referente a la urgencia de afrontar el cuidado de nuestra casa común, que está sufriendo a causa de una continua e indiscriminada explotación de los recursos. A este respecto, pienso especialmente en las Filipinas, golpeadas en las semanas pasadas por un tifón devastador, como también en otras naciones del Pacífico, vulnerables por los efectos negativos del cambio climático, que ponen en riesgo la vida de los habitantes, la mayoría de los cuales dependen de la agricultura, la pesca y los recursos naturales.
Esta constatación es precisamente la que debe impulsar a la comunidad internacional en su conjunto a encontrar soluciones comunes y ponerlas en práctica. Nadie puede eximirse de dicho esfuerzo, porque nos atañe e implica a todos en la misma medida. En la reciente COP26, en Glasgow, se dieron algunos pasos que van en la correcta dirección, aunque más bien débiles respecto a la consistencia del problema a afrontar. El camino para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París es complejo y parece todavía largo, mientras el tiempo a disposición es cada vez menos. Todavía hay mucho que hacer, y por consiguiente el 2022 será otro año fundamental para verificar cuánto y cómo, lo que se decidió en Glasgow, pueda y deba ser reforzado posteriormente, en consideración a la COP27, prevista para el próximo mes de noviembre en Egipto.
Excelencias, señoras y señores:
El diálogo y la fraternidad son los dos frentes esenciales para superar las crisis del momento actual. Sin embargo, «a pesar de los numerosos esfuerzos encaminados a un diálogo constructivo entre las naciones, el ruido ensordecedor de las guerras y los conflictos se amplifica»[6], y toda la comunidad internacional debe interrogarse sobre la urgencia de encontrar soluciones a los interminables conflictos, que a veces adoptan la forma de verdaderas guerras subsidiarias ( proxy wars).
Pienso en primer lugar en Siria, donde todavía no hay un horizonte claro para la recuperación del país. Aún hoy, el pueblo sirio sigue llorando a sus muertos y la pérdida de todo, con la esperanza de un futuro mejor. Se necesitan reformas políticas y constitucionales para que el país renazca, sin embargo, es también indispensable que las sanciones aplicadas no afecten directamente a la vida cotidiana, ofreciendo un rayo de esperanza a la población, cada vez más atenazada por la pobreza.
Tampoco podemos olvidar el conflicto en Yemen, una tragedia humana que lleva años desarrollándose en silencio, lejos de los reflectores mediáticos y ante una cierta indiferencia de la comunidad internacional, que sigue causando numerosas víctimas civiles, especialmente mujeres y niños.
Durante el año pasado no se produjo ningún avance en el proceso de paz entre Israel y Palestina. Me gustaría que estos dos pueblos reconstruyeran la confianza entre ellos y volvieran a hablarse directamente para poder llegar a vivir en dos estados, uno junto al otro, en paz y seguridad, sin odio ni resentimiento, pero curados por el perdón recíproco.
Las tensiones institucionales en Libia son motivo de preocupación, así como también los episodios de violencia provocados por el terrorismo internacional en la región del Sahel y los conflictos internos en Sudán, Sudán del Sur y Etiopía, donde es necesario «encontrar el camino de la reconciliación y la paz a través de un debate sincero, que ponga las exigencias de la población en primer lugar»[7].
Las desigualdades profundas, las injusticias y la corrupción endémica, así como las diversas formas de pobreza que ofenden la dignidad de las personas, también siguen alimentando los conflictos sociales en el continente americano, donde la polarización cada vez más fuerte no ayuda a resolver los problemas reales y urgentes de los ciudadanos, especialmente de los más pobres y vulnerables.
La confianza mutua y la voluntad para un debate sereno deben animar a todas las partes implicadas para encontrar soluciones aceptables y duraderas en Ucrania y en el Cáucaso meridional, así como evitar la apertura de nuevas crisis en los Balcanes, sobre todo en Bosnia y Herzegovina.
Diálogo y fraternidad son más urgentes que nunca para hacer frente, con sabiduría y eficacia, a la crisis que afecta desde hace casi un año a Myanmar, donde las calles que antes eran lugares de encuentro son ahora escenario de enfrentamientos, que no perdonan ni siquiera los lugares de oración.
Evidentemente, todos los conflictos se ven facilitados por la abundancia de armas disponibles y la falta de escrúpulos de quienes se encargan de difundirlas. A veces nos hacemos la ilusión de que las armas sólo sirven para disuadir a posibles agresores. La historia, y por desgracia también las noticias, nos enseñan que no es así. Quien tiene armas, tarde o temprano acaba usándolas, porque, como decía san Pablo VI, «no es posible amar con armas ofensivas en las manos»[8]. Además, «cuando nos entregamos a la lógica de las armas y nos alejamos del ejercicio del diálogo, nos olvidamos trágicamente de que las armas, antes incluso de causar víctimas y ruinas, tienen la capacidad de provocar pesadillas»[9]. Estas preocupaciones se concretan aún más hoy en día por la disponibilidad y el uso de armamentos autónomos, que pueden tener consecuencias terribles e imprevisibles, mientras que deberían estar sujetas a la responsabilidad de la comunidad internacional.
Entre las armas que la humanidad ha producido, las nucleares son motivo de especial preocupación. A finales de diciembre pasado se pospuso de nuevo, por causa de la pandemia, la X Conferencia de Revisión del Tratado de No Proliferación de las Armas Nucleares, que estaba prevista en Nueva York para estos días. Un mundo sin armas nucleares es posible y necesario. En este sentido, deseo que la comunidad internacional aproveche la oportunidad de dicha conferencia para dar un paso significativo en esta dirección. La Santa Sede sigue insistiendo en que las armas nucleares son instrumentos inadecuados e inapropiados para responder a las amenazas a la seguridad en el siglo XXI y que su posesión es inmoral. Su fabricación desvía recursos a las perspectivas de un desarrollo humano integral y su uso, además de producir consecuencias humanitarias y medioambientales catastróficas, amenaza la existencia misma de la humanidad. La Santa Sede considera también importante que la reanudación de las negociaciones en Viena sobre el Acuerdo Nuclear con Irán (Joint Comprehensive Plan of Action) pueda alcanzar resultados positivos para garantizar un mundo más seguro y fraterno.
