Su excelencia monseñor Hugo Santiago, obispo de San Nicolás de los Arroyos,
Reverendo padre Héctor Molfesa, párroco de la parroquia de Nuestra Señora de Socorro,
Reverendos padres, religiosos, religiosas, etc.
Honorables autoridades civiles,
Queridos Hermano y Hermanas.
Asistimos hoy día a una ceremonia extraordinaria, confieso que nunca he participado a la proclamación de una Basílica Menor, y mucho menos he celebrado la eucaristía con la declaración de tal título, por lo tanto, me siento muy privilegiado y honorado. Digo todo esto para que nosotros aquí presentes nos demos cuenta de este momento histórico para San Pedro. Así es, la ciudad de San Pedro desde hoy día tiene una Basílica Menor. Hasta ahora solo 49 iglesias de Argentina tenían este título y aproximadamente 1500 templos en el mundo entero. La proclamación de hoy es un orgullo para todos los habitantes de San Pedro. Ustedes tienen un templo digno y bello como edificio de Dios e Iglesia donde se celebra el santo culto y se alzan oraciones a Dios.
Saludo a todos ustedes en el nombre del Papa León XIV, nuestro querido Santo Padre que tengo honor de representar, pero durante nuestra eucaristía, también está presente la memoria del Papa difunto Francisco. Fue él quien en el mes de diciembre de 2024 elevó esta iglesia a la dignidad de la Basílica. Podemos decir que nuestra celebración es un recuerdo del amor del Papa Francisco a su tierra, Argentina. Durante nuestra celebración queremos recordar el papa argentino con amor y gratitud. Estamos agradecidos por el don del Papa León, pero estamos orgullosos por los doce años del pontificado del Papa Francisco; los argentinos deben, en manera particular, cultivar la memoria del papa argentino.
Asistimos a la proclamación de Basílica de un templo, es más que natural preguntarnos qué significa esto. En tiempos antiguos, en Roma y en Grecia, la basílica era un edificio suntuoso destinado al uso público, como por ejemplo los tribunales, y se situaba en el centro de la ciudad.
En los tiempos del cristianismo, este título se comenzó a utilizar para las iglesias más importantes. Estamos este año, 2025, celebrando el año santo. El primo año santo fue proclamado en el año 1300, por Papa Bonifacio VIII (octavo). Este papa instituyó el Año Santo y estableció las indulgencias. Bonifacio VIII concedió "grandes remisiones e indulgencias por los pecados", que se obtenían "por visitar la ciudad de Roma y la venerable basílica del Príncipe de los Apóstoles". Llegando a detalles más precisos, reconoció "no sólo plena y abundantemente, sino el más completo perdón de todos los pecados", a aquellos que cumplieran determinadas condiciones. En primer lugar, los que verdaderamente hacían penitencia para confesar sus pecados, y en segundo lugar, los que visitaran las basílicas de San Pedro y de San Pablo, respectivos sitios de entierro de los apóstoles Pedro y Pablo.
En el segundo año santo celebrado en 1350, el papa Clemente VI añadió una tercera gran basílica: San Juan de Letrán, catedral de Roma. En esta ocasión se exhortaba a visitar San Juan de Letrán, además de las basílicas de San Pedro y San Pablo Extramuros. Por último, en el jubileo de 1390, se añadió la Basílica de Santa María la Mayor, la iglesia más antigua dedicada a la Virgen María. De esta manera tenemos solo cuatro Basílicas mayores, y en el mundo entero desde año 1783, las basílicas menores.
La proclamación de una Basílica significa que este templo es privilegiado entre otros templos. Como señales de este privilegio una basílica tiene la umbrella (umbráculo) y el tintinábulo.
La umbrella es símbolo de la dignidad pontificia de este templo y símbolo de la especial unión de la basílica con el Sucesor de Pedro.
