Viernes 19 de abril de 2024

Documentos


BUSCAR DOCUMENTOS

«Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él» (Lc 4,20). Llama la atención este pasaje del Evangelio, pues nos lleva a visualizar la escena, a imaginar ese momento de silencio en el que todas las miradas estaban concentradas en Jesús, en una mezcla de estupor y desconfianza. Sabemos sin embargo cómo terminaría: después de que Jesús hubo desenmascarado las falsas expectativas de sus compaisanos, estos «se enfurecieron» (Lc 4,28), salieron y lo echaron fuera de la ciudad. Sus ojos habían estado fijos en Jesús, pero sus corazones no estaban dispuestos a cambiar a causa de su palabra. De ese modo, perdieron la oportunidad de sus vidas.

Pero hoy, en esta tarde de Jueves Santo, se produce un cruce de miradas alternativo. El protagonista es el primer Pastor de nuestra Iglesia, Pedro. Al principio, tampoco él dio fe a la palabra “desenmascarante” que el Señor le había dirigido: «Me habrás negado tres veces» (Mc 14,30). Por eso, “perdió de vista” a Jesús y lo negó cuando cantó el gallo. Pero después, cuando “el Señor, dándose vuelta, lo miró, este recordó las palabras que él le había dicho. Y saliendo afuera, lloró amargamente” (cf. Lc 22,61-62). Sus ojos se llenaron de lágrimas que, nacidas de un corazón herido, lo liberaron de convicciones y justificaciones falsas. Aquel llanto amargo le cambió la vida.

Las palabras y los gestos de Jesús durante tantos años no habían logrado mover a Pedro de sus expectativas, parecidas a las de la gente de Nazaret. También él esperaba un Mesías político y poderoso, fuerte y resolutivo, y frente al escándalo de un Jesús débil, arrestado sin oponer resistencia, declaró: «No lo conozco» (Lc 22,57). Y es verdad, no lo conocía, comenzó a conocerlo cuando, en la oscuridad de la negación, dio cabida a lágrimas de vergüenza, a las lágrimas de arrepentimiento. Y lo conocerá de verdad cuando, entristecido «de que por tercera vez le preguntara si lo quería», se dejó atravesar sin reservas por la mirada de Jesús. Entonces, del «no lo conozco» pasará a decir: «Señor, tú lo sabes todo» (Jn 21,17).

Queridos hermanos sacerdotes, la curación del corazón de Pedro, la curación del Apóstol y la curación del Pastor son posibles cuando, heridos y arrepentidos, nos dejamos perdonar por Jesús; estas curaciones pasan a través de las lágrimas, del llanto amargo y del dolor que permite redescubrir el amor. Por eso, desde hace tiempo siento la necesidad de compartir con ustedes, algunos pensamientos sobre un aspecto de la vida espiritual bastante descuidado, pero esencial. Lo propongo hoy con una palabra tal vez pasada de moda, pero que creo que nos haga bien redescubrir: la compunción.

¿Qué es la compunción? La palabra evoca el punzar. La compunción es “una punción en el corazón”, un pinchazo que lo hiere, haciendo brotar lágrimas de arrepentimiento. Nos ayuda a explicarlo otro episodio relacionado también con san Pedro. Él, traspasado por la mirada y las palabras de Jesús resucitado el día de Pentecostés, purificado y lleno del fuego del Espíritu, proclamó a los habitantes de Jerusalén: «a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías» (Hch 2,36). Los que escuchaban advirtieron a la vez el mal que habían hecho y la salvación que el Señor derramaba sobre ellos, y «al oír estas cosas —dice el texto—, todos se conmovieron profundamente» (Hch 2,37).

Esta es la compunción, no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. Quien se quita la máscara y deja que Dios mire su corazón recibe el don de estas lágrimas, que son las aguas más santas después de las del Bautismo[1]. Queridos hermanos sacerdotes, hoy les deseo esto.

Pero es necesario comprender bien qué significan las lágrimas de compunción. No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a hacer. Esto sucede, por ejemplo, cuando estamos desilusionados o preocupados por nuestras expectativas frustradas, por la falta de comprensión por parte de los demás, tal vez hermanos de comunidad o superiores. También cuando, a causa de un extraño y malsano gusto de nuestro espíritu, nos regodeamos en los agravios recibidos para autocompadecernos, pensando que no nos han dado lo que merecíamos e imaginando que el futuro no nos depara otra cosa que continuas desilusiones. Esta -nos enseña san Pablo- es la tristeza según el mundo, opuesta a la tristeza que es según Dios[2].

Tener lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores; es admitir haber perdido el camino de la santidad, no habiendo creído en el amor de Aquel que dio su vida por mí[3]. Es mirarme dentro y dolerme por mi ingratitud y mi inconstancia; es considerar con tristeza mi doblez y mis falsedades; es bajar a los recovecos de mi hipocresía. La hipocresía clerical, queridos hermanos, es aquella hipocresía en la que nos resbalamos tanto, tanto. Tengan cuidado con la hipocresía clerical. Para después, fijar la mirada en el Crucificado y dejarme conmover por su amor que siempre perdona y levanta, que nunca defrauda las esperanzas de quien confía en Él. Así las lágrimas siguen derramándose y purifican el corazón.

La compunción, claro está, requiere esfuerzo pero restituye la paz; no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor, que trasforma el corazón cuando está «contrito y humillado» (Sal 51,19), suavizado por las lágrimas. La compunción es por tanto el antídoto contra la esclerosis del corazón, contra esa dureza del corazón que tanto denunció Jesús (cf. Mc 3,5; 10,5). El corazón sin arrepentimiento ni llanto se vuelve rígido. Primero se afianza en sus rutinas, después es intolerante con los problemas y las personas le son indiferentes, luego se torna frío y casi impasible, como envuelto en una coraza inquebrantable, y finalmente se vuelve un corazón de piedra. Pero, como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura.

Comprendemos entonces por qué los maestros espirituales insisten sobre la compunción. San Benito invitaba cada día a «confesar diariamente a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas»[4], y afirmaba que al rezar no seríamos escuchados «por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de lágrimas»[5]. Y si para san Juan Crisóstomo una sola lágrima es capaz de apagar un brasero de culpas[6], en la Imitación de Cristo se recomienda: «Date a la compunción del corazón», en cuanto «por la liviandad del corazón y por el descuido de nuestros defectos no sentimos los males de nuestra alma»[7]. La compunción es el remedio, porque nos muestra la verdad de nosotros mismos, de modo que la profundidad de nuestro ser pecadores revela la realidad infinitamente más grande de nuestro ser perdonados, la alegría de ser perdonados. Por eso no nos debe extrañar la afirmación de Isaac de Nínive: «El que olvida la medida de sus propios pecados, olvida la medida de la gracia de Dios hacia él»[8].

Es verdad, queridos hermanos y hermanas, cada uno de nuestros renacimientos interiores brotan siempre del encuentro entre nuestra miseria y la misericordia del Señor -se encuentran nuestra miseria y su misericordia-, cada renacimiento interior pasa a través de nuestra pobreza de espíritu, que permite que el Espíritu Santo nos enriquezca. Con esta luz se comprenden las fuertes afirmaciones de tantos maestros espirituales. Detengámonos otra vez en las afirmaciones paradójicas de san Isaac: «Aquel que conoce sus pecados […] es más grande de aquel que con la oración resucita muertos. Aquel que llora una hora sobre sí mismo es más grande que quien sirve el mundo entero con la contemplación […]. Aquel al que ha sido dado conocerse a sí mismo es más grande que aquel a quien le fue dado ver a los ángeles»[9].

Hermanos, volvamos a nosotros sacerdotes y preguntémonos cuán presentes están la compunción y las lágrimas en nuestro examen de conciencia y en nuestra oración. Interroguémonos si con el pasar de los años las lágrimas aumentan. Bajo este aspecto sería bueno que ocurriese al revés de como sucede en la vida biológica, en la que cuando crecemos lloramos menos que cuando éramos niños. Sin embargo, en la vida espiritual, en la que cuenta hacerse como niños (cf. Mt 18,3), quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios, que -como escribe san Francisco en su testamento- antes, “como estaba en mis pecados”, los tenía lejos, pero cuya compañía, después, de amarga se convirtió en dulce[10]. Y, de ese modo, quien se compunge de corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar.

Y esta, queridos hermanos, es otra característica de la compunción, la solidaridad. Un corazón dócil, liberado por el espíritu de las Bienaventuranzas, se inclina naturalmente a hacer compunción por los demás; en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Se realiza entonces una especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismo e inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás. Y el Señor busca, especialmente entre los consagrados a Él, a quienes lloren los pecados de la Iglesia y del mundo, haciéndose instrumento de intercesión por todos. Cuántos testigos heroicos en la Iglesia nos indican este camino. Pensemos en los monjes del desierto, en Oriente y en Occidente; en la intercesión continua, entre gemidos y lágrimas, de san Gregorio de Narek; en la ofrenda franciscana por el Amor no amado; en sacerdotes, como el cura de Ars, que vivían en penitencia por la salvación de los demás. Queridos hermanos, esto no se trata de poesía, esto es el sacerdocio.

Queridos hermanos, a nosotros, sus Pastores, el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados. Las situaciones difíciles que vemos y vivimos, la falta de fe, los sufrimientos que tocamos, al entrar en contacto con un corazón compungido, no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia. Cuánto necesitamos liberarnos de resistencias y recriminaciones, de egoísmos y ambiciones, de rigorismos e insatisfacciones, para encomendarnos e interceder ante Dios, encontrando en Él una paz que salva de cualquier tempestad. Adoremos, intercedamos y lloremos por los demás. Permitamos al Señor que realice maravillas. No temamos, Él nos sorprenderá.

Nuestro ministerio lo agradecerá. Hoy, en una sociedad secularizada, corremos el riesgo de mostrarnos muy activos y al mismo tiempo de sentirnos impotentes, con el resultado de perder el entusiasmo y de caer en la tentación de “tirar los remos en la barca”, de encerrarnos en la queja y de hacer prevalecer la magnitud de los problemas sobre la inmensidad de Dios. Si esto sucede, nos volvemos amargos y sarcásticos, siempre chismorreando, siempre encontrando una ocasión para quejarse. Pero si, por el contrario, la amargura y la compunción, en vez de dirigirse hacia el mundo, se dirigen hacia el propio corazón, el Señor no dejará de visitarnos y de alzarnos de nuevo. Como nos exhorta la Imitación de Cristo: «No te ocupes en cosas ajenas ni te entremetas en las causas de los mayores. Mira siempre primero por ti, y amonéstate a ti mismo más especialmente que a todos cuantos quieres bien. Si no eres favorecido de los hombres, no te entristezcas por eso, sino aflígete de que no te portas con el cuidado y circunspección que convienen»[11] .