Queridos embajadores:
En mi mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, celebrada el pasado 1 de enero, he querido destacar los elementos que considero esenciales para fomentar una cultura del diálogo y la fraternidad.
Un lugar especial lo ocupa la educación, a través de la cual se forman las nuevas generaciones, que son la esperanza y el futuro del mundo. Es el vector principal del desarrollo humano integral, ya que hace a la persona libre y responsable[10]. El proceso educativo es lento y complicado, a veces puede llevar al desánimo, pero nunca se puede abandonar; es una expresión eminente del diálogo, porque no hay verdadera educación que no sea dialógica en su estructura. Asimismo, la educación genera cultura y construye puentes de encuentro entre los pueblos. La Santa Sede ha subrayado el valor de la educación participando en la Expo Dubái 2021, en los Emiratos Árabes Unidos, con un pabellón inspirado en el tema de la Exposición: “Conectando mentes, creando el futuro”.
La Iglesia Católica siempre ha reconocido y valorado el papel de la educación en el crecimiento espiritual, moral y social de las nuevas generaciones. Por ello, me resulta aún más doloroso constatar que en diversos ámbitos educativos –parroquias y colegios– se han producido abusos a menores, con graves consecuencias psicológicas y espirituales para las personas que los han sufrido. Son crímenes sobre los que debe haber una firme voluntad de esclarecimiento, examinando los casos individuales para determinar las responsabilidades, hacer justicia a las víctimas y evitar que semejantes atrocidades se repitan en el futuro.
A pesar de la gravedad de estos actos, ninguna sociedad puede renunciar a su responsabilidad de educar. Por otra parte, es triste constatar cómo, a menudo, en los presupuestos estatales se destinan pocos recursos para la educación. Esta se considera principalmente como un gasto, mientras que, en cambio, es la mejor inversión posible.
La pandemia ha impedido que numerosos jóvenes accedan a los centros educativos, en detrimento de su desarrollo personal y social. Muchos, por medio de las modernas herramientas tecnológicas, han encontrado refugio en realidades virtuales, que crean vínculos psicológicos y emocionales muy fuertes, con la consecuencia de alejarlos de los demás y de la realidad circundante y alterar radicalmente las relaciones sociales. Con ello no trato de negar la utilidad de la tecnología y sus productos, que nos permiten conectarnos cada vez más fácil y rápidamente, pero quiero señalar la urgente necesidad de vigilar para que estos instrumentos no sustituyan las verdaderas relaciones humanas, a nivel interpersonal, familiar, social e internacional. Si se aprende a aislarse desde pequeños, será más difícil en el futuro construir puentes de fraternidad y paz. En un universo donde sólo existe el “yo”, difícilmente puede haber lugar para el “nosotros”.
El segundo elemento que me gustaría recordar brevemente es el trabajo, «factor indispensable para construir y mantener la paz; es expresión de uno mismo y de los propios dones, pero también es compromiso, esfuerzo, colaboración con otros, porque se trabaja siempre con o por alguien. En esta perspectiva marcadamente social, el trabajo es el lugar donde aprendemos a ofrecer nuestra contribución por un mundo más habitable y hermoso»[11].
Hemos constatado cómo la pandemia ha puesto a prueba la economía mundial, con graves repercusiones para las familias y los trabajadores, que están experimentando situaciones de angustia psicológica, antes incluso que dificultades económicas. Además, ha puesto aún más de manifiesto la persistencia de las desigualdades en diversos ámbitos socioeconómicos. Entre ellas, el acceso al agua potable, la alimentación, la educación y la atención médica. El número de personas que viven en pobreza extrema está aumentando considerablemente. Además, la crisis sanitaria ha llevado a muchos trabajadores a cambiar el tipo de empleo y a veces los ha obligado a entrar en el espacio de la economía sumergida, privándolos también de las medidas de protección social previstas en muchos países.
En este contexto, la conciencia del valor del trabajo adquiere una importancia adicional, puesto que no puede haber desarrollo económico sin trabajo, ni se puede pensar que las tecnologías modernas puedan sustituir el valor añadido que aporta el trabajo humano. El trabajo es también ocasión para descubrir la propia dignidad, para ir al encuentro de los demás y crecer como ser humano; es camino privilegiado a través del cual cada uno puede participar activamente en el bien común y contribuir concretamente a la construcción de la paz. Por lo tanto, también en este terreno es necesaria una mayor cooperación entre todos los actores a nivel local, nacional, regional y mundial, especialmente en el próximo período, con los desafíos que plantea la deseada reconversión ecológica. Los próximos años serán una oportunidad para desarrollar nuevos servicios y empresas, adaptar los existentes, aumentar el acceso al trabajo digno y trabajar por el respeto de los derechos humanos y de niveles adecuados de remuneración y protección social.
Excelencias, señoras y señores:
El profeta Jeremías nos recuerda que Dios tiene para nosotros «planes de paz y no de desgracia, de dar[nos] un futuro y una esperanza» (29,11). Por eso, no debemos tener miedo de dar cabida a la paz en nuestras vidas, cultivando el diálogo y la fraternidad entre nosotros. La paz es un bien “contagioso”, que se propaga desde el corazón de quienes la desean y aspiran a vivirla, alcanzando al mundo entero. A cada uno de ustedes, a sus seres queridos y a sus pueblos les renuevo mi bendición y mi más sincero deseo de un año de serenidad y paz.
Gracias.
Francisco
Notas:
[1] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 226-230.
[2] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz(8 diciembre 2021), 2.
[3] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 211.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 1.
[7] Mensaje Urbi et Orbi, 25 diciembre 2021.
[8] Discurso a la Organización de las Naciones Unidas (4 octubre 1965), 10.
[9] Encuentro por la paz, Hiroshima, 24 noviembre 2019.
[10] Cf. Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 3.