Al comienzo del mes de junio, he participado a la reunión de todos los nuncios del mundo con el Papa León XIV, el Sumo Pontífice nos regaló un anillo con la inscripción en latín “sub umbra Petri”, bajo la sombra de Pedro. Y esto me parece lleno significado respecto a la umbrella en cada basílica: la obediencia, la comunión y la unidad con el Papa, el sucesor de San Pedro. Estar bajo la sombra del Santo Padre. Me permito de observar que en una ciudad llamada San Pedro esto es algo más que natural.
El tintinábulo, la campanilla que llama al culto ininterrumpido al Señor. Una llamada a celebrar el oficio en la Basílica, que sea un ejemplo para los demás templos de la Diócesis. Una campanilla que anuncia el camino de la Iglesia en el mundo, a través de la formación bíblica y religiosa de los fieles.
Nuestra celebración se realiza el día 8 de septiembre; la fiesta patronal de esta Iglesia dedicada a Nuestra Señora de Socorro, Patrona de la ciudad de San Pedro desde el año 1763.
* * *
Las lecturas bíblicas de nuestra solemnidad son aquellas del Nacimiento de la Virgen María, que se celebra también hoy día.
El profeta Miqueas, en el siglo VIII antes de Cristo, anuncia la futura venida del Mesías, y precisamente en Belén de Judá. Es un anuncio lleno de esperanza para el pueblo: Dios envía a uno que cumplirá su misión de pastor "con la fuerza del Señor" y nos traerá a todos la paz. En este anuncio hay también una referencia a la madre: "el tiempo en que la madre dé a luz".
San Pablo en la carta a los romanos describe con entusiasmo cuál es el plan salvador de Dios, que nos ha predestinado "a ser imagen de su Hijo para que él fuera el primogénito de muchos hermanos". Todos pertenecemos a la familia de Dios, "hijos en el Hijo", "hermanos del Hermano".
Las lecturas no hablan tanto de la Virgen y su nacimiento, sino de su Hijo, de Cristo Jesús, de quien ella recibe toda la luz y toda la importancia. Pero es bueno que páginas como esta de Pablo las leamos en la fiesta de la Madre, que lo es no sólo de Cristo Jesús, sino también de todos los que formamos la comunidad de Jesús.
Por eso podemos hacer nuestras las palabras entusiastas del salmo: "Mi corazón, se alegra en el Señor, se alegra en el Señor".
Asimismo, en la página evangélica, Cristo Jesús es el centro de la atención. Tiene dos partes, que sería bueno leer enteras: la lista genealógica de Jesús, que llega hasta "José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo", y el relato de cómo fue el nacimiento de Jesús.
La lista de los antepasados de Jesús, que leemos también en el Adviento (el 17 de diciembre), nos hace alegrarnos que Dios haya querido encarnarse de verdad en la historia de nuestra raza humana. Al hacerse del pueblo de Judá y, en concreto, de la línea mesiánica de la casa de David, Dios ha demostrado que quiere ser "Dios-con-nosotros" y ha asumido nuestra historia, a veces no demasiado gloriosa por los nombres que aparecen en la genealogía de Jesús.
El anuncio del ángel a José nos sitúa ante el misterio de un nacimiento, el de Jesús, que tiene como protagonista a Dios y a su Espíritu, pero que también cuenta con la humilde y finísima colaboración de José y de María.
* * *
Asistimos hoy día a la proclamación de un templo a Basílica menor. En esta ocasión no olvidamos que la imagen del templo se aplica a todos los creyentes. El bautismo nos ha constituido espacios de lo santo. San Pablo se lo recordaba a los cristianos de Corinto, en orden a hacerles conscientes de su dignidad: "¿No saben que son santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? " San Pedro nos llama piedras vivas de la construcción de un templo espiritual (1 Pedro 2, 5).
María es, a título especial, ese Templo de Dios, "por haber llevado en sus entrañas inmaculadas al mismo Hijo de Dios. Por haber amado intensamente a Cristo y haber guardado fielmente sus palabras, el Hijo y el Padre vinieron a ella e hicieron morada en ella". Al celebrar a María como espacio de lo sagrado, comprendemos que Dios ama al ser humano - Dios nos ama - y que, a pesar de nuestra condición frágil nos modeló a su imagen y semejanza.