Por último, quisiera señalar un aspecto esencial: la compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración. El arrepentimiento es don de Dios, es fruto de la acción del Espíritu Santo. Para facilitar su crecimiento, comparto con ustedes dos pequeños consejos. El primero es el de no mirar la vida y la llamada en una perspectiva de eficacia y de inmediatez, ligada sólo al hoy y a sus urgencias y expectativas, sino en el conjunto del pasado y del futuro. Del pasado, recordando la fidelidad de Dios -Dios es fiel-, haciendo memoria de su perdón, anclándonos en su amor; y del futuro, pensando en el destino eterno al que estamos llamados, en el fin último de nuestra existencia. Ampliar los horizontes queridos hermanos, ampliar los horizontes ayuda a dilatar el corazón, estimula a entrar en uno mismo con el Señor y a experimentar la compunción. Un segundo consejo, que es consecuencia de esto: es redescubrir la necesidad de dedicarnos a una oración que no sea de compromiso y funcional, sino gratuita, serena y prolongada. Hermano, ¿cómo está tu oración? Volvamos a la adoración y volvamos a la oración del corazón. ¿Te has olvidado de adorar? Repitamos: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Sintamos la grandeza de Dios en nuestra bajeza de pecadores, para mirarnos dentro y dejarnos atravesar por su mirada. Redescubriremos la sabiduría de la Santa Madre Iglesia, que nos introduce siempre en la oración con la invocación del pobre que grita: Dios mío, ven en mi auxilio.  

Queridos hermanos, volvamos ahora a san Pedro y a sus lágrimas. El altar puesto sobre su tumba nos debe hacer pensar cuántas veces nosotros, que allí decimos cada día: «Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes», cuántas veces decepcionamos y entristecemos a Aquel que nos ama hasta el punto de hacer de nuestras manos los instrumentos de su presencia. Está bien por tanto hacer nuestras aquellas palabras con las que nos preparamos en voz baja: «Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» (cf. Sal 50). En todo, hermanos, nos consuela la certeza que hoy nos ha sido entregada en la Palabra: el Señor, consagrado con la unción (cf. Lc 4,18), ha venido «a vendar los corazones heridos» (Is 61,1). Por tanto, si el corazón se rompe podrá ser vendado y curado por Jesús. Gracias, queridos sacerdotes, gracias por sus corazones abiertos y dóciles; gracias por sus fatigas y gracias por sus lágrimas, gracias por llevar la maravilla de la misericordia. Perdonen siempre, sean misericordiosos y lleven esta misericordia, lleven a Dios a los hermanos y a las hermanas de nuestro tiempo. Queridos sacerdotes, que el Señor los consuele, los confirme y los recompense. Gracias.

Francisco


Notas:
[1] «En la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (S. Ambrosio, Epistula extra collectionem, I, 12).
[2] «Esa tristeza produce un arrepentimiento que lleva a la salvación y no se debe lamentar; en cambio, la tristeza del mundo produce la muerte» ( 2 Co 7,10).
[3] Cf. S. Juan Crisóstomo, De compunctione, I, 10.
[4]Regla, IV, 57.
[5]Ibíd., XX, 3.
[6] Cf. De paenitentia, VII, 5.
[7] Cap. XXI, 2.
[8]Discursos espirituales (III Colección), XII.
[9]Discursos espirituales (I Colección), XXXIV (versión griega).
[10] Cf. Testamento, 1-3.
[11] Cap. XXI.

La primera lectura (cf. Lv 13,1-2.45-46) y el Evangelio (cf. Mc 1,40-45) hablan de la lepra: una enfermedad que conlleva la progresiva destrucción física de la persona y a la que, en algunos lugares, lamentablemente, con frecuencia se asocian todavía actitudes de marginación. Lepra y marginación son dos males de los que Jesús quiere liberar al hombre que encuentra en el Evangelio. Veamos su situación.

Aquel leproso se ve obligado a vivir fuera de la ciudad. Frágil a causa de su enfermedad, en vez de ser ayudado por sus compatriotas es abandonado a su suerte, y se le hiere aún más con el alejamiento y el rechazo. ¿Por qué? Ante todo, por miedo, por el miedo a ser contagiados y terminar como él: “¡Que no nos suceda también a nosotros! ¡No nos arriesguemos, permanezcamos alejados!”. Y viene el miedo. Después, por prejuicio: “Si tiene una enfermedad tan horrible —era la opinión común— seguramente es porque Dios lo está castigando por alguna culpa que haya cometido; y entonces, claramente, se lo merece”. Esto es el prejuicio. Y, finalmente, la falsa religiosidad. En aquel tiempo, en efecto, se consideraba que quien tocaba a un muerto se volvía impuro, y los leprosos eran gente a quienes la carne “se les moría encima”. Por tanto, se pensaba que rozarlos significaba volverse impuros como ellos. Esta es una religiosidad distorsionada, que crea barreras y sepulta la piedad.

Miedo, prejuicio y falsa religiosidad, he aquí tres causas de una gran injusticia, tres “lepras del alma” que hacen sufrir a una persona débil descartándola como un desecho. Hermanos, hermanas, no pensemos que son sólo cosas del pasado. ¡Cuántas personas que sufren encontramos en las aceras de nuestras ciudades! ¡Y cuántos miedos, prejuicios e incoherencias, aun entre los que creen y se profesan cristianos, contribuyen a herirlas aún más! También en nuestro tiempo hay tanta marginación, hay barreras que derribar, “lepras” que sanar. Pero, ¿cómo? Veamos lo que hace Jesús. Él realiza dos gestos: toca y sana.

Primer gesto: tocar. Jesús, ante el grito de ayuda de aquel hombre (cf. v. 40), siente compasión, se detiene, extiende la mano y lo toca (cf. v. 41), aun sabiendo que, haciéndolo, se convertirá a su vez en un “rechazado”. Es más, paradójicamente, los papeles se invertirán: el enfermo, cuando sea sanado, podrá ir a presentarse a los sacerdotes y ser readmitido en la comunidad. Jesús, en cambio, no podrá entrar más en ninguna ciudad (cf. v. 45). El Señor habría podido entonces evitar tocar a aquella persona, habría sido suficiente con “curarla a distancia”. Pero Cristo no es así, su camino es el del amor que se acerca al que sufre, que entra en contacto, que toca sus heridas. Nuestro Dios, queridos hermanos y hermanas, no permaneció distante en el cielo, sino que en Jesús se hizo hombre para tocar nuestra pobreza. Y frente a la “lepra” más grave, la del pecado, no dudó en morir en la cruz, fuera de los muros de la ciudad, repudiado como un pecador, para tocar nuestra realidad humana hasta lo más hondo.

Y nosotros, que amamos y seguimos a Jesús, ¿sabemos hacer nuestro su “toque”? No es fácil. Por eso debemos vigilar cuando en el corazón se asoman los instintos contrarios a su “hacerse cercano” y a su “hacerse don”. Por ejemplo, cuando tomamos distancia de los demás para centrarnos en nosotros mismos, cuando reducimos el mundo a los recintos de nuestro “estar bien”, cuando creemos que el problema son siempre y solamente los demás. En estos casos tengamos cuidado, porque el diagnóstico es claro: se trata de “lepra del alma”; una enfermedad que nos hace insensibles al amor, a la compasión, que nos destruye por medio de las “gangrenas” del egoísmo, del prejuicio, de la indiferencia y de la intolerancia. Estemos atentos también porque sucede como en el caso de las primeras manchitas de lepra, las que aparecen en la piel en la fase inicial del mal: si no se actúa de inmediato, la infección crece y se vuelve devastadora. Pero, ¿cuál es el tratamiento?

Para ello, nos ayuda el segundo gesto de Jesús, que sana (cf. v. 42). Su “tocar”, en efecto, no sólo indica cercanía, sino que es el inicio de la sanación. Porque es dejándonos tocar por Jesús que sanamos por dentro, en el corazón. Si nos dejamos tocar por Él en la oración, en la adoración, si le permitimos actuar en nosotros a través de su Palabra y de los sacramentos, el contacto con Él nos cambia realmente, nos sana del pecado, nos libera de las cerrazones, nos transforma más allá de cuanto podamos hacer por nosotros mismos, con nuestros propios esfuerzos. Nuestros miembros heridos y las enfermedades del alma debemos presentárselos a Jesús; esto se hace en la oración. Pero no una oración abstracta, hecha sólo de fórmulas repetitivas, sino una oración sincera y viva, que deposita a los pies de Cristo las miserias, las fragilidades, las falsedades, los miedos. Y yo — podemos preguntarnos—, ¿hago que Jesús toque mis “lepras” para que me sane?

Al “toque” de Jesús, en efecto, renace lo mejor de nosotros mismos. Los tejidos del corazón se regeneran; la sangre de nuestros impulsos creativos vuelve a fluir cargada de amor; las heridas de los errores del pasado se curan y la piel de las relaciones recupera su consistencia sana y natural. Retorna así la belleza que tenemos, la belleza que somos. Sintiéndonos amados por Cristo redescubrimos la alegría de entregarnos a los demás, sin miedos ni prejuicios, libres de formas de religiosidad anestesiantes y despojadas de la carne del hermano. Así se fortalece en nosotros la capacidad de amar, más allá de cualquier cálculo y conveniencia.

Entonces, como dice una bellísima página de la Escritura (cf. Ez 37,1-14), de aquello que parecía un valle de huesos resecos, resurgen cuerpos vivientes y renace un pueblo de salvados, una comunidad de hermanos. Pero sería engañoso pensar que este milagro requiera formas grandiosas y espectaculares para realizarse, porque sucede principalmente en la caridad escondida de cada día; esa caridad que se vive en la familia, en el trabajo, en la parroquia y en la escuela; en la calle, en las oficinas y en los negocios; esa caridad que no busca publicidad y no tiene necesidad de aplausos, porque al amor le basta el amor (cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. 118, 8, 3). Lo subraya hoy Jesús, cuando ordena al hombre sanado: «No le digas nada a nadie» (v. 44). Cercanía y discreción. Hermanos y hermanas, Dios nos ama así, y si nos dejamos tocar por Él, también nosotros, con la fuerza de su Espíritu, podremos convertirnos en testigos del amor que salva.