[11] Mensaje para la 55.ª Jornada Mundial de la Paz, 4.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Como cada año, tenemos oportunidad de encontrarnos a pocos días de la fiesta de Navidad. Es un modo para manifestar nuestra fraternidad “en voz alta” por medio de las felicitaciones navideñas, pero es también para cada uno de nosotros un momento de reflexión y de revisión, para que la luz del Verbo, que se hace carne, nos haga ver cada vez mejor quiénes somos y cuál es nuestra misión.
Todos los sabemos, el misterio de la Navidad es el misterio de Dios que viene al mundo por el camino de la humildad; se hizo carne, y este tiempo parece haber olvidado la humildad, o haberla relegado a una forma de moralismo, vaciándola de la fuerza desbordante que posee.
Pero si tuviéramos que expresar todo el misterio de la Navidad en una palabra, pienso que la palabra humildad es la que más podría ayudarnos. Los Evangelios nos hablan de un entorno pobre, sobrio, inapropiado para acoger a una mujer que está por dar a luz. Sin embargo, el Rey de reyes no viene al mundo llamando la atención, sino suscitando una misteriosa atracción en los corazones de quienes sienten la presencia desbordante de una novedad que está por cambiar la historia. Por eso, me gusta pensar y decir que la humildad ha sido su puerta de entrada y nos invita a todos nosotros a atravesarla.
Me viene a la mente aquello de los ejercicios, no se puede ir hacia adelante sin humildad, no se puede ir hacia adelante en la humildad sin humillación y San Ignacio nos sugiere pedir la humillación.
No es fácil entender qué es la humildad. Esta es el resultado de un cambio que el mismo Espíritu obra en nosotros por medio de la historia que vivimos, como le ocurre por ejemplo a Naamán el sirio (cf. 2 Re 5). En la época del profeta Eliseo, este personaje gozaba de gran fama. Era un valiente general del ejército arameo, que había demostrado en varias ocasiones su valor y su audacia. Pero junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores, la gloria, este hombre estaba obligado a convivir con un drama terrible: era leproso. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la encontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir grandes fragilidades.
Naamán comprende una verdad fundamental: uno no puede pasar la vida escondiéndose detrás de una armadura, de un rol, de un reconocimiento social, al final aburre. Llega un momento, en la existencia de cada uno, en el que se siente el deseo de no vivir más detrás del revestimiento de la gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin más necesidad de armaduras y de máscaras. Este deseo impulsa al valiente general Naamán a ponerse en camino para buscar a alguien que pueda ayudarlo, y lo hace a partir del consejo de una esclava, una muchacha hebrea, prisionera de guerra, que habla de un Dios capaz de curar semejantes contradicciones.
Tomando consigo plata y oro, Naamán se puso en camino y llegó ante el profeta Eliseo. Este le pidió a Naamán, como única condición para su curación, el sencillo gesto de desvestirse y bañarse siete veces en el río Jordán. Nada de fama, honor, oro ni plata. La gracia que salva es gratuita, no se reduce al precio de las cosas de este mundo.
Naamán se resistió a ese pedido; le pareció demasiado banal, demasiado sencillo, demasiado accesible. Pareciera que la fuerza de la sencillez no tenía espacio en su mente. Pero las palabras de sus servidores lo hicieron recapacitar: «Si el profeta te hubiese mandado una cosa difiícil, ¿no lo habrías hechó Cuánto más si te ha dicho: “Báñate y sanarás”» (2 Re 5,13). Naamán se rindió y con un gesto de humildad “descendió”, se quitó su armadura, se sumergió en las aguas del Jordán, «enseguida la carne de su cuerpo se renovó y quedó limpia como la carne de un niño pequeño» (2 Re 5,14) fue curado. Es una gran lección. La humildad de dejar al descubierto la propia humanidad, según la palabra del Señor, llevó a Naamán a obtener la curación.
La historia de Naamán nos recuerda que la Navidad es el tiempo en el que cada uno ha de tener la valentía de quitarse la propia armadura, de desprenderse de los ropajes del propio papel, del reconocimiento social, del brillo de la gloria de este mundo, y asumir su misma humildad. Podemos hacerlo a partir de un ejemplo más fuerte, más convincente, de autoridad: el del Hijo de Dios, que no se sustrajo a la humildad de “descender” en la historia haciéndose hombre, haciéndose niño, frágil, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2,16). Todos, despojados de nuestros ropajes, nuestras prerrogativas, cargos y títulos, somos todos leprosos, todos nosotros, todos, leprosos necesitados de curación. La Navidad es la memoria viva de esta certeza y nos ayuda a entenderla más profundamente.
Queridos hermanos y hermanas, si olvidamos nuestra humanidad vivimos solo de los honores de nuestras armaduras, pero Jesús nos recuerda una verdad incómoda y desconcertante: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde a sí mismó” (cf. Mc 8,36).
Esta es la peligrosa tentación -lo he señalado otras veces- de la mundanidad espiritual, que a diferencia de todas las otras tentaciones es difícil de desenmascarar, porque está cubierta de todo lo que normalmente nos da seguridad: nuestro cargo, la liturgia, la doctrina, la religiosidad. Escribí en la Evangelii gaudium: «En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida desgastada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es “sudor de nuestra frente”. En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre “lo que habría que hacer” -el pecado del “habriaqueísmo”- como maestros espirituales y expertos pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel» (n. 96).
La humildad es la capacidad de saber habitar sin desesperación, con realismo, alegría y esperanza, nuestra humanidad; esta humanidad amada y bendecida por el Señor. La humildad es comprender que no tenemos que avergonzarnos de nuestra fragilidad. Jesús nos enseña a mirar nuestra miseria con el mismo amor y ternura con el que se mira a un niño pequeño, frágil, necesitado de todo. Sin humildad buscaremos seguridades, y quizás las encontraremos, pero ciertamente no encontraremos lo que nos salva, lo que puede curarnos. Las seguridades son el fruto más perverso de la mundanidad espiritual, las seguridades son el fruto más perverso de la mundanidad espiritual que revelan la falta de fe, esperanza y caridad, y se convierten en incapacidad de saber discernir la verdad de las cosas. Si Naamán sólo hubiera seguido acumulando medallas para poner en su armadura, al final habría sido devorado por la lepra; aparentemente vivo, sí, pero cerrado y aislado en su enfermedad. Él buscó con valentía lo que podría salvarlo y no lo que lo gratificaría de forma inmediata.