Por la intercesión de Nuestra Señora del Socorro pedimos la gracia de ser piedras vivas del Santuario de Dios. Que Dios bendiga a todos aquellos que visitan esta Basílica y a todos habitantes de San Pedro.
Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico
Queridos hermanos y hermanas:
La 111ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que mi predecesor quiso que coincidiera con el Jubileo de los migrantes y del mundo misionero, nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el vínculo entre esperanza, migración y misión.
El contexto mundial actual está tristemente marcado por guerras, violencia, injusticias y fenómenos meteorológicos extremos, que obligan a millones de personas a abandonar su tierra natal en busca de refugio en otros lugares. La tendencia generalizada de velar exclusivamente por los intereses de comunidades circunscritas constituye una grave amenaza para la asignación de responsabilidades, la cooperación multilateral, la consecución del bien común y la solidaridad global en beneficio de toda la familia humana. La perspectiva de una nueva carrera armamentística y el desarrollo de nuevas armas -incluidas las nucleares-, la escasa consideración de los efectos nefastos de la crisis climática actual y las profundas desigualdades económicas hacen que los retos del presente y del futuro sean cada vez más difíciles.
Ante las teorías de devastación global y escenarios aterradores, es importante que crezca en el corazón de la mayoría el deseo de esperar un futuro de dignidad y paz para todos los seres humanos. Ese futuro es parte esencial del proyecto de Dios para la humanidad y el resto de la creación. Se trata del futuro mesiánico anticipado por los profetas: "Los ancianos y las ancianas se sentarán de nuevo en las plazas de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano, a causa de sus muchos años. Las plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas, que jugarán en ellas. [...] Porque hay semillas de paz: la viña dará su fruto, la tierra sus productos y el cielo su rocío" (Zc 8,4-5.12). Y este futuro ya ha comenzado, porque fue inaugurado por Jesucristo (cf. Mc 1,15 y Lc 17,21) y nosotros creemos y esperamos en su plena realización, ya que el Señor siempre cumple sus promesas.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que "la virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres" (n° 1818). Y sin duda, la búsqueda de la felicidad -y la perspectiva de encontrarla en otro lugar- es una de las principales motivaciones de la movilidad humana contemporánea.
Esta conexión entre migración y esperanza se manifiesta claramente en muchas de las experiencias migratorias de nuestros días. Numerosos migrantes, refugiados y desplazados son testigos privilegiados de la esperanza vivida en la cotidianidad, a través de su confianza en Dios y su resistencia a las adversidades con vistas a un futuro en el que vislumbran la llegada de la felicidad y el desarrollo humano integral. En ellos se renueva la experiencia itinerante del pueblo de Israel:?"Oh Dios, cuando saliste al frente de tu pueblo, cuando avanzabas por el desierto, tembló la tierra y el cielo dejó caer su lluvia, delante de Dios –el del Sinaí–, delante de Dios, el Dios de Israel. Tú derramaste una lluvia generosa, Señor: tu herencia estaba exhausta y tú la reconfortaste; allí se estableció tu familia, y tú, Señor, la afianzarás por tu bondad para con el pobre" (Sal 68, 8-11).
En un mundo oscurecido por guerras e injusticias, incluso allí donde todo parece perdido, los migrantes y refugiados se erigen como mensajeros de esperanza. Su valentía y tenacidad son un testimonio heroico de una fe que ve más allá de lo que nuestros ojos pueden ver y que les da la fuerza para desafiar la muerte en las diferentes rutas migratorias contemporáneas. También aquí es posible encontrar una clara analogía con la experiencia del pueblo de Israel errante por el desierto, que afronta todos los peligros confiando en la protección del Señor: "Él te librará de la red del cazador, y de la peste perniciosa; te cubrirá con sus plumas, y hallarás un refugio bajo sus alas. Su brazo es escudo y coraza. No temerás los terrores de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la plaga que devasta a pleno sol" (Sal 91,3-6).