Lo enseñó santa María Antonia de Paz y Figueroa, conocida como “Mama Antula”. “Tocada” por Jesús gracias a los Ejercicios espirituales, en un contexto marcado por la miseria material y moral, se desgastó en primera persona, en medio de mil dificultades, para que muchos otros pudieran vivir su misma experiencia. De esta manera involucró a un sinfín de personas y fundó obras que perduran hasta nuestros días. Pacífica de corazón, iba “armada” con una gran cruz de madera, una imagen de la Dolorosa y un pequeño crucifijo al cuello que llevaba prendida una imagen del Niño Jesús. Lo llamaba “Manuelito”, el “pequeño Dios con nosotros”. “Tocada” y “sanada” por el “pequeño Dios de los pequeños”, al que anunció durante toda su vida, sin cansarse, porque estaba convencida -como le gustaba repetir- de que «la paciencia es buena, pero mejor es la perseverancia». Que su ejemplo y su intercesión nos ayuden a crecer en la caridad según el corazón de Dios.

Francisco

Es ciertamente un pretexto lo que usa un doctor de la Ley para presentarse a Jesús, y sólo para ponerlo a prueba. Sin embargo, su pregunta es importante, una pregunta siempre actual, que a veces se abre camino en nuestro corazón y en la vida de la Iglesia: «¿Cuál es el mandamiento más grande?» (Mt 22,36). También nosotros, sumergidos en el río vivo de la Tradición, nos preguntamos: ¿Qué es lo más importante? ¿Cuál es la fuerza motriz? ¿Qué es lo más valioso, hasta el punto de ser el principio rector de todo? Y la respuesta de Jesús es clara: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37-39).

Hermanos cardenales, hermanos obispos y sacerdotes, religiosas y religiosos, hermanas y hermanos, al finalizar este tramo de camino que hemos recorrido, es importante contemplar el “principio y fundamento” del que todo comienza y vuelve a comenzar: amar. Amar a Dios con toda la vida y amar al prójimo como a nosotros mismos. No nuestras estrategias, no los cálculos humanos, no las modas del mundo, sino amar a Dios y al prójimo; ese es el centro de todo. Pero, ¿cómo traducir ese impulso de amor? Les propongo dos verbos, dos movimientos del corazón sobre los que quisiera reflexionar: adorar y servir. Se ama a Dios con la adoración y con el servicio.

El primer verbo es adorar. Amar es adorar. La adoración es la primera respuesta que podemos ofrecer al amor gratuito, al amor sorprendente de Dios. El asombro de la adoración es esencial en la Iglesia, sobre todo en este tiempo en el que hemos perdido el hábito de la adoración. Adorar, de hecho, significa reconocer en la fe que sólo Dios es el Señor y que de la ternura de su amor dependen nuestras vidas, el camino de la Iglesia, los destinos de la historia. Él es el sentido de la vida.

Adorándolo a Él redescubrimos que somos libres. Por eso el amor al Señor en la Escritura con frecuencia está asociado a la lucha contra toda idolatría. Quien adora a Dios rechaza a los ídolos porque Dios libera, mientras que los ídolos esclavizan, nos engañan y nunca realizan aquello que prometen, porque son «obra de las manos de los hombres» (Sal 115,4). La Escritura es severa contra la idolatría porque los ídolos son obra del hombre, y son manipulados por él; en cambio, Dios es siempre el Viviente, que está aquí y más allá, «que no es en absoluto como yo lo pienso, que no depende de cuanto espero de él, que puede, por consiguiente, alterar mis expectativas, precisamente porque está vivo. La confirmación de que no siempre tenemos la idea justa de Dios es que a veces nos decepcionamos: me esperaba esto, me imaginaba que Dios se comportaría así, pero me he equivocado. De esta manera volvemos a recorrer el sendero de la idolatría, pretendiendo que el Señor actúe según la imagen que nos hemos hecho de él»(C. M. Martini, El jardín interior. Un camino para creyentes y no creyentes, Sal Terrae 2015, 71). Y esto es un riesgo que podemos correr siempre: pensar que podemos “controlar a Dios”, encerrando su amor en nuestros esquemas; en cambio, su obrar es siempre impredecible, va más allá, y por eso este obrar de Dios requiere asombro y adoración. El asombro es muy importante.

Debemos luchar siempre contra las idolatrías; las mundanas, que a menudo proceden de la vanagloria personal, como el ansia de éxito, la autoafirmación a toda costa, la avidez del dinero —el diablo entra por los bolsillos, no lo olvidemos—, la seducción del carrerismo; pero también las idolatrías disfrazadas de espiritualidad: mi espiritualidad, mis ideas religiosas, mis habilidades pastorales. Estemos vigilantes, no vaya a ser que nos pongamos nosotros mismos en el centro, en lugar de poner a Dios. Y ahora volvamos a la adoración. Que sea central para nosotros como pastores; dediquémosle cada día tiempo a la intimidad con Jesús buen Pastor ante el sagrario. Adorar. Que la Iglesia sea adoradora; que se adore al Señor en cada diócesis, en cada parroquia, en cada comunidad. Porque sólo así nos dirigiremos a Jesús y no a nosotros mismos; porque sólo a través del silencio adorador la Palabra de Dios habitará en nuestras palabras; porque sólo ante Él seremos purificados, transformados y renovados por el fuego de su Espíritu. Hermanos y hermanas, ¡adoremos al Señor Jesús!

El segundo verbo es servir. Amar es servir. En el gran mandamiento, Cristo une a Dios y al prójimo para que no estén nunca separados. No existe una experiencia religiosa que permanezca sorda al clamor del mundo, una verdadera experiencia religiosa. No hay amor de Dios sin compromiso por el cuidado del prójimo, de otro modo se corre el riesgo del fariseísmo. Quizás tengamos realmente muchas ideas hermosas para reformar la Iglesia, pero recordemos: adorar a Dios y amar a los hermanos con su mismo amor, esta es la mayor e incesante reforma. Ser Iglesia adoradora e Iglesia del servicio, que lava los pies a la humanidad herida, que acompaña el camino de los frágiles, los débiles y los descartados, que sale con ternura al encuentro de los más pobres. Dios lo ha ordenado —lo hemos escuchado— en la primera Lectura.

Hermanos y hermanas, pienso en los que son víctimas de las atrocidades de la guerra; en los sufrimientos de los migrantes; en el dolor escondido de quienes se encuentran solos y en condiciones de pobreza; en quienes están aplastados por el peso de la vida; en quienes no tienen más lágrimas, en quienes no tienen voz. Y pienso en cuántas veces, detrás de hermosas palabras y persuasivas promesas, se fomentan formas de explotación o no se hace nada para impedirlas. Es un pecado grave explotar a los más débiles, un pecado grave que corroe la fraternidad y devasta la sociedad. Nosotros, discípulos de Jesús, queremos llevar al mundo otro fermento, el del Evangelio. Dios en el centro y junto a Él aquellos que Él prefiere, los pobres y los débiles.

Es esta, hermanos y hermanas, la Iglesia que estamos llamados a soñar: una Iglesia servidora de todos, servidora de los últimos. Una Iglesia que no exige nunca un expediente de “buena conducta”, sino que acoge, sirve, ama, perdona. Una Iglesia con las puertas abiertas que sea puerto de misericordia. «El hombre misericordioso —dijo san Juan Crisostomo— es un puerto para quien está en necesidad: el puerto acoge y libera del peligro a todos los náufragos; sean ellos malvados, buenos, o sean como sean […], el puerto los protege dentro de su bahía. Por tanto, también tú, cuando veas en tierra a un hombre que ha sufrido el naufragio de la pobreza, no juzgues, no pidas cuentas de su conducta, sino libéralo de la desgracia» (Discursos sobre el pobre Lázaro, II, 5).

Hermanos y hermanas, se concluye la Asamblea sinodal. En esta “conversación del Espíritu” hemos podido experimentar la tierna presencia del Señor y descubrir la belleza de la fraternidad. Nos hemos escuchado mutuamente y, sobre todo, en la rica variedad de nuestras historias y nuestras sensibilidades, nos hemos puesto a la escucha del Espíritu Santo. Hoy no vemos el fruto completo de este proceso, pero con amplitud de miras podemos contemplar el horizonte que se abre ante nosotros. El Señor nos guiará y nos ayudará a ser una Iglesia más sinodal y más misionera, que adora a Dios y sirve a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo, saliendo a llevar la reconfortante alegría del Evangelio a todos.

Hermanos y hermanas, por todo esto que han hecho en el Sínodo y que siguen haciendo les digo gracias. Gracias por el camino que hemos hecho juntos, por la escucha y por el diálogo. Y al agradecerles quisiera expresarles un deseo para todos nosotros: que podamos crecer en la adoración a Dios y en el servicio al prójimo. Adorar y servir. Que el Señor nos acompañe. Y adelante, ¡con alegría!

Francisco

«Este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación» (2 Co 6,2). Con esta expresión, el apóstol Pablo nos ayuda a entrar en el espíritu del tiempo cuaresmal. La Cuaresma ciertamente es el tiempo favorable para volver a lo esencial, para despojarnos de lo que nos pesa, para reconciliarnos con Dios, para reavivar el fuego del Espíritu Santo que habita escondido entre las cenizas de nuestra frágil humanidad. Volver a lo esencial.Es el tiempo de gracia para llevar a cabo lo que el Señor nos ha pedido en el primer versículo de la Palabra que hemos escuchado: «Vuelvan a mí de todo corazón» (Jl 2,12).Volver a lo esencial, que es el Señor.

El rito de la ceniza nos introduce en este camino de regreso, nos invita a volver a lo que realmente somos y a volver a Dios y a los hermanos.