Todos sabemos que lo contrario de la humildad es la soberbia. Un versículo del profeta Malaquías nos ayuda a comprender, por contraste, qué diferencia hay entre el camino de la humildad y el de la soberbia: «Todos los arrogantes y todos los malhechores serán como paja. El día que se acerca los quemará hasta no dejarles rama ni raíz -dice el Señor del universo-» (3,19), ni rama, ni raíz.
El Profeta usa una imagen sugestiva que describe bien la soberbia: esta -dice- es como paja. Entonces, cuando llega el fuego, la paja se convierte en cenizas, se quema, desaparece. Y nos dice también que quien vive apoyándose en la soberbia se encuentra privado de las cosas más importantes que tenemos: las raíces y las ramas. Las raíces hablan de nuestra relación vital con el pasado del que tomamos la savia para poder vivir en el presente. Las ramas son el presente que no muere, sino que se convierte en el mañana, se vuelve futuro.
Estar en un presente que no tiene más raíces ni ramas significa vivir el final. Así el soberbio, encerrado en su pequeño mundo, no tiene más pasado ni futuro, no tiene más raíces ni ramas y vive con el sabor amargo de la tristeza estéril que se adueña del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio».[1] Esa tristeza. El humilde, en cambio, vive guiado constantemente por dos verbos: recordar y generar, fruto de las raíces y de las ramas, y de este modo vive la alegre apertura de la fecundidad.
Recordar significa etimológicamente “traer al corazón”, re-cordar. La memoria vital que tenemos de la Tradición, de las raíces, no es un culto del pasado, sino un gesto interior por medio del cual traemos constantemente al corazón aquello que nos ha precedido, aquello que ha atravesado nuestra historia, aquello que nos ha conducido hasta aquí. Recordar no es repetir, sino atesorar, reavivar y, con gratitud, dejar que la fuerza del Espíritu Santo haga arder nuestro corazón, como a los primeros discípulos (cf. Lc 24,32).
Pero para que recordar no se convierta en una prisión del pasado, necesitamos otro verbo: generar. Al humilde no solo le interesa el pasado, sino también el futuro, porque sabe mirar hacia adelante, sabe contemplar las ramas con la memoria llena de gratitud. El humilde genera, invita y empuja hacia aquello que no se conoce; el soberbio, en cambio, repite, se endurece, la rigidez es una perversión, es una perversión actual ¿eh?, se endurece y se encierra en su repetición, se siente seguro de lo que conoce y teme a lo nuevo porque no puede controlarlo, lo hace sentir desestabilizado, porque ha perdido la memoria.
El humilde acepta ser cuestionado, se abre a la novedad y lo hace porque se siente fuerte gracias a lo que lo precede, a sus raíces, a su pertenencia. Su presente está habitado por un pasado que lo abre al futuro con esperanza. A diferencia del soberbio, sabe que ni sus méritos ni sus “buenas costumbres” son principio y fundamento de su existencia; por eso es capaz de tener confianza, el soberbio no tiene.
Todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a generar, estamos llamados a volver a encontrar la relación justa con las raíces y con las ramas; sin ellas estamos enfermos y destinados a desaparecer.
Jesús, que viene al mundo por el camino de la humildad, nos abre una vía, nos indica un modo, nos muestra una meta.
Queridos hermanos y hermanas, si es cierto que sin humildad no podemos encontrar a Dios ni experimentar la salvación, también es cierto que sin humildad no podemos encontrar al prójimo, al hermano y a la hermana que viven a nuestro lado.
El pasado 17 de octubre iniciamos el camino sinodal, al que dedicaremos los próximos dos años. También aquí, solo la humildad puede ponernos en condiciones de encontrarnos y escuchar, de dialogar y discernir. Para rezar juntos, como lo indicaba el Cardenal Decano.
Si cada uno se queda encerrado en sus propias convicciones, en sus propias experiencias, en la coraza de sus propios sentimientos y pensamientos, es difícil dar cabida a esa experiencia del Espíritu que, como dice el Apóstol, va unida a la convicción de que todos somos hijos de «un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y habita en todos» (Ef 4,6).
¡“Todos”, vayamos un paso hacia adelante, todos, no es una palabra que pueda ser malinterpretada! El clericalismo, que como tentación perversa, serpentea a diario entre nosotros, nos hace pensar siempre en un Dios que le habla sólo a algunos, mientras que los demás sólo deben escuchar y ejecutar.
El Sínodo es la experiencia de sentirnos todos miembros de un pueblo más grande: el santo Pueblo fiel de Dios y, por tanto, discípulos que escuchan y, precisamente por esa escucha, pueden comprender también la voluntad de Dios, que se manifiesta siempre de manera imprevisible. Sin embargo, sería un error pensar que el Sínodo es un acontecimiento reservado a la Iglesia como entidad abstracta, alejada de nosotros. La sinodalidad es un estilo, estilo al que debemos convertirnos, sobre todo nosotros que estamos aquí y que vivimos la experiencia del servicio a la Iglesia universal a través de nuestro trabajo en la Curia romana.
La Curia, no olvidemos, no es sólo un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, no, sino que es el primer órgano llamado a dar testimonio, y por eso mismo adquiere más autoridad y eficacia cuando asume personalmente los retos de la conversión sinodal a la que también está llamada. La organización que debemos implementar no es de tipo corporativa, sino evangélica.
Por ello, si la Palabra de Dios le recuerda al mundo entero el valor de la pobreza, nosotros, miembros de la Curia, debemos ser los primeros en comprometernos a una conversión a la sobriedad. Si el Evangelio proclama la justicia, nosotros debemos ser los primeros en intentar vivir con transparencia, sin favoritismos ni grupos de influencia. Si la Iglesia sigue el camino de la sinodalidad, nosotros debemos ser los primeros en convertirnos a un estilo diferente de trabajo, de colaboración, de comunión; y esto solo es posible a través de la senda de la humildad, sin humildad no podremos hacer esto.