Los migrantes y los refugiados recuerdan a la Iglesia su dimensión peregrina, perpetuamente orientada a alcanzar la patria definitiva, sostenida por una esperanza que es virtud teologal. Cada vez que la Iglesia cede a la tentación de la “sedentarización” y deja de ser civitas peregrina -el pueblo de Dios peregrino hacia la patria celestial (cf. San Agustín, La ciudad de Dios, Libro XIV-XVI)-, deja de estar “en el mundo” y pasa a ser “del mundo” (cf. Jn 15,19). Se trata de una tentación ya presente en las primeras comunidades cristianas, hasta tal punto que el apóstol Pablo tiene que recordar a la Iglesia de Filipos que "nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio" (Flp 3,20-21).
De manera particular, los migrantes y refugiados católicos pueden convertirse hoy en misioneros de esperanza en los países que los acogen, llevando adelante nuevos caminos de fe allí donde el mensaje de Jesucristo aún no ha llegado o iniciando diálogos interreligiosos basados en la vida cotidiana y la búsqueda de valores comunes. En efecto, con su entusiasmo espiritual y su dinamismo, pueden contribuir a revitalizar comunidades eclesiales rígidas y cansadas, en las que avanza amenazadoramente el desierto espiritual. Su presencia debe ser reconocida y apreciada como una verdadera bendición divina, una oportunidad para abrirse a la gracia de Dios, que da nueva energía y esperanza a su Iglesia: "No se olviden de practicar la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles" (Hb 13,2).
El primer elemento de la evangelización, como subrayaba san Pablo VI, es generalmente el testimonio: "Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores. Se nos ocurre pensar especialmente en la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben" (Evangelii nuntiandi, 21). Se trata de una verdadera missio migrantium -misión realizada por los migrantes- para la cual se debe garantizar una preparación adecuada y un apoyo continuo, fruto de una cooperación intereclesial eficaz.
Por otro lado, las comunidades que los acogen también pueden ser un testimonio vivo de esperanza. Esperanza entendida como promesa de un presente y un futuro en el que se reconozca la dignidad de todos como hijos de Dios. De este modo, los migrantes y refugiados son reconocidos como hermanos y hermanas, parte de una familia en la que pueden expresar sus talentos y participar plenamente en la vida comunitaria.
Con motivo de esta jornada jubilar en la que la Iglesia reza por todos los migrantes y refugiados, deseo encomendar a todos los que están en camino, así como a los que se esfuerzan por acompañarlos, a la protección maternal de la Virgen María, consuelo de los migrantes, para que mantenga viva en sus corazones la esperanza y los sostenga en su compromiso de construir un mundo que se parezca cada vez más al Reino de Dios, la verdadera Patria que nos espera al final de nuestro viaje.
Vaticano, 25 de julio de 2025, Fiesta de Santiago Apóstol
León XIV
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
La Verdad de la fe católica es la que confieso como luz, la luz con la que pido al Señor me ilumine para hacer este testamento. Me pongo ante la Misericordia Divina rogando me envuelva con su amor redentor en el último momento de mi vida terrena.
Doy gracias a Dios por el amor que me regaló desde antes de la creación en Cristo Redentor. Le doy gracias porque desde antes de la creación Dios Padre dispuso el proyecto de amor redentor en Cristo su Hijo y en la Iglesia, su Cuerpo místico.