En primer lugar, volver a lo que realmente somos. La ceniza nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos, nos reconduce a la verdad fundamental de la vida: sólo el Señor es Dios y nosotros somos obra de sus manos. Esta es nuestra verdad.Nosotros tenemos la vida mientras que Él es la vida. Él es el Creador, mientras nosotros somos frágil arcilla que se moldea en sus manos. Nosotros venimos de la tierra y necesitamos del Cielo, de Él. Con Dios resurgiremos de nuestras cenizas, pero sin Él somos polvo. Y mientras inclinamos la cabeza, con humildad, para recibir las cenizas, traigamos a la memoria del corazón esta verdad: somos del Señor, le pertenecemos. Él, en verdad, «modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida» (Gn 2,7), es decir, existimos porque Él ha exhalado el aliento de la vida en nosotros. Y, como Padre tierno y misericordioso, Él también vive la Cuaresma, porque nos desea, nos espera, aguarda nuestro regreso. Y siempre nos anima a no desesperar, incluso cuando caemos en el polvo de nuestra fragilidad y de nuestro pecado, porque «Él conoce de qué estamos hechos, sabe muy bien que no somos más que polvo» (Sal 103,14). Escuchémoslo de nuevo: Él sabe muy bien que no somos más que polvo. Dios lo sabe. Nosotros, sin embargo, muchas veces lo olvidamos, pensando que somos autosuficientes, fuertes, invencibles sin Él; usamos maquillaje para creernos mejores de lo que somos. Somos polvo.

La Cuaresma es por tanto el tiempo para que recordemos quién es el Creador y quién la criatura; para proclamar que sólo Dios es el Señor; para desnudarnos de la pretensión de bastarnos a nosotros mismos y del afán de ponernos en el centro, de ser los primeros de la clase, de pensar que sólo con nuestras capacidades podemos ser protagonistas de la vida y trasformar el mundo que nos rodea. Este es el tiempo favorable para convertirnos, para cambiar la mirada antes que nada sobre nosotros mismos, para vernos por dentro. Cuántas distracciones y superficialidades nos apartan de lo que es importante. Cuántas veces nos centramos en nuestros deseos o en lo que nos falta, alejándonos del centro del corazón, olvidándonos de abrazar el sentido de nuestro ser en el mundo. La Cuaresma es un tiempo de verdad para quitarnos las máscaras que llevamos cada día aparentando ser perfectos a los ojos del mundo; para luchar, como nos ha dicho Jesús en el Evangelio, contra la falsedad y la hipocresía. No las de los demás, sino las nuestras; mirarlas a la cara y luchar.

Pero hay también un segundo paso: la ceniza nos invita a volver a Dios y a los hermanos. De hecho, si volvemos a la verdad de lo que somos y nos damos cuenta de que nuestro yo no es autosuficiente, entonces descubrimos que existimos gracias a las relaciones, tanto la originaria con el Señor como las vitales con los demás. Así, la ceniza que hoy recibimos en la cabeza nos dice que cada presunción de autosuficiencia es falsa y que idolatrar el yo es destructivo y nos encierra en la jaula de la soledad; mirarse al espejo imaginando ser perfectos, imaginando ser el centro del mundo. Nuestra vida, sin embargo, es sobre todo una relación; la hemos recibido de Dios y de nuestros padres, y siempre podemos renovarla y regenerarla gracias al Señor y a aquellos que Él ha puesto junto a nosotros. La Cuaresma es el tiempo favorable para reavivar nuestras relaciones con Dios y con los demás; para abrirnos en el silencio a la oración y a salir del baluarte de nuestro yo cerrado; para romper las cadenas del individualismoy del aislamiento y redescubrir, a través del encuentro y la escucha, quién es el que camina a nuestro lado cada día, y volver a aprender a amarlo como hermano o hermana.

Hermanos y hermanas, ¿cómo realizar todo esto? Para completar este camino —volver a lo que realmente somos y volver a Dios y a los demás— se nos invita a recorrer tres grandes vías: la limosna, la oración y el ayuno. Son las vías clásicas, no se necesitan novedades en este camino. Lo dijo Jesús y está claro: la limosna, la oración y el ayuno.Yno se trata de ritos exteriores, sino de gestos que deben expresar una renovación del corazón. La limosna no es un gesto rápido para limpiarse la conciencia, para compensar un poco el desequilibrio interior,sino que es un tocar con las propias manos y con las propias lágrimas los sufrimientos de los pobres; la oración no es ritualidad, sino diálogo de verdad y amor con el Padre; yel ayuno no es un simple sacrificio, sino un gesto fuerte para recordarle a nuestro corazón qué es lo que permanece y qué es lo pasajero. Jesús nos hace «una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras. En efecto, ¿de qué sirve […] rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia?» (Benedicto XVI, Homilía miércoles de ceniza, 1 marzo 2006). Muchas veces, sin embargo, nuestros gestos y ritos no tocan la vida, no son auténticos, quizás los hacemos sólo para que los demás nos admiren, para recibir el aplauso, para atribuirnos el crédito. Recordemos que en la vida personal, como en la vida de la Iglesia, lo que cuenta no es lo exterior, los juicios humanos y el aprecio del mundo; sino sólo la mirada de Dios, que lee el amor y la verdad.

Si nos ponemos humildemente bajo su mirada, entonces la limosna, la oración y el ayuno no se quedan en gestos exteriores, sino que expresan quiénes somos verdaderamente: hijos de Dios y hermanos entre nosotros. La limosna, la caridad, manifestará nuestra compasión con quien está necesitado, nos ayudará a volver a los demás; la oración dará voz a nuestro íntimo deseo de encontrar al Padre, haciéndonos volver a Él; el ayuno será una gimnasia espiritual para renunciar con alegría a lo que es superfluo y nos sobrecarga, para ser interiormente más libres y volver a lo que realmente somos. Encuentro con el Padre, libertad interior, compasión.

Queridos hermanos y hermanas, inclinemos la cabeza, recibamos la ceniza, aligeremos el corazón. Pongámonos en camino por medio de la caridad: nos han dado cuarenta días favorables para recordarnos que el mundo no se cierra en los estrechos límites de nuestras necesidades personales y para redescubrir la alegría, no en las cosas que se acumulan, sino en el cuidado de aquellos que se encuentran en la necesidad y en la aflicción. Pongámonos en camino por medio de la oración: se nos otorgan cuarenta días favorables para dar a Dios la primacía de nuestra vida, para volver a dialogar con Él de todo corazón, no en ratos perdidos. Pongámonos en camino por medio del ayuno: se nos ofrecen cuarenta días favorables para reencontrarnos, para frenar la dictadura de las agendas siempre llenas de cosas por hacer; de las pretensiones de un ego cada vez más superficial y engorroso; y de elegir lo que de verdad importa.

Hermanos y hermanas, no desperdiciemos la gracia de este tiempo santo. Fijemos nuestra mirada en el Crucificado y caminemos. Respondamos con generosidad a las llamadas fuertes de la Cuaresma. Y al final del trayecto encontraremos con más alegría al Señor de la vida; lo encontraremos a Él,al único que nos hará resurgir de nuestras cenizas.

Francisco

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Son las últimas palabras que el Señor pronunció en la cruz; su último suspiro –podríamos decir– capaz de confirmar lo que selló toda su vida: un continuo entregarse en las manos de su Padre. Manos de perdón y de compasión, de curación y de misericordia, manos de unción y bendición que lo impulsaron a entregarse también en las manos de sus hermanos. El Señor, abierto a las historias que encontraba en el camino, se dejó cincelar por la voluntad de Dios, cargando sobre sus hombros todas las consecuencias y dificultades del Evangelio, hasta ver sus manos llagadas por amor: «Aquí están mis manos» (Jn 20,27), le dijo a Tomás, y lo dice a cada uno de nosotros: “aquí están mis manos”. Manos llagadas que salen al encuentro y no cesan de ofrecerse para que conozcamos el amor que Dios nos tiene y creamos en él (cf. 1 Jn 4,16)[1].

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» es la invitación y el programa de vida que inspira y quiere moldear como un alfarero (cf. Is 29,16) el corazón del pastor, hasta que latan en él los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5). Entrega agradecida de servicio al Señor y a su Pueblo, que nace por haber acogido un don totalmente gratuito: “Tú me perteneces… tú les perteneces”, susurra el Señor; “tú estás bajo la protección de mis manos, bajo la protección de mi corazón. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas”[2]. Es la condescendencia de Dios y su cercanía, capaz de ponerse en las manos frágiles de sus discípulos para alimentar a su pueblo y decir con Él: tomen y coman, tomen y beban, esto es mi cuerpo, cuerpo que se entrega por ustedes (cf. Lc 22,19). La synkatabasis total de Dios.

Entrega orante que se forja y acrisola silenciosamente entre las encrucijadas y contradicciones que el pastor debe afrontar (cf. 1 P 1,6-7) y la confiada invitación a apacentar el rebaño (cf. Jn 21,17). Como el Maestro, lleva sobre sus hombros el cansancio de la intercesión y el desgaste de la unción por su pueblo, especialmente allí donde la bondad está en lucha y sus hermanos ven peligrar su dignidad (cf. Hb 5,7-9). Encuentro de intercesión donde el Señor va gestando esa mansedumbre capaz de comprender, recibir, esperar y apostar más allá de las incomprensiones que esto puede generar. Fecundidad invisible e inaferrable, que nace de saber en qué manos se ha puesto la confianza (cf. 2 Tm 1,12). Confianza orante y adoradora, capaz de interpretar las acciones del pastor y ajustar su corazón y sus decisiones a los tiempos de Dios (cf. Jn 21,18): «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia»[3].

Y también entrega sostenida por la consolación del Espíritu, que lo espera siempre en la misión: en la búsqueda apasionada por comunicar la hermosura y la alegría el Evangelio (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 57), en el testimonio fecundo de aquellos que, como María, permanecen de muchas maneras al pie de la cruz, en esa dolorosa pero recia paz que no agrede ni avasalla; y en la terca pero paciente esperanza en que el Señor cumplirá su promesa, como lo había prometido a nuestros padres y a su descendencia por siempre (cf. Lc 1,54-55).

También nosotros, aferrados a las últimas palabras del Señor y al testimonio que marcó su vida, queremos, como comunidad eclesial, seguir sus huellas y confiar a nuestro hermano en las manos del Padre: que estas manos de misericordia encuentren su lámpara encendida con el aceite del Evangelio, que él esparció y testimonió durante su vida (cf. Mt 25,6-7).