En la apertura de la asamblea sinodal utilicé tres palabras clave: participación, comunión y misión. Nacen de un corazón humilde, sin humildad no se puede hacer participación, ni comunión, ni misión. Estas palabras son los tres requisitos que me gustaría indicar como un estilo de humildad al que hay que aspirar aquí en la Curia. Tres maneras para hacer de la humildad un itinerario concreto que podamos poner en práctica.
En primer lugar, la participación. Esta debería manifestarse mediante un estilo de corresponsabilidad. Por supuesto, en la diversidad de funciones y ministerios las responsabilidades son diferentes, pero sería importante que cada uno de nosotros se sintiera partícipe y corresponsable del trabajo, sin limitarse a vivir la experiencia despersonalizadora de llevar a cabo un programa establecido por otra persona. Siempre me quedo sorprendido cuando encuentro creatividad en la Curia, me gusta tanto, y no pocas veces se manifiesta sobre todo allí donde se deja y se encuentra espacio para todos, incluso para aquellos que, jerárquicamente, parecen ocupar un lugar secundario. Doy las gracias por estos ejemplos, que encuentro y me gustan, y los animo a que trabajen para que seamos capaces de generar dinámicas concretas en las que todos sientan que tienen una participación activa en la misión que realizan. La autoridad se convierte en servicio cuando comparte, involucra y ayuda a crecer.
La segunda palabra es comunión. No se expresa por mayorías o minorías, sino que nace esencialmente de la relación con Cristo. Nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros ambientes si no ponemos a Cristo en el centro. No este partido, o el otro, Cristo al centro. Muchos de nosotros trabajamos juntos, pero lo que fortalece la comunión es también poder rezar juntos, escuchar la Palabra juntos, construir relaciones que vayan más allá del mero trabajo y fortalezcan los vínculos de bien, vínculos de bien ayudándonos mutuamente. Sin esto, corremos el riesgo de ser sólo extraños que trabajan juntos, rivales que intentan posicionarse mejor o, peor aún, allí donde se crean relaciones, éstas parecerían tomar el aspecto de la complicidad por intereses personales, olvidando la causa común que nos mantiene unidos.
La complicidad crea divisiones, crea facciones y crea enemigos; la colaboración exige la grandeza de aceptar la propia parcialidad y la apertura al trabajo en equipo, incluso con aquellos que no piensan como nosotros. En la complicidad se está juntos para lograr un resultado externo. En la colaboración se permanece juntos porque nos interesa el bien del otro y, por tanto, el de todo el Pueblo de Dios al que estamos llamados a servir: no olvidemos el rostro concreto de las personas, no olvidemos nuestras raíces, el rostro concreto de quienes fueron nuestros primeros maestros en la fe. Pablo decía a Timoteo: recuerda a tu mamá, a tu abuela.
La perspectiva de la comunión implica, al mismo tiempo, reconocer la diversidad que habita en nosotros como un don del Espíritu Santo. Cada vez que nos desviamos de este camino y vivimos la comunión y la uniformidad como sinónimos, debilitamos y silenciamos la fuerza vivificante del Espíritu Santo en medio de nosotros. La actitud de servicio nos pide, yo diría que nos exige, la magnanimidad y la generosidad de reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del Pueblo de Dios; y sin humildad esto no es posible.
A mí me hace bien releer el inicio de la Lumen Gentium, aquellos números, 8, 12, el Santo Pueblo fiel de Dios, y esto es oxígeno al alma, retomar estas verdades.
La tercera palabra es misión. Es la que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos. El que está replegado en sí mismo «mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. No aprende de sus pecados ni está abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 97). Solo un corazón abierto a la misión garantiza que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor. Y la misión siempre conlleva una pasión por los pobres, es decir, por los “carentes”: aquellos que “carecen” de algo no solo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales. Los que tienen hambre de pan y los que tienen hambre de sentido son igualmente pobres.
La Iglesia está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas y está llamada a predicar el Evangelio a todos, porque todos, de un modo u otro, somos pobres, tenemos carencias. Pero la Iglesia también sale a su encuentro porque nos hacen falta: nos hace falta su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano le hace falta y, con la actitud del mendigo, va a su encuentro. La misión nos hace vulnerables, es hermoso, la misión nos hace vulnerables nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite descubrir la alegría del Evangelio una y otra vez.
Participación, misión y comunión son las características de una Iglesia humilde, que se pone a la escucha del Espíritu y coloca su centro fuera de sí misma. Henri de Lubac decía: «Al igual que su Maestro, la Iglesia a los ojos del mundo, hace papel de esclava. Vive aquí abajo “en forma de esclava”. [...] No es una academia de sabios, ni un cenáculo de intelectuales sublimes, ni una asamblea de superhombres. Sino que es precisamente todo lo contrario. Los cojos, los contrahechos y los miserables de toda clase se dan cita en la Iglesia y la legión de los mediocres [...]; resulta difícil, o por mejor decir, imposible al hombre natural, en tanto que sus pensamientos más íntimos no hayan sido transformados, descubrir en semejante hecho el cumplimiento de la Kenosis salvadora y el adorable vestigio de la “humildad de Dios”» (Meditación sobre la Iglesia, 292-293).
Para concluir quisiera desearles a ustedes, y a mí en particular, que nos dejemos evangelizar por la humildad, de la humildad de la Navidad, de la humildad del pesebre, de la pobreza y la esencialidad con la que el Hijo de Dios entró en el mundo. Incluso los magos, que evidentemente podemos pensar que provenían de una condición más acomodada que María y José o que los pastores de Belén, se postran cuando se encuentran en presencia del niño (cf. Mt 2,11), se postran. No es solo un gesto de adoración, es un gesto de humildad. Los magos se ponen a la altura de Dios postrándose rostro en tierra. Esta kenosis, este descenso, es el mismo que hará Jesús en la última noche de su vida terrenal, cuando «se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ató a la cintura. Luego echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía a la cintura» (Jn 13,4-5). La consternación que causa este gesto, provoca la reacción de Pedro, pero al final el propio Jesús da a sus discípulos la clave adecuada para entenderlo: «Ustedes me llaman “Maestro” y “Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy su Señor y Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes» (Jn 13,13-15).