El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio de Cristo, Camino, Verdad y Vida. Todos los hombres de la historia estamos en este designio, no en otro. Según este designio he querido vivir. Y en él están incluidos todos los dones que he recibido: la vida que me dio el Señor a través de mis queridos padres, que desde su Croacia natal fueron recibidos por esta tierra argentina, generosa y acogedora, en la que pudieron crecer como familia, trabajar y dar un futuro a sus hijos; doy gracias por el inmenso don del bautismo, por la educación que recibí en el seno familiar junto a mis hermanas, Milka y Catalina, en mi pueblo natal, Oliva, y en Córdoba. El Colegio Monserrat me dio no sólo una formación humana estupenda, sino una multitud de maestros y amigos entrañables que me acompañaron a lo largo de toda mi existencia, amistades inolvidables prolongadas no pocas veces a través de sus hijos. En la Acción Católica de los años 40 recibí el profundo amor a la eucaristía frecuente y a la fidelidad a Dios en toda la conducta, que nos impulsaba a los jóvenes entonces a entregar la vida en la santidad cotidiana. En ese ambiente maduró el llamado de Dios a la vida sacerdotal. Mi paso por la Universidad de Córdoba, aunque breve, dejó una huella importante en mi formación. En el Seminario de Córdoba, el Colegio Pio Latinoamericano de Roma y la Universidad Gregoriana, el Señor me prodigó múltiples bienes, en conocimientos y en personas.
Agradezco inmensamente la gracia del orden sagrado que me llevó a vivir parte de mi servicio a la Iglesia en la querida Arquidiócesis de Córdoba, como presbítero primero y como obispo auxiliar luego, junto al Cardenal Raúl Primatesta que siempre fue para mí un modelo de virtudes y de santidad episcopal. De la entrañable Córdoba conservo la invitación permanente a la vida santa y vínculos profundos con innumerables miembros de toda la Iglesia diocesana: sacerdotes, consagrados y laicos.
A la Arquidiócesis de Paraná que me acogió como su Arzobispo y en la que permanezco como emérito, a todos sus sacerdotes, a sus consagrados y laicos, a cuantos me acompañaron fielmente en la curia, con quienes compartí y comparto tantos años de vida, mi más profunda gratitud, porque fui testigo de sus claros y espléndidos testimonios de fidelidad al Evangelio que me dieron fuerza para los combates espirituales.
A la Arquidiócesis de Buenos Aires, en cuya Facultad de Teología fui profesor varios años, le agradezco la gracia de haber conocido y acompañado a algunos de sus miembros en su amor a la Verdad revelada y la posibilidad de profundizar en su misterio, en diálogo con profesores y amigos de muy alto nivel académico y espiritual y de exquisita calidad humana. Entre ellos no quiero dejar de mencionar al querido Lucio Gera, que fue un verdadero hermano para mí. Otras grandes y valiosas amistades de mi vida tuvieron su origen allí.
A mis hermanos obispos quiero agradecer muy profundamente su testimonio de fidelidad a su ministerio, y la confianza que depositaron en mi persona con las responsabilidades que me asignaron. Confío en que las penas y dificultades que afrontan en el ejercicio de su ministerio en estos tiempos, sirvan para fortalecerlos e impulsarlos a continuar sin desfallecer en la senda de Cristo.
En su inmensa bondad, el Señor quiso también regalarme relaciones entrañables con el episcopado latinoamericano que luego se extendieron hasta América del Norte, así como también con obispos de otras partes del mundo con quienes tuve la gracia de compartir trabajos y responsabilidades que me enriquecieron enormemente. Doy especialmente gracias por mis vínculos con la Iglesia en Alemania, que tanta ayuda dispensó a la Arquidiócesis de Paraná, en particular a los párrocos y fieles de la parroquia Santa Margarita de Sulzbach-am-Main, en la diócesis de Würzburg, y por la prolongada, generosa y estable relación con los miembros de la Parroquia de la Santísima Trinidad, de la Diócesis de Chur, en Adliswil, Suiza, cuya amistad aún me honra. A todos ellos mi gratitud y bendición.
San Juan Pablo II me distinguió inmerecidamente designándome miembro del Comité de Redacción del Catecismo de la Iglesia Universal, y así me permitió vivir una experiencia extraordinaria del amor universal de la Iglesia por todos los hombres.
Con la elevación al cardenalato que hizo de mi pobre persona el Papa Benedicto XVI, recibí nuevamente una gracia inmerecida, que me ayudó a servir con mayor cercanía al Santo Padre y a sus colaboradores.
A la Orden de San Agustín, que me hizo miembro suyo en 2005, le agradezco la riqueza espiritual que me aportó así como la cordial acogida que me dispensó año tras año en mis viajes a Roma.