San Gregorio Magno, al finalizar la Regla pastoral, invitaba y exhortaba a un amigo a ofrecerle esta compañía espiritual: «En medio de las tempestades de mi vida, me alienta la confianza de que tú me mantendrás a flote en la tabla de tus oraciones, y que, si el peso de mis faltas me abaja y humilla, tú me prestarás el auxilio de tus méritos para levantarme». Es la conciencia del Pastor que no puede llevar solo lo que, en realidad, nunca podría soportar solo y, por eso, es capaz de abandonarse a la oración y al cuidado del pueblo que le fue confiado[4]. Es el Pueblo fiel de Dios que, reunido, acompaña y confía la vida de quien fuera su pastor. Como las mujeres del Evangelio en el sepulcro, estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde; queremos hacerlo con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años. Queremos decir juntos: “Padre, en tus manos encomendamos su espíritu”.

Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz.

Francisco


Notas:
[1] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 1.
[2] Cf. Íd., Homilía en la Misa Crismal, 13 de abril de 2006.
[3] Íd., Homilía en la Misa de inicio del pontificado, 24 de abril de 2005.
[4] Cf. ibíd.

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!

Estoy contento de poder encontrarme con ustedes y volver a ver los rostros de varios representantes indígenas que hace algunos meses fueron a visitarme a Roma. Aquel encuentro fue muy significativo para mí. Ahora estoy en la casa de ustedes, como amigo y peregrino, estoy en sus tierras, en el templo donde se reúnen para alabar a Dios como hermanos y hermanas. En Roma, después de escucharlos, les dije que «un proceso de sanación eficaz requiere acciones concretas» (Discurso a las delegaciones de los pueblos indígenas de Canadá, 1 abril 2022). Me alegra ver que en esta parroquia, en la que confluyen personas de diversas comunidades de las First Nations, de los Métis y de los Inuit, junto con gente no indígena de los barrios locales y diversos hermanos y hermanas inmigrantes, dicho proceso ya ha comenzado. Esta es una casa para todos, abierta e inclusiva, tal como debe ser la Iglesia, familia de los hijos de Dios donde la hospitalidad y la acogida, valores típicos de la cultura indígena, son esenciales; donde cada uno debe sentirse bienvenido, independientemente de la propia historia y de sus circunstancias vitales. Quisiera también decirles gracias por la cercanía concreta a tantos pobres, esto me toca mucho -que también son numerosos en este rico país-, por medio de vuestra caridad, esto es lo que desea Jesús, que nos ha dicho y nos repite siempre en el Evangelio: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). Es Jesús el que está.

Y al mismo tiempo, no debemos olvidar que también en la Iglesia el trigo se mezcla con la cizaña. Y también en la Iglesia. Y precisamente a causa de esa cizaña quise realizar esta peregrinación penitencial, y comenzarla esta mañana haciendo memoria del mal que sufrieron los pueblos indígenas por parte de muchos cristianos y con dolor pedir perdón. Me duele pensar que algunos católicos hayan contribuido a las políticas de asimilación y desvinculación que transmitían un sentido de inferioridad, sustrayendo a comunidades y personas sus identidades culturales y espirituales, cortando sus raíces y alimentando actitudes prejuiciosas y discriminatorias, y que eso también se haya hecho en nombre de una educación que se suponía cristiana. La educación siempre debe partir del respeto y de la promoción de los talentos que ya están en las personas. No es ni puede ser nunca algo elaborado previamente que se impone, porque educar es la aventura de explorar y descubrir juntos el misterio de la vida. Gracias a Dios, en parroquias como ésta, día tras día, se construyen por medio del encuentro las bases para la sanación y reconciliación. Sanación, reconciliación. Quiero decir algo que no esta escrito ahí, quiero agradecer de manera especial el trabajo que hicieron los señores Obispos para lograr que pudiera venir aquí, que ustedes pudieran ir allá, una conferencia episcopal unida hace gestos grandes, da muchos frutos, muchas gracias a la conferencia episcopal.

Reconciliación. Esta tarde quisiera compartir algunas reflexiones sobre esta palabra. ¿Qué nos sugiere Jesús cuando habla de reconciliación? o ¿cuándo nos inspira la reconciliación? ¿Qué significado tiene hoy para nosotros la reconciliación? Queridos amigos, la reconciliación obrada por Cristo no fue un acuerdo de paz exterior, una especie de compromiso para contentar a las partes. Tampoco fue una paz caída del cielo, que llegó por imposición de lo alto o por absorción del otro. El apóstol Pablo explica que Jesús reconcilia poniendo juntos, haciendo de dos realidades distantes una única realidad, una sola cosa, un solo pueblo. Y, ¿cómo lo hace? Por medio de la cruz (cf. Ef 2,14). Es Jesús quien nos reconcilia entre nosotros en la cruz, es Jesús quien nos reconcilia entre nosotros en la cruz, en aquel árbol de la vida, como les gustaba decir a los primeros cristianos. La cruz árbol de la vida.

Ustedes, queridos hermanos y hermanas indígenas, tienen mucho que enseñarnos sobre el significado vital del árbol que, unido a la tierra por las raíces, da oxígeno por medio de las hojas y nos nutre con sus frutos. Y es hermoso ver la simbología del árbol representada en la fisonomía de esta iglesia, donde un tronco une a la tierra un altar sobre el cual Jesús nos reconcilia en la Eucaristía, «acto de amor cósmico» que «une el cielo y la tierra, abraza todo lo creado» (Carta enc. Laudato si’, 236). Este simbolismo litúrgico me recuerda un pasaje estupendo pronunciado por san Juan Pablo II en este país, y dice así: «Cristo anima el centro mismo de cada cultura, por lo que el cristianismo no sólo comprende a todos los pueblos indígenas, sino que el mismo Cristo, en los miembros de su cuerpo, es indígena» (Liturgia de la Palabra con los indígenas de Canadá, 15 septiembre 1984). Y es Él quien en la cruz reconcilia, vuelve a unir lo que parecía impensable e imperdonable, abraza a todos y a todo. Todos y todo. Los pueblos indígenas atribuyen un fuerte significado cósmico a los puntos cardinales, estos no sólo se conciben como puntos de referencia geográfica sino también como dimensiones que abrazan la realidad en su conjunto e indican el camino para sanarla, representada por la llamada “rueda de la medicina”. Este templo hace propia esa simbología de los puntos cardinales y les atribuye un significado cristológico. Jesús, por medio de las extremidades de su cruz, abraza los puntos cardinales y reúne a los pueblos más lejanos, Jesús sana y pacifica todo (cf. Ef 2,14). Allí cumple el designio de Dios: “reconciliar todas las cosas” (cf. Col 1,20).

Hermanos, hermanas, ¿qué significa esto para el que lleva dentro heridas tan dolorosas? Comprendo el cansancio al ver cualquier perspectiva de reconciliación en quien ha sufrido tremendamente a causa de hombres y mujeres que tenían que dar testimonio de vida cristiana. Nada puede borrar la dignidad violada, el mal sufrido, la confianza traicionada. Y tampoco debe borrarse nunca la vergüenza de nosotros creyentes. Pero es necesario empezar de nuevo. Y Jesús no nos propone palabras y buenos propósitos, sino que nos propone la cruz, ese amor escandaloso que se deja atravesar los pies y las muñecas por los clavos y traspasar la cabeza por las espinas. Esta es la dirección a seguir, mirar juntos a Cristo, el amor traicionado y crucificado por nosotros; ver a Jesús, crucificado en tantos alumnos de las escuelas residenciales. Si queremos reconciliarnos entre nosotros y dentro de nosotros, reconciliarnos con el pasado, con las injusticias sufridas y con la memoria herida, con sucesos traumáticos que ningún consuelo humano puede sanar, si queremos reconciliarnos realmente hay que levantar la mirada a Jesús crucificado, hay que obtener la paz en su altar. Porque, precisamente, es en el árbol de la cruz donde el dolor se transforma en amor, la muerte en vida, la decepción en esperanza, el abandono en comunión, la distancia en unidad. La reconciliación no es tanto una obra nuestra, es un regalo, es un don que brota del Crucificado, es paz que viene del Corazón de Jesús, es una gracia que hay que pedir. La reconciliación es una gracia que hay que pedir.

Hay otro aspecto de la reconciliación del que quisiera hablarles. El apóstol Pablo explica que Jesús, por medio de la cruz, nos ha reconciliado en un solo cuerpo (cf. Ef 2,14). ¿De qué cuerpo habla? Habla de la Iglesia, la Iglesia es este cuerpo vivo de reconciliación. Pero, si pensamos en el dolor imborrable experimentado en este lugar por tantas personas en el seno de instituciones eclesiales, sólo se experimenta rabia, sólo se experimenta vergüenza. Eso sucedió cuando los creyentes se dejaron mundanizar y, más que promover la reconciliación, impusieron su propio modelo cultural. Esta mentalidad, hermanos y hermanas, tarda en morir, incluso desde el punto de vista religioso. De hecho, parecería más conveniente inculcar a Dios en las personas, en lugar de permitir que las personas se acerquen a Dios. Una contradicción. Pero no funciona nunca, porque el Señor no obra así, él no obliga, no sofoca ni oprime; sino que ama, libera, deja libres. Él no sostiene con su Espíritu a quienes someten a los demás, a quienes confunden el Evangelio de la reconciliación con el proselitismo. Porque no se puede anunciar a Dios de un modo contrario a Dios. Sin embargo, ¡cuántas veces ha sucedido en la historia! Mientras Dios se presenta sencilla y humildemente, nosotros tenemos la tentación de imponerlo y de imponernos en su nombre. Es la tentación mundana de hacerlo bajar de la cruz para manifestarlo con el poder y la apariencia. Pero Jesús reconcilia en la cruz, no bajando de la cruz. Y allí, alrededor de la cruz, estaban los que pensaban en sí mismos y tentaban a Cristo repitiéndole que se salvara a sí mismo (cf. Lc 23,35-36), sin pensar en los demás. Hermanos y hermanas, en nombre de Jesús, que esto no vuelva a pasar en la Iglesia. Que Jesús sea anunciado como Él desea, en la libertad y en la caridad, y que cada persona crucificada que encontremos no sea para nosotros un caso que resolver, sino un hermano o una hermana a quien amar, carne de Cristo a la que amar. ¡Que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, sea cuerpo vivo de reconciliación!