Queridos hermanos y hermanas, recordando nuestra lepra, rehuyendo la lógica de la mundanidad que nos priva de las raíces y las ramas, dejémonos evangelizar por la humildad del Niño Jesús. Solo sirviendo y pensando en nuestro trabajo como servicio podemos ser verdaderamente útiles a todos. Estamos aquí -yo el primero- para aprender a ponernos de rodillas y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia. Seamos como los pastores, seamos como los magos, seamos como Jesús. He aquí la lección de la Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Quiera el Señor concedernos ese don a partir de la manifestación primordial del Espíritu dentro de nosotros: el deseo, que es la manifestación primordial del Espíritu. Lo que no tenemos, podemos al menos empezar a desearlo, pedir al Señor la gracia de poder desear y convertirse en hombres y mujeres de grandes deseos. Y el deseo es ya el Espíritu actuando en cada uno de nosotros.
¡Feliz Navidad para todos! Y les pido que recen por mí. Gracias.
Francisco
Notas
[1] G. Bernanos, Journal d’un curé de campagne, París 1974, 135.
VIAJE APOSTÓLICO D EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA
(2-6 DE DICIEMBRE DE 2021)
Queridos hermanos y hermanas: Kaliméra sas! [¡Buenos días!]
Les agradezco por haber venido hasta aquí, muchos de ustedes desde lugares lejanos. Efcharistó! [¡Gracias!] Estoy contento de encontrarme con ustedes finalizando mi visita a Grecia, y aprovecho la ocasión para renovar mi gratitud por la acogida y por todo el trabajo que llevaron adelante para organizarla. Efcharistó!
Sus hermosos testimonios me han impresionado. Ya los había leído y retomo ahora con ustedes algunas partes.
Katerina, nos has hablado de tus recurrentes dudas de fe. Quisiera decirte a ti y a todos ustedes, no tengan miedo de las dudas, porque no son faltas de fe. No tengan miedo de las dudas; al contrario, las dudas son “vitaminas de la fe”, ayudan a robustecerla, a hacerla más fuerte, es decir, más consciente, la hacen crecer, la hacen más libre y más madura. La hacen más disponible a ponerse en camino, a seguir adelante cada día con humildad. Y la fe es precisamente esto, un camino cotidiano con Jesús que nos lleva de la mano, nos acompaña, nos alienta y, cuando caemos, vuelve a levantarnos; nunca se atemoriza. Es como una historia de amor, donde siempre se sigue adelante juntos, día tras día. Y como en una historia de amor, llegan momentos en los que es necesario interrogarse, hacerse preguntas. Y hace bien, hace crecer el nivel de la relación. Y esto es muy importante para ustedes, porque ustedes no pueden ir ciegos por el camino de la fe, no, sino que tienen que dialogar con Dios, con la propia conciencia y con los demás.
Quisiera destacar un punto importante en la experiencia de Katerina. A veces, frente a las incomprensiones o a las dificultades de la vida, en los momentos de soledad o de desilusión, esta duda puede llamar a la puerta de nuestro corazón: “Quizá soy yo que no voy bien, tal vez estoy equivocado, estoy equivocada”. Amigos, es una tentación que hay que rechazar. El diablo nos mete esta duda en el corazón para arrojarnos en la tristeza. ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hay que hacer cuando una duda de este tipo se vuelve sofocante y no nos deja en paz, cuando se pierde la confianza y no se sabe por dónde comenzar? Es necesario volver a encontrar el punto de partida. ¿Cuál es? Para comprenderlo, pongámonos a la escucha de vuestra gran cultura clásica. ¿Saben cuál fue el punto de partida de la filosofía, pero también del arte, de la cultura y de la ciencia? ¿Saben cuál? Todo comenzó por una chispa, por un descubrimiento que se expresa con una palabra magnífica: thaumàzein. Es el maravillarse, el asombro. Así comenzó la filosofía, de maravillarse frente a aquello que es, frente a nuestra existencia, a la armonía de la creación y al misterio de la vida.
Pero el asombro no es sólo el comienzo de la filosofía, sino también el inicio de nuestra fe. El Evangelio nos dice muchas veces que cuando alguien encuentra a Jesús se asombra, siente admiración. En el encuentro con Dios está siempre ese estupor, que es el inicio del diálogo con Dios. Y esto es así porque tener fe no consiste principalmente en un conjunto de cosas que hay que creer y de preceptos que hay que cumplir. El corazón de la fe no es una idea, no es una moral; el corazón de la fe es una realidad, una realidad bellísima que no depende de nosotros y que nos deja con la boca abierta: ¡somos hijos amados de Dios! Este es el corazón de la fe: ¡somos hijos amados de Dios! Hijos amados, tenemos un Padre que vela por nosotros y que nunca deja de amarnos. Reflexionemos: cualquier cosa que tú pienses o hagas, aunque sea lo peor, Dios sigue amándote. Yo quisiera que entiendan bien esto: Dios no se cansa de amar. Alguno puede decirme: “Pero si yo caigo en las cosas más feas, ¿Dios me ama?”. Dios te ama. “Y si yo soy un traidor, un pecador tremendo, y acabo mal, en la droga, ¿Dios me ama?”. Dios te ama. Dios ama siempre. No puede dejar de amar. Ama siempre y a pesar de todo, mira tu vida y la ve muy buena (cf. Gn 1,31). Nunca se arrepiente de nosotros. Si nos ponemos delante del espejo quizá no nos vemos como quisiéramos, porque corremos el riesgo de centrarnos en lo que no nos gusta. Pero si nos ponemos ante Dios la perspectiva cambia. No podemos más que asombrarnos de que seamos para Él, a pesar de todas nuestras debilidades y nuestros pecados, hijos amados desde siempre y para siempre. Entonces, más que comenzar la jornada frente al espejo, ¿por qué no abres la ventana de tu habitación y te detienes en todo, en todo lo hermoso que existe, en todo lo hermoso que ves? Sal de ti mismo. Queridos jóvenes, piensen que, si a nuestros ojos la creación es hermosa, a los ojos de Dios cada uno de ustedes es infinitamente hermoso. Él, dice la Escritura, “ha hecho de nosotros maravillas, maravillas admirables” (cf. Sal 139,14). Nosotros, para Dios, somos una maravilla admirable. Deja que este asombro te invada. Déjate amar por quien siempre cree en ti, por quien te ama más de cuanto tú mismo puedas llegar a amarte. No es fácil comprender esta anchura, esta profundidad del amor, no es fácil entenderla, pero es así; basta dejarse mirar por la mirada de Dios.