Ante el Señor puedo decir sin temor a exagerar que se cumplió acabadamente en mí Su promesa a quienes se entreguen a Él, del ciento por uno en hermanos y bienes. Todas éstas fueron gracias muy grandes y ante tantos dones recibidos no puedo más que agradecer y pedir sinceramente perdón por mi pobre respuesta a tanto bien.
Pido perdón de todo corazón a nuestro Señor y a todos aquellos a quienes pueda haber lastimado con mis pecados. Les ruego que me encomienden a la Misericordia Divina. Quiero a mi vez perdonar a quienes me hayan ofendido. Pido al Señor me regale un corazón misericordioso.
A quienes se hayan sentido afectados por mis actos u omisiones en el ejercicio de mi ministerio, les reitero mi más profundo pedido de perdón y la promesa de mi oración para que el Señor sane sus heridas, que no quise infligir voluntariamente pero que sé los afectan aún hoy.
Sé que me encontraré cuando el Señor disponga, ante el juicio divino, pero – con palabras de Benedicto XVI- sé también, que mi Juez es al mismo tiempo mi Abogado, que quiso cargar sobre Sí la multitud de mis pecados y se entregó voluntariamente por mí a la muerte y muerte de cruz. Me entrego, pues, confiado, a la Divina Misericordia con la certeza que me da la fe cristiana.
(…)
Pido ser sepultado con las vestimentas de Cardenal que generosamente me regaló mi amigo ya difunto, el Cardenal William Levada, en la Catedral de Paraná, con la casulla que me regaló la comunidad de Santa Margarita de Sulzbach am Main con motivo de mi ordenación episcopal en 1977, sea en el altar del Santísimo Sacramento o en la Capilla del Santísimo, si es que se lleva a cabo el proyecto de hacerla. Con mi sepultura en dicho lugar quiero significar que el sacrificio de mi vida no ha sido sino el querer ser asumido como persona en el mismo sacrificio de Cristo, hecho presente en la Santísima Eucaristía.
A los miembros sobrevivientes de mi familia de la sangre, en primer lugar a mi sobrina Cristina Ferrero y a su familia, les dejo la memoria de mi amor y agradecimiento, por su caridad en la vida familiar, pidiendo al Señor los colme de Su gracia y santidad para el reencuentro definitivo en el Cielo.
Al Señor Arzobispo de Paraná, Monseñor Juan Alberto Puiggari, mi gratitud por sus años de servicio fiel como Obispo Auxiliar, y por su indiscutible fraternidad como Arzobispo.
A las Monjas benedictinas del Monasterio Nuestra Señora del Paraná, mi gratitud y bendición, por su cordial y permanente acogida, y por su asistencia y caridad en los últimos tiempos, bendición que extiendo a la Abadía del Gozo de María y a todas sus monjas, y a la Abadía de Santa Escolástica.
Al pueblo que peregrina en la Argentina le digo que he querido servir a mi bendita patria con toda el alma, soñando para ella una vida de auténtica fraternidad, como hijos del mismo Padre, basada en el genuino respeto y diálogo para dar a todos la oportunidad de vivir la vida a la altura de la generosidad que el Señor ha tenido con esta tierra a la que ha colmado de tantos y tan espléndidos dones. Comprometo mi oración para que todos los argentinos seamos capaces de ponernos de pie y salir con sabiduría, valentía y de verdad de la pobreza material y espiritual en que lamentablemente nos hemos sumergido con el paso de los años. Quiera el Señor perdonar nuestros muchos pecados y darnos la gracia de una auténtica conversión moral para hacerlo posible.
En esta memoria final no quiero olvidar a nadie. Por eso llevo en mi corazón a todas las personas que he conocido, a cuantos han sido mis queridos amigos, a cuantos han rezado por mí y me han hecho algún bien, y también a quienes les ha sido más difícil amarme.
Que María Santísima me acoja en su amor de Madre, como lo hace con su Hijo y con todos los santos.