La misma palabra reconciliación es prácticamente sinónimo de Iglesia. El término, en efecto, significa “hacer un concilio nuevo”, reconciliación. Hacer un concilio nuevo. Por eso, la Iglesia es la casa donde conciliarse nuevamente, donde reunirse para volver a comenzar y crecer juntos. Es el lugar donde se deja de pensar como individuos para reconocerse hermanos mirándose a los ojos, acogiendo las historias y la cultura del otro, dejando que la mística del estar juntos tan agradable al Espíritu Santo favorezca la sanación de la memoria herida. Este es el camino, no decidir por los otros, no encasillar a todos dentro de esquemas prestablecidos, sino ponerse ante el Crucificado y ante el hermano para aprender a caminar juntos. Esta es la Iglesia -y ojalá fuese siempre así-, la Iglesia no un conjunto de ideas y preceptos que inculcar a la gente, la Iglesia es una casa acogedora para todos. Y ojalá sea siempre así. La Iglesia es un templo con las puertas siempre abiertas. Lo escuchamos de estos dos hermanos nuestros, que dicen esta parroquia es así: un templo con las puertas siempre abiertas, donde todos nosotros, templos vivos del Espíritu, nos encontramos, servimos y nos reconciliamos. Queridos hermanos y hermanas, los gestos y las visitas pueden ser importantes, pero la mayor parte de las palabras y de las actividades de reconciliación ocurren a nivel local, en comunidades como ésta, donde las personas y las familias caminan a la par, día tras día. Rezar juntos, ayudar juntos, compartir las historias de vida, las alegrías y las luchas comunes abre la puerta a la obra reconciliadora de Dios.

Hay una imagen conclusiva que nos puede ayudar. En este templo, sobre el altar y el sagrario, vemos las cuatro estacas de una típica tienda indígena -supe que se llama tipi-. La tienda tiene un gran significado bíblico. Cuando Israel caminaba en el desierto, Dios habitaba en una tienda que se instalaba cada vez que el pueblo se detenía. Era la Tienda del Encuentro. Nos recuerda que Dios camina con nosotros y le gusta encontrarnos juntos, reunidos, en concilio. Y cuando se hace hombre, el Evangelio dice, literalmente, que “puso su tienda entre nosotros” (cf. Jn 1,14). Dios es el Dios de la cercanía, en Jesús nos enseña el lenguaje de la compasión y de la ternura. Esto se debe entender cada vez que vamos a la iglesia, donde Él está presente en el tabernáculo, palabra que significa precisamente tienda. Dios pone su tienda entre nosotros, nos acompaña en nuestros desiertos; no vive en palacios celestiales, sino en nuestra Iglesia, y desea que sea casa de reconciliación.

Jesús crucificado resucitado, que habitas en este pueblo que es tuyo Señor, que deseas resplandecer a través de nuestras comunidades y nuestras culturas, Jesús tómanos de la mano y, también en los desiertos de la historia, guía nuestros pasos por el camino de la reconciliación. Amén.

Francisco

Muchos escritores han evocado la belleza de las noches, iluminadas por las estrellas. Las noches de la guerra, en cambio, están surcadas por luminosas estelas de muerte. En esta noche, hermanos y hermanas, dejémonos tomar de la mano por las mujeres del Evangelio, para descubrir con ellas la manifestación de la luz de Dios que brilla en las tinieblas del mundo. Esas mujeres, mientras la noche se disipaba y las primeras luces del alba despuntaban sin clamores, se dirigieron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Y allí vivieron una experiencia desconcertante: primero descubrieron que la tumba estaba vacía; después vieron dos figuras con vestiduras resplandecientes, que les dijeron que Jesús había resucitado; y rápidamente corrieron a anunciar la noticia a los demás discípulos (cf. Lc 24,1-10). Ven, escuchan, anuncian. Con estas tres acciones entramos también nosotros en la Pascua del Señor.

Las mujeres ven. El primer anuncio de la Resurrección no se presenta como una fórmula que hay que comprender, sino como un signo que hay que contemplar. En un cementerio, junto a un sepulcro, donde todo debería estar ordenado y tranquilo, las mujeres vieron «que la piedra estaba corrida. Cuando entraron no hallaron el cuerpo del Señor Jesús» (vv. 2-3). La Pascua, por tanto, empieza cambiando nuestros esquemas. Llega con el don de una esperanza sorprendente. Pero no es fácil acogerla. A veces -debemos admitirlo- esta esperanza no encuentra espacio en nuestro corazón. También en nosotros, como en las mujeres del Evangelio, prevalecen preguntas e incertidumbres, y la primera reacción ante el signo imprevisto es el miedo, el “no levantar la vista del suelo” (cf. vv. 4-5).

Con mucha frecuencia, miramos la vida y la realidad sin levantar los ojos del suelo; sólo enfocamos el hoy que pasa, sentimos desilusión por el futuro y nos encerramos en nuestras necesidades, nos acomodamos en la cárcel de la apatía, mientras seguimos lamentándonos y pensando que las cosas no cambiarán nunca. Y así permanecemos inmóviles ante la tumba de la resignación y del fatalismo, y sepultamos la alegría de vivir. Pero, sin embargo, esta noche el Señor quiere darnos unos ojos diferentes, encendidos por la esperanza de saber que el miedo, el dolor y la muerte no tendrán la última palabra sobre nosotros. Gracias a la Pascua de Jesús podemos dar el salto de la nada a la vida, «y la muerte ya no podrá defraudarnos más de nuestra existencia» (K. Rahner, Cosa significa la Pasqua, Brescia 2021, 28), que ha sido abrazada totalmente y para siempre por el amor infinito de Dios. Es verdad que puede atemorizarnos y paralizarnos, ¡pero el Señor ha resucitado! Levantemos la mirada, quitemos de nuestros ojos el velo de la amargura y la tristeza, y abrámonos a la esperanza de Dios.

En segundo lugar, las mujeres escuchan. Después de haber visto el sepulcro vacío, dos hombres con vestiduras resplandecientes les dijeron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Nos hace bien escuchar y repetir estas palabras: ¡no está aquí! Cada vez que creemos saber todo sobre Dios, que lo podemos encasillar en nuestros esquemas, repitámonos a nosotros mismos: ¡no está aquí! Cuando lo buscamos sólo en la emoción, muchas veces pasajera, o en el momento de la necesidad, para después hacerlo a un lado y olvidarnos de Él en las situaciones y en las decisiones concretas de cada día, repitámonos: ¡no está aquí! Y cuando pensamos que lo hemos aprisionado en nuestras palabras, en nuestras fórmulas, en nuestras costumbres, pero nos olvidamos de buscarlo en los rincones más oscuros de la vida, donde hay alguien que llora, que lucha, sufre y espera, repitámonos: ¡no está aquí!

Escuchemos también nosotros la pregunta dirigida a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. No podemos celebrar la Pascua si seguimos quedándonos en la muerte; si permanecemos prisioneros del pasado; si en la vida no tenemos la valentía de dejarnos perdonar por Dios, que perdona todo, la valentía de cambiar, de terminar con las obras del mal, de decidirnos por Jesús y por su amor; si seguimos reduciendo la fe a un amuleto, haciendo de Dios un hermoso recuerdo de tiempos pasados, en lugar de descubrirlo como el Dios vivo que hoy quiere transformarnos a nosotros y al mundo. Un cristianismo que busca al Señor entre los vestigios del pasado y lo encierra en el sepulcro de la costumbre es un cristianismo sin Pascua. ¡Pero el Señor ha resucitado! ¡No nos detengamos en torno a los sepulcros, sino vayamos a redescubrirlo a Él, el Viviente! Y no tengamos miedo de buscarlo también en el rostro de los hermanos, en la historia del que espera y del que sueña, en el dolor del que llora y sufre: ¡Dios está allí!

Por último, las mujeres anuncian. ¿Qué anuncian? La alegría de la Resurrección. La Pascua no acontece para consolar íntimamente al que llora la muerte de Jesús, sino para abrir de par en par los corazones al anuncio extraordinario de la victoria de Dios sobre el mal y sobre la muerte. Por eso, la luz de la Resurrección no quiere retener a las mujeres en el éxtasis de un gozo personal, no tolera actitudes sedentarias, sino que genera discípulos misioneros que “regresan del sepulcro” (cf. v. 9) y llevan a todos el Evangelio del Resucitado. Es por eso que, después de haber visto y escuchado, las mujeres corrieron a anunciar la alegría de la Resurrección a los discípulos. Sabían que podían pensar que estaban locas, tanto es así que el Evangelio dice que sus palabras les parecieron «una locura» (v. 11), pero ellas no se preocuparon de su reputación ni de defender su imagen; no midieron sus sentimientos ni calcularon sus palabras. Solamente tenían el fuego en el corazón para llevar la noticia, el anuncio: “¡El Señor ha resucitado!”

¡Y qué hermosa es una Iglesia que corre de esta manera por los caminos del mundo! Sin miedos, sin estrategias ni oportunismos; sólo con el deseo de llevar a todos la alegría del Evangelio. A esto somos llamados, a experimentar el encuentro con el Resucitado y a compartirlo con los demás; a correr la piedra del sepulcro, donde con frecuencia hemos encerrado al Señor, para difundir su alegría en el mundo. Resucitemos a Jesús, el Viviente, de los sepulcros donde lo hemos metido, liberémoslo de las formalidades donde a menudo lo hemos encerrado. Despertémonos del sueño de la vida tranquila en la que a veces lo hemos acomodado, para que no moleste ni incomode más. Llevémoslo a la vida cotidiana: con gestos de paz en este tiempo marcado por los horrores de la guerra; con obras de reconciliación en las relaciones rotas y de compasión hacia los necesitados; con acciones de justicia en medio de las desigualdades y de verdad en medio de las mentiras. Y, sobre todo, con obras de amor y de fraternidad.

Hermanos y hermanas, nuestra esperanza se llama Jesús. Él entró en el sepulcro de nuestros pecados, llegó hasta el lugar más profundo en el que nos habíamos perdido, recorrió los enredos de nuestros miedos, cargó con el peso de nuestras opresiones y, desde los abismos más oscuros de nuestra muerte, nos despertó a la vida y transformó nuestro luto en danza. ¡Celebremos la Pascua con Cristo! Él está vivo y también hoy pasa, transforma, libera. Con Él el mal no tiene más poder, el fracaso no puede impedir que empecemos de nuevo, la muerte se convierte en un paso para el inicio de una nueva vida. Porque con Jesús, el Resucitado, ninguna noche es infinita; y, aun en la oscuridad más densa, en esa oscuridad brilla la estrella de la mañana.