Y cuando estén decepcionados por algo que hayan hecho, hay otro asombro que no tienen que dejar escapar: el asombro del perdón. En esto quiero ser claro: Dios perdona siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él perdona siempre. Allí, en el perdón, se encuentra el rostro del Padre y la paz del corazón. Allí, Él nos restaura de nuevo, derrama su amor en un abrazo que vuelve a levantarnos, que desintegra el mal cometido y vuelve a hacer resplandecer la belleza incontenible que hay en nosotros, el ser sus hijos predilectos. No permitamos que la pereza, el miedo o la vergüenza nos roben el tesoro del perdón. ¡Dejemos que el amor de Dios nos asombre! Nos redescubriremos a nosotros mismos; no lo que dicen de nosotros o lo que las pulsiones del momento suscitan en nosotros, no lo que los eslóganes publicitarios nos echan encima, sino nuestra verdad más profunda, la que ve Dios, aquella en la que Él cree: la belleza irrepetible que somos.
¿Recuerdan la famosa inscripción en la entrada del templo de Delfos? γν?θι σeαυτ?ν, «conócete a ti mismo». Hoy corremos el peligro de olvidarnos de lo que somos, obsesionados por miles de apariencias, por mensajes machacones que hacen depender la vida de la ropa que usamos, del automóvil que conducimos, del modo en que nos miran los demás. Pero aquella antigua invitación, conócete a ti mismo, vale todavía hoy. Reconoce que vales por lo que eres, no por lo que tienes. No vales por la marca de la ropa o por el calzado que llevas, sino porque eres único, eres única. Pienso en otra imagen antigua, la de las sirenas. Como Ulises en su itinerario de regreso a casa, también ustedes en la vida, que es un viaje audaz hacia la Casa del Padre, encontrarán sirenas. En el mito atraían a los navegantes con su canto para hacerlos estrellar contra los arrecifes. En la realidad, las sirenas de hoy quieren hipnotizarlos con mensajes seductores e insistentes, que apuntan a beneficios fáciles, a las falsas necesidades del consumismo, al culto del bienestar físico, a la diversión a toda costa. Son muchos fuegos artificiales, que brillan por un instante, y después sólo dejan humo en el aire. Yo los entiendo, resistir no es fácil. ¿Se acuerdan cómo resistió Ulises, asediado por las sirenas? Se hizo atar al palo mayor del barco. Pero otro personaje, Orfeo, nos enseña un camino mejor: entonó una melodía más hermosa que la de las sirenas y así las hizo callar. ¡Por eso es importante alimentar el asombro, la belleza de la fe! No somos cristianos porque debemos, sino porque es hermoso. Y precisamente porque queremos proteger esta belleza decimos no a lo que quiere ensombrecerla. La alegría del Evangelio, el asombro que provoca Jesús hace que las renuncias y las fatigas pasen a un segundo plano. Entonces, ¿estamos de acuerdo? Recuerden bien esto: ser cristiano no se trata fundamentalmente de hacer esto, de hacer aquello; de hacer cosas. Hay que hacer cosas, pero no es fundamentalmente eso. Ser cristiano fundamentalmente es dejar que Dios te ame, y reconocer que ante el amor de Dios eres único, eres única.
Pasemos a otro capítulo. Los rostros de los demás. Ioanna, me gustó que, para hablarnos de tu vida, has hablado de los demás, sobre todo de las dos mujeres más importantes de tu vida, tu mamá y tu abuela, que te “han enseñado a rezar, a agradecer cada día a Dios”. Así asimilaste la fe de manera natural, genuina. Y nos has dado un consejo que nos hace bien: que acudamos al Señor en cualquier circunstancia, “que le hablemos, que le confesemos nuestras preocupaciones”. De ese modo, Jesús se hizo familiar para ti. ¡Qué contento está cuando nos abrimos a Él! Así se conoce a Dios. Porque para conocerlo no basta tener ideas claras sobre Él —esa es una pequeña parte, no es suficiente—,se necesita ir hacia Él con la vida. Tal vez este sea el motivo por el que tantos lo ignoran, porque sólo sienten predicaciones y discursos. En cambio, Jesús se transmite a través de rostros y de personas concretas. Hagan la prueba de releer los Hechos de los Apóstoles y verán cuántas personas, rostros y encuentros; así conocieron a Jesús nuestros padres en la fe. Dios no nos da un catecismo en la mano, sino que se hace presente por medio de las historias de las personas. Pasa a través de nosotros. Dios no nos da un libro en las manos para aprender cosas de memoria, no. Dios se hace entender con la cercanía, acompañándonos en el camino de la vida. Conocer a Jesús es justamente el núcleo de nuestra fe.