Amén.
Cardenal Estanislao Esteban Karlic, arzobispo Emérito de Paraná
En la Casa de María del Monasterio benedictino Nuestra Señora del Paraná, de Aldea María Luisa, en la Solemnidad de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo del año del Señor 2024.
Queridas hermanas y queridos hermanos todos,
Como les decía al comenzar la Misa, venimos con mucha alegría a compartir esta Eucaristía en la que damos comienzo a esta celebración jubilar de la vida consagrada en la Argentina. Personalmente les agradezco la invitación que me permite venir en representación de mis hermanos obispos de toda la Argentina, junto a los obispos miembros de la Comisión de Vida Consagrada, agradeciendo a Dios por tantos dones que se hacen presentes en la entrega de ustedes, hermanos hermanas sacerdotes que siembran el Evangelio en nuestra Patria. Luján se nos presenta como casa de la Virgen y casa de todos, procedentes de todas las geografías de la Patria, de todas las generaciones, de los distintos modos y referencias de la vida y la misión de la Iglesia, nos presentamos al Señor con nuestros dones, con nuestras fragilidades y también con tantos deseos de vivir con fidelidad esta fraternidad que se hace fiesta y profecía. En 2014, al convocar el Año de la Vida Consagrada, el Papa Francisco proponía a todas las comunidades tres objetivos que bien pueden ser hoy inspiradores para esta celebración: “Mirar el pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza”[1]. En esa triple dimensión de la realización histórica de nuestras vidas, la gratitud, la pasión y la esperanza animan esta oración jubilar de esta tarde.
En el documento final sobre "El Sínodo de la Sinodalidad se hacía patente la gratitud a Dios por los dones derramados a lo largo de la vida de la Iglesia. Y allí también se nos dice que la vida consagrada está llamada a interpelar a la Iglesia y a la sociedad con su voz profética. En su experiencia secular, las familias religiosas han madurado prácticas de vida sinodal y discernimiento comunitario, aprendiendo a armonizar los dones individuales y la misión común. Aprendiendo a armonizar los dones individuales y la misión común. Estas familias religiosas tienen una contribución especial que hacer a la Iglesia para que crezca en ella la sinodalidad y a la vez son una experiencia fuerte de interculturalidad que constituye una profecía para la Iglesia y el mundo”[2].
Isaías, en la primera lectura, nos llama a florecer en el desierto y la tierra reseca para fortalecer a los que se sienten débiles y robustecer a los vacilantes, consolar a los desalentados y anunciar la victoria de nuestro Dios. Sobre esto nos habla en un hermoso texto que se llama María y los pobres el Cardenal Pironio, a quien hemos querido homenajear en el comienzo de esta celebración: “Cuando decimos que la Vida Consagrada es una permanente experiencia y una sensible proclamación del misterio pascual, queremos ciertamente subrayar el aspecto de alegría y de esperanza. Queremos también marcar la idea de una verdadera comunión fraterna que nace de la alianza pascual y la exigencia de una especial configuración con Cristo muerto y resucitado”[3].
Podemos decir con nuestras palabras que no es una alegría superficial, sino el fruto de una experiencia profunda que arraiga en el amor victorioso del Señor vivido en nuestras propias historias personales. El canto entusiasta y agradecido de la Virgen evoca la obra del Señor en su vida y en la de su pueblo y testimonia la vigencia del amor fiel del Señor que cumple sus promesas.
Aquí también nos dice el Beato Cardenal Pironio: “La verdadera felicidad del cristiano se concibe sólo a la luz de la fe. Sólo a la luz de la fe se pueden entender las bienaventuranzas evangélicas y se experimenta en la medida de la fidelidad. María fue proclamada feliz porque creyó en su pequeñez de servidora en la palabra del Señor y porque se entregó a ello con disponibilidad de pobre”[4]. Si en Caná no había llegado la hora, en el Calvario ésta se nos hace presente con todo el rigor del dolor. Es la hora de la máxima pobreza de María y la del desafío de una nueva maternidad para ella, la de recibirnos en su corazón.