En esta oscuridad que ustedes viven, señor alcalde, señoras y señores diputados, en esta oscuridad de la guerra, de la crueldad, todos nosotros rezamos, rezamos con ustedes y por ustedes esta noche. Rezamos por tantos sufrimientos. Nosotros podemos darles solamente nuestra compañía, nuestra oración y decirles: “¡Valor! ¡estamos con ustedes!” Y también decirles lo más grande que hoy se celebra: ¡Christòs voskrés! [¡Cristo ha resucitado!].

Francisco

En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado en el Evangelio se contraponen, en efecto, a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la idea: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en el tener, en el poder, en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.

Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo discuerda con el Salvador que se ofrece a sí mismo. En el Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para sí; es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo: «Padre, perdónalos» (v. 34).

Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico, durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos imaginar el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión, Cristo pide perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar toda su rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros mártires, que son mencionados en la Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en per-dón.

Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más bondadosas: Padre, perdónalos. Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y perdonarme”.

Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros, la vida o la historia. Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos: ¿seguimos al Maestro o seguimos a nuestro instinto rencoroso? Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar. Y también vemos que sucede lo mismo en la invitación al banquete de bodas de su hijo. Aquel señor manda a sus criados a los cruces de los caminos y les dice: “Traigan a todos, blancos, negros, buenos y malos; a todos, sanos, enfermos; a todos…” (cf Mt 22,9-10). El amor de Jesús es para todos, en esto no hay privilegios. Es para todos. El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado, perdonado

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca que Jesús «decía» (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente, sino entenderlo también con el corazón. Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón, pero Él nunca se cansa de perdonar. Él no es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer nosotros. Jesús -enseña el Evangelio de Lucas- vino al mundo a traernos el perdón de nuestros pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). Hermanos y hermanas, no nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. No nos cansemos del perdón de Dios.

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más. Jesús no sólo implora el perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura, los procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado. No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es interesante el argumento que utiliza: porque no saben, es aquella ignorancia del corazón que tenemos todos nosotros pecadores. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado allí, hoy.

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita; pero sólo uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón acoge a Dios mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la historia.

Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo pecado. Dios perdona a todos, puede perdonar toda distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con Cristo siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo violento, nuestro mundo herido, no se cansa nunca de repetir -y nosotros lo hacemos ahora con el corazón, en silencio-, de repetir: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Francisco

Una persona, un hombre rico, corrió hacia Jesús mientras Él «iba de camino» (Mc 10,17). Muchas veces los Evangelios nos presentan a Jesús “en camino”, acompañando al hombre en su marcha y escuchando las preguntas que pueblan e inquietan su corazón. De este modo, Él nos revela que Dios no habita en lugares asépticos, en lugares tranquilos, lejos de la realidad, sino que camina a nuestro lado y nos alcanza allí donde estemos, en las rutas a veces ásperas de la vida. Y hoy, al dar inicio al itinerario sinodal, todos –el Papa, los obispos, los sacerdotes, las religiosas y los religiosos, las hermanas y los hermanos laicos– comenzamos preguntándonos: nosotros, comunidad cristiana, ¿encarnamos el estilo de Dios, que camina en la historia y comparte las vicisitudes de la humanidad? ¿Estamos dispuestos a la aventura del camino o, temerosos ante lo incierto, preferimos refugiarnos en las excusas del “no hace falta” o del “siempre se ha hecho así”?

Hacer sínodo significa caminar juntos en la misma dirección. Miremos a Jesús, que en primer lugar encontró en el camino al hombre rico, después escuchó sus preguntas y finalmente lo ayudó a discernir qué tenía que hacer para heredar la vida eterna. Encontrar, escuchar, discernir: tres verbos del Sínodo en los que quisiera detenerme.

Encontrar. El Evangelio comienza refiriendo un encuentro. Un hombre se encontró con Jesús y se arrodilló ante Él, haciéndole una pregunta decisiva: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (v. 17). Una pregunta tan importante exige atención, tiempo, disponibilidad para encontrarse con el otro y dejarse interpelar por su inquietud. El Señor, en efecto, no se muestra distante, molesto o alterado, al contrario, se detiene con él. Está disponible para el encuentro. Nada lo deja indiferente, todo lo apasiona. Encontrar los rostros, cruzar las miradas, compartir la historia de cada uno; esta es la cercanía de Jesús. Él sabe que un encuentro puede cambiar la vida. Y en el Evangelio abundan encuentros con Cristo que reaniman y curan. Jesús no tenía prisa, no miraba el reloj para terminar rápido el encuentro. Siempre estaba al servicio de la persona que encontraba, para escucharla.

También nosotros, que comenzamos este camino, estamos llamados a ser expertos en el arte del encuentro. No en organizar eventos o en hacer una reflexión teórica de los problemas, sino, ante todo, en tomarnos tiempo para estar con el Señor y favorecer el encuentro entre nosotros. Un tiempo para dar espacio a la oración, a la adoración, esta oración que tanto descuidamos: adorar, dar espacio a la adoración, a lo que el Espíritu quiere decir a la Iglesia; para enfocarnos en el rostro y la palabra del otro, encontrarnos cara a cara, dejarnos alcanzar por las preguntas de las hermanas y los hermanos, ayudarnos para que la diversidad de los carismas, vocaciones y ministerios nos enriquezca. Todo encuentro –lo sabemos– requiere apertura, valentía, disponibilidad para dejarse interpelar por el rostro y la historia del otro. Mientras a menudo preferimos refugiarnos en relaciones formales o usar máscaras de circunstancia, el espíritu clerical y de corte, soy más monsieur l’abbé que padre, el encuentro nos cambia y con frecuencia nos sugiere nuevos caminos que no pensábamos recorrer. Hoy, después del Ángelus, recibiré a un grupo de personas de la calle, que simplemente se reunió porque hay un grupo de gente que va a escucharlos, solo para escucharlos. Y desde la escucha lograron empezar a caminar. Muchas veces es este justamente el modo en que Dios nos indica la vía a seguir, haciéndonos salir de nuestras rutinas desgastadas. Todo cambia cuando somos capaces de encuentros auténticos con Él y entre nosotros. Sin formalismos, sin falsedades, sin maquillajes.

Segundo verbo: escuchar. Un verdadero encuentro sólo nace de la escucha. Jesús, en efecto, se puso a escuchar la pregunta de aquel hombre y su inquietud religiosa y existencial. No dio una respuesta formal, no ofreció una solución prefabricada, no fingió responder con amabilidad sólo para librarse de él y continuar su camino. Simplemente lo escuchó. Todo el tiempo que fue necesario lo escuchó sin prisa. Y la cosa más importante, Jesús no tiene miedo de escucharlo con el corazón y no sólo con los oídos. En efecto, su respuesta no se limitó a contestar la pregunta, sino que le permitió al hombre rico que contara su propia historia, que hablara de sí mismo con libertad. Cristo le recordó los mandamientos, y él comenzó a hablar de su infancia, a compartir su itinerario religioso, la manera en la que se había esforzado por buscar a Dios. Cuando escuchamos con el corazón sucede esto: el otro se siente acogido, no juzgado, libre para contar la propia experiencia de vida y el propio camino espiritual.

Preguntémonos, con sinceridad en este itinerario sinodal: ¿cómo estamos con la escucha? ¿Cómo va “el oído” de nuestro corazón? ¿Permitimos a las personas que se expresen, que caminen en la fe aun cuando tengan recorridos de vida difíciles, que contribuyan a la vida de la comunidad sin que se les pongan trabas, sin que sean rechazadas o juzgadas? Hacer sínodo es ponerse en el mismo camino del Verbo hecho hombre, es seguir sus huellas, escuchando su Palabra junto a las palabras de los demás. Es descubrir con asombro que el Espíritu Santo siempre sopla de modo sorprendente, sugiriendo recorridos y lenguajes nuevos. Es un ejercicio lento, quizá fatigoso, para aprender a escucharnos mutuamente —obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, todos, todos los bautizados— evitando respuestas artificiales y superficiales, respuestas prêt-à-porter, no. El Espíritu nos pide que nos pongamos a la escucha de las preguntas, de los afanes, de las esperanzas de cada Iglesia, de cada pueblo y nación. Y también a la escucha del mundo, de los desafíos y los cambios que nos pone delante. No insonoricemos el corazón, no nos blindemos dentro de nuestras certezas. Las certezas tantas veces nos cierran. Escuchémonos.

Por último, discernir. El encuentro y la escucha recíproca no son algo que acaba en sí mismo, que deja las cosas tal como están. Al contrario, cuando entramos en diálogo, iniciamos el debate y el camino, y al final no somos los mismos de antes, hemos cambiado. Hoy, el Evangelio nos lo muestra. Jesús intuye que el hombre que tiene delante es bueno, religioso y practica los mandamientos, pero quiere conducirlo más allá de la simple observancia de los preceptos. En el diálogo, lo ayuda a discernir. Le propone que mire su interior, a la luz del amor con el que Él mismo, mirándolo, lo ama (cf. v. 21), y que con esta luz discierna a qué está apegado verdaderamente su corazón. Para que luego descubra que su bien no es añadir otros actos religiosos sino, por el contrario, vaciarse de sí mismo, vender lo que ocupa su corazón para hacer espacio a Dios.

Es una indicación preciosa también para nosotros. El sínodo es un camino de discernimiento espiritual, de discernimiento eclesial, que se realiza en la adoración, en la oración, en contacto con la Palabra de Dios. Y hoy la segunda lectura nos dice justamente que «la Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: ella penetra hasta dividir alma y espíritu, articulaciones y médulas, y discierne las intenciones y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). La Palabra nos abre al discernimiento y lo ilumina, orienta el Sínodo para que no sea una “convención” eclesial, una conferencia de estudios o un congreso político, para que no sea un parlamento, sino un acontecimiento de gracia, un proceso de sanación guiado por el Espíritu. Jesús, como hizo con el hombre rico del Evangelio, nos llama en estos días a vaciarnos, a liberarnos de lo que es mundano, y también de nuestras cerrazones y de nuestros modelos pastorales repetitivos; a interrogarnos sobre lo que Dios nos quiere decir en este tiempo y en qué dirección quiere orientarnos.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buen camino juntos! Que podamos ser peregrinos enamorados del Evangelio, abiertos a las sorpresas del Espíritu Santo. No perdamos las ocasiones de gracia del encuentro, de la escucha recíproca, del discernimiento. Con la alegría de saber que, mientras buscamos al Señor, es Él quien viene primero a nuestro encuentro con su amor. 