Precisamente en este sentido, Ioanna, nos has contado acerca de una persona decisiva para ti, una religiosa que te mostró la alegría “de ver la vida como un servicio”. Subrayo esto: ver la vida como un servicio. Es verdad, servir a los demás es el camino para conquistar la alegría. Dedicarse a los demás no es de perdedores, es de vencedores; es el camino para hacer algo realmente nuevo en la historia. Supe que en griego “joven” se dice “nuevo” y nuevo significa joven. El servicio es la novedad de Jesús; el servicio, dedicarse a los demás es la novedad que hace la vida siempre joven. ¿Quieres hacer algo nuevo en la vida? ¿Quieres rejuvenecer? No te contentes con publicar algún post o algún tuit. No te contentes con encuentros virtuales, busca los reales, sobre todo con quien te necesita; no busques la visibilidad, sino a los invisibles. Esto es original, esto es revolucionario. Salir de uno mismo para encontrar a los otros. Pero si tú vives prisionero en ti mismo, nunca encontrarás a los otros, nunca sabrás qué es servir. Servir es el gesto más bello, más grande de una persona, servir a los demás. Muchos hoy son “de redes sociales” pero poco “sociales”, encerrados en sí mismos, prisioneros del teléfono que tienen entre sus manos. Pero en la pantalla falta el otro, faltan sus ojos, su respiración, sus manos. La pantalla se vuelve fácilmente un espejo, donde crees que estás frente al mundo, pero en realidad estás solo, en un mundo virtual lleno de apariencias, de fotos trucadas para parecer siempre hermosos y en forma. ¡Qué bonito, en cambio, es estar con los demás, descubrir la novedad del otro, dialogar con el otro, cultivar la mística del conjunto, la alegría de compartir, el ardor de servir!
A este respecto, en el encuentro con los jóvenes en Eslovaquia, el pasado mes de septiembre, algunos jóvenes mostraban una pancarta interesante. Tenía sólo dos palabras: “Todos hermanos”. Me gustó. A menudo en los estadios, en las manifestaciones, en las calles se exponen pancartas para alentar la propia facción, las propias ideas, el propio equipo, los propios derechos. Pero la pancarta de esos jóvenes decía algo nuevo: que es hermoso sentirse hermanos y hermanas de todos, sentir que los demás forman parte de un nosotros, no gente de la que hay que tomar distancia. Estoy contento de verlos todos juntos, unidos, aun proviniendo de países e historias tan distintas. ¡Sueñen con la fraternidad!
En griego hay un refrán iluminador:o fílos ine állos eaftós, “el amigo es otro yo”. Sí, el otro es el camino para volver a encontrarse con uno mismo; no lo es el espejo, es el otro. Ciertamente, cuesta salir de las propias zonas de confort, es más fácil estar sentados en el sofá frente a la televisión. Pero eso es algo viejo, no es de jóvenes. Pero mira: un joven en el sofá, ¡qué cosa vieja! De jóvenes es reaccionar, abrirse cuando uno se siente solo, buscar a los demás cuando viene la tentación de cerrarse, entrenarse en esta “gimnasia del alma”. Aquí nacieron los eventos deportivos más grandes, las Olimpíadas, el maratón. Más allá del espíritu de lucha que hace bien al cuerpo, está aquello que hace bien al alma: entrenarse para la apertura, recorrer largas distancias desde uno mismo para acortarlas con los demás, lanzar el corazón atravesando los obstáculos, cargar unos los pesos de los otros. Entrenarse en esto los hará felices, los mantendrá jóvenes y les hará sentir la aventura de vivir.
A propósito de aventura, Aboud, tu testimonio nos ha impactado: la huida, junto con los tuyos, de la amada y martirizada Siria, después de haber estado varias veces a punto de ser asesinados en la guerra. Y después de tantos “no” y miles de dificultades, llegaron a este país del único modo posible, en barco, permaneciendo “en una roca sin agua y sin comida, esperando el amanecer y una nave de la guardia costera”: una verdadera odisea de nuestros días. Y me vino en mente que, en la Odisea de Homero, el primer héroe que aparece no es Ulises, sino un joven, Telémaco, su hijo, que vivió una gran aventura.
No había conocido a su padre y estaba angustiado, desalentado porque no sabía dónde se encontraba y ni siquiera si estaba vivo. Se sentía sin raíces y estaba delante de una encrucijada: permanecer allí, a la espera, o quizá hacer una locura y lanzarse a la búsqueda. Hay varias voces, entre ellas la de la divinidad, que lo exhortan a ser valiente y a partir. Y él lo hace, se levanta, prepara el barco a escondidas y rápidamente, al despuntar el sol, sale a la aventura. El sentido de la vida no es quedarse en la playa esperando que el viento traiga novedades. La salvación está en mar abierto, está en el impulso, en seguir los sueños, los verdaderos, los que se sueñan con los ojos abiertos, que comportan esfuerzo, lucha, vientos contrarios, borrascas repentinas. Por favor, no hay que dejarse paralizar por el miedo, ¡sueñen en grande! ¡Y sueñen juntos! Como pasó con Telémaco, habrá quien intente detenerlos. Habrá siempre alguien que les dirá: “Déjalo, no te arriesgues, es inútil”. Estos son los anuladores de sueños, los sicarios de la esperanza, los incurables nostálgicos del pasado.
Ustedes, en cambio, por favor, alimenten la valentía de la esperanza, la que has tenido tú, Aboud. ¿Cómo se hace? Por medio de sus decisiones. Elegir es un desafío, es afrontar el miedo a lo desconocido, es salir del pantano de la aprobación, es decidirse a tomar la propia vida entre las manos. Para tomar decisiones adecuadas, pueden recordar una cosa: las buenas decisiones incluyen siempre a los demás, no sólo a uno mismo. Esas son las decisiones por las que vale la pena arriesgarse, los sueños que hay que realizar; aquellos que requieren valentía y que implican a los demás.
Y, al despedirme de ustedes, les deseo la valentía de seguir adelante, la valentía de arriesgar, la valentía de no quedarse en el sofá. El coraje de arriesgar, de ir al encuentro de los otros, nunca aislados, siempre con los demás. Y con esa valentía, cada uno de ustedes se encontrará a sí mismo, encontrará a los otros y hallará el sentido de la vida. Les deseo esto, con la ayuda de Dios, que los ama a todos. Dios los ama, sean valientes, ¡sigan adelante! Brostà, óli masí! [¡Adelante, todos juntos!]
Francisco