Francisco

Hay tres verbos que hoy nos ofrece la Palabra de Dios, que nos interpelan como cristianos y pastores en Europa, nos interpelan: reflexionar, reconstruir y ver.

Por medio del profeta Ageo, el Señor nos invita a reflexionar. «Reflexionen bien sobre su conducta», dos veces lo dice al pueblo (Ag 1,5.7). ¿En qué aspectos del propio comportamiento debía reflexionar el pueblo de Dios? Escuchemos lo que dice el Señor: «¿Les parece bien que ustedes habiten en casas revestidas de madera mientras mi casa permanece en ruinas?» (v. 4). El pueblo, al regresar del exilio, se había preocupado de adecentar sus hogares. Y ahora se contenta con quedarse cómoda y tranquilamente en su casa, mientras el templo de Dios está en ruinas y ninguno lo reconstruye. Esta invitación a reflexionar nos interpela también hoy a nosotros cristianos en Europa, que tenemos la tentación de permanecer cómodamente en nuestras estructuras, en nuestras casas, en nuestras iglesias, en nuestras seguridades que nos dan las tradiciones, en la satisfacción de un cierto consenso, mientras los templos a nuestro alrededor se vacían y Jesús es cada vez más olvidado.

Reflexionemos, ¡cuántas personas ya no tienen hambre y sed de Dios! No es que sean malas, no, sino que les falta alguien que les abra el apetito de la fe y despierte esa sed que hay en el corazón del hombre, esa «sed connatural, inagotable» de la que habla Dante (Paraíso, II,19) y que la dictadura del consumismo, dictadura blanda pero sofocante, intenta extinguir. Muchas personas son conducidas a sentir sólo necesidades materiales, y no la falta de Dios. Y es cierto que esto nos preocupa, pero, ¿hasta qué punto nos hacemos cargo realmente? Es fácil juzgar al que no cree, es cómodo enumerar los motivos de la secularización, del relativismo y de tantos otros ismos, pero en realidad es estéril. La Palabra de Dios nos lleva a reflexionar sobre nosotros mismos: ¿sentimos afecto y compasión por quienes no han tenido o quizá han perdido la alegría de encontrar a Jesús? ¿Estamos tranquilos porque, después de todo, no nos falta de nada para vivir, o inquietos al ver a tantos hermanos y hermanas lejos de la alegría de Jesús?

El Señor, por medio del profeta Ageo, le pide a su pueblo que reflexione sobre otro aspecto. Les dice: «Comen, pero no quedan saciados; beben, pero no se ponen alegres; se abrigan, pero siguen sintiendo frío» (v. 6). El pueblo, en definitiva, tenía lo que quería, pero no era feliz. ¿Qué le faltaba? Jesús nos lo sugiere, con palabras que parecen recalcar las de Ageo: «Tuve hambre y ustedes no me dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber, estuve desnudo y no me vistieron» (Mt 25,42-43). La falta de caridad causa la infelicidad, porque sólo el amor sacia el corazón, sólo el amor sacia el corazón. Los habitantes de Jerusalén, encerrados en el interés por sus propios asuntos, habían perdido el sabor de la gratuidad. También puede ser nuestro problema: focalizarnos en las diversas posiciones que hay en la Iglesia, en los debates, agendas y estrategias, y perder de vista el verdadero programa, el del Evangelio: el impulso de la caridad y el ardor de la gratuidad. El camino para salir de los problemas y de las cerrazones es siempre el camino del don gratuito. No hay otro. Reflexionemos sobre esto.

Y después de la reflexión está el segundo paso: reconstruir. «Reconstruyan mi casa», pide Dios por medio del profeta (Ag 1,8). Y el pueblo reconstruye el templo. Deja de contentarse con un presente tranquilo y trabaja por el futuro. Y como había gente que estaba en contra de esto, el libro de las Crónicas nos dice que trabajaron con una mano en las piedras, para construir, y con la otra mano en la espada, para defender el proceso de reconstrucción. No fue fácil reconstruir el templo. La construcción de la casa común europea necesita dejar las conveniencias de lo inmediato para volver a la amplitud de miras de los padres fundadores, a una visión me atrevería a decir profética y de conjunto, porque ellos no buscaban los acuerdos del momento, sino que soñaban el futuro de todos. Así fueron construidos los muros de la casa europea y sólo así se podrán consolidar. Esto vale también para la Iglesia, casa de Dios. Para hacerla hermosa y acogedora es necesario mirar juntos al futuro, no restaurar el pasado. Lamentablemente, está de moda el “restauracionismo” del pasado que nos mata, nos mata a todos. Ciertamente, debemos comenzar desde los cimientos, desde las raíces –esto es verdad–, porque es a partir de allí que se reconstruye: de la tradición viva de la Iglesia, que nos fundamenta en lo esencial, en el buen anuncio, la cercanía y el testimonio. Se reconstruye a partir de los cimientos de la Iglesia –la de los orígenes y la de siempre–, de la adoración a Dios y del amor al prójimo, no de los propios gustos particulares, no de los pactos y negociaciones que podemos hacer ahora, para defender a la Iglesia o defender la cristiandad.

Queridos hermanos, quisiera agradecerles este arduo trabajo de reconstrucción, que llevan adelante con la gracia de Dios. Gracias por estos primeros 50 años al servicio de la Iglesia y de Europa. Alentémonos, sin ceder nunca por el desaliento y la resignación. Estamos llamados a una obra maravillosa, a trabajar para que su casa sea cada vez más acogedora, para que cada uno pueda entrar y quedarse, para que la Iglesia tenga las puertas abiertas a todos y ninguno tenga la tentación de dedicarse solamente a mirar y cambiar las cerraduras. Las pequeñas cosas delicadas, y miren que estamos tentados. No, el cambio pasa por otro lado, viene desde las raíces. La reconstrucción pasa por otro lado.

El pueblo de Israel reconstruyó el templo con sus propias manos. Los grandes renovadores de la fe en el continente hicieron lo mismo, pensemos en los patronos. Pusieron en juego su pequeñez, confiando en Dios. Pienso en santos como Martín, Francisco, Domingo, Pío –que recordamos hoy–; y en los patronos como Benito, Cirilo y Metodio, Brígida, Catalina de Siena y Teresa Benedicta de la Cruz. Comenzaron por ellos mismos, por cambiar su propia vida acogiendo la gracia de Dios. No se preocuparon de los tiempos oscuros, de las adversidades y de cualquier tipo de división, que siempre ha habido. No perdieron el tiempo en criticar y culpabilizar. Vivieron el Evangelio, sin reparar en la relevancia y en la política. De este modo, con la fuerza humilde del amor de Dios, encarnaron su estilo de cercanía, de compasión y de ternura. El estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura; y construyeron monasterios, sanearon tierras, devolvieron el espíritu a las personas y a los pueblos. Ningún programa, entre comillas, social, solamente el Evangelio.Y con el Evangelio ellos siguieron adelante.

Reconstruyan mi casa. El verbo está conjugado en plural. Toda reconstrucción se lleva a cabo con los demás, en el signo de la unidad. Juntos. Puede haber visiones diferentes, pero siempre hay que salvaguardar la unidad. Porque, si conservamos la gracia del conjunto, el Señor construye también allí donde nosotros no llegamos. La gracia del conjunto. Es nuestra llamada: ser Iglesia, un solo cuerpo entre nosotros. Es nuestra vocación como pastores: congregar al rebaño, no hacer que se disperse, y mucho menos preservarlo en hermosos recintos cerrados. Esto es matarlo. Reconstruir significa ser artesanos de comunión, tejedores de unidad en todos los ámbitos; no por una estrategia, sino por el Evangelio.

Si reconstruimos de este modo, le daremos a nuestros hermanos y hermanas la posibilidad de ver. Es el tercer verbo, con el que termina el Evangelio de hoy, con Herodes que trataba de «ver a Jesús» (Lc 9,9). Hoy, como entonces, se habla mucho de Jesús. En esos tiempos se decía «que Juan Bautista había resucitado de entre los muertos […], que se había aparecido a Elías, […] que había resucitado alguno de los antiguos profetas» (Lc 9,7-8). Todos ellos apreciaban a Jesús, pero no comprendían su novedad y lo encerraban en esquemas ya conocidos: Juan, Elías, los profetas. Pero Jesús no se puede encasillar en los esquemas de “lo que se rumorea” o “lo que ya se ha visto”.Jesús es siempre novedad, siempre. El encuentro con Jesús te llena de asombro, y si no sientes el asombro en el encuentro con Él, no lo has hallado.

Muchos en Europa piensan que la fe es algo ya visto, que pertenece al pasado. ¿Por qué? Porque no han visto a Jesús obrar en sus vidas. Y a menudo no lo han visto porque nosotros, con nuestras vidas, no se los hemos mostrado lo suficiente. Porque Dios se ve en los rostros y en los gestos de hombres y mujeres transformados por su presencia. Y si los cristianos, más que irradiar la alegría contagiosa del Evangelio, vuelven a proponer esquemas religiosos desgastados, intelectualistas y moralistas, la gente no ve al Buen Pastor. No reconoce a Aquel que, enamorado de cada una de sus ovejas, las llama por su nombre y las busca para cargarlas sobre sus hombros. No ve a Aquel de quien predicamos la asombrosa Pasión, precisamente porque Él tiene una sola pasión: el hombre. Este amor divino, misericordioso y sorprendente es la novedad permanente del Evangelio. Y exige de nosotros, queridos hermanos, decisiones sabias y audaces, hechas en nombre de la ternura loca con la que Cristo nos ha salvado. No nos pide demostrar, nos pide mostrar a Dios, como lo hicieron los santos; no con palabras, sino con la vida. Requiere oración y pobreza, creatividad y gratuidad. Ayudemos a la Europa de hoy, enferma de cansancio –esta es la enfermedad de Europa hoy–, a volver a encontrar el rostro siempre joven de Jesús y de su esposa. Para que esta belleza imperecedera se vea, no podemos más que darlo todo y darnos totalmente.

Francisco