Es la hora del vino nuevo, de la sangre de Cristo derramada para darnos vida. Nosotros estábamos allí, en la generosidad del Señor que nos soñaba y confiaba su Madre en el sí dolorido y desafiado de María, que se hacía madre de los hermanos de su Hijo y madre de la comunidad que acogía a los creyentes. Estos creyentes que un día testimoniaríamos la Pascua de Cristo como signo de esperanza para nuestros hermanos, los hombres presentes en la vida de tantos pobres y en tantas formas de pobreza y necesidad, los consagrados expresan la fidelidad de Dios a la hora allí están para testimoniar la esperanza en el Señor que consuela y responde al clamor de su pueblo. También los consagrados están invitados, en lo concreto de las circunstancias de sus presencias, a acompañar y sostener en la prueba a los hermanos, comprometidos ellos mismos con el dolor y la mirada de fe que lo asume para descubrir su sentido más hondo. Lejos de quedarse en una actitud pasiva, de mirar nomás, los consagrados se comprometen a entrar en la casa y en los corazones de tantos descartados y despojados para recibirlos como suyos.
En esta difícil situación que atravesamos como país, donde abundan tantas señales de desesperanza, la vida consagrada puede ser signo para todos, un signo evangélico de la misión, del testimonio y del servicio.
La imagen de Mamá Antula, quien también tomamos como referencia en estos días, misionera del Señor entre los pueblos del interior del entonces Virreinato del Río de la Plata, nos ayuda a enfocarnos en el anhelo permanente de anunciar a Cristo a todos. Creativa y sencilla, fuertemente arraigada en Cristo, Mamá Antula se hizo toda para todos, avivando el fuego del amor al Señor con un mayor conocimiento de su entrega generosa que nos rescata. Las comunidades religiosas, las comunidades consagradas al servicio de la misión, pueden aportar esa riqueza, la riqueza de su carisma fundacional, sus experiencias e itinerarios. Si la Iglesia existe para evangelizar, la misión constituye ese espacio sagrado donde el anuncio de Jesús y su Reino es buena noticia para tantos hermanos desalentados y desorientados, a la espera de una palabra que transforma sus vidas. Como Iglesia de Cristo no nos desalentamos ante los rigores del camino.
En todo caso, queremos enfrentar la tentación de quedarnos encerrados en procesos y dinámicas que nos dejen en el lugar del espectador. Queremos tener bien patente delante nuestro el horizonte de la misión, que integra los desafíos como parte natural de nuestro envío. Los consagrados son testigos de un amor grande, valiente y fiel, el del Señor resucitado que asumió los riesgos y el dolor de la cruz, pero que se hace presente en las distintas Galileas que requieren una palabra autorizada y clara. El testimonio de la vida consagrada no se limita a la actuación individual de sus miembros, sino que exige una dimensión comunitaria que enriquezca las Iglesias particulares donde vive en su misión.
No resulta testimonial la vivencia aislada del carisma, sino que se hace necesario vivirlo en estrecha conexión con las diócesis, con las otras familias consagradas, con las parroquias, con el presbiterio de las diócesis donde se vive y con los agentes de pastoral. Trabajar en red, muy unidos unos a otros, nos permite cuidar con mayor eficacia la vida encomendada por el Señor y fortalecer la respuesta, darle estabilidad en el tiempo y dejar de lado cualquier forma de autorreferencialidad para vivir en total sintonía, hermanos de todos, la misión de la Iglesia. La vida consagrada es servicio porque se pone a disposición del Señor, como María, los sí de la Virgen en cada etapa de su vida la hicieron disponible a la obra de Dios y muy cercana al pueblo encomendado. En tiempos duros, donde se multiplican los requerimientos de nuevas presencias y se siente el rigor de la escasez de los miembros, se hace necesario un discernimiento cuidadoso, no exento de audacia y deseo de hacerse presente en un mundo desafiante que nos requiere tanto en las periferias existenciales como en mundos nuevos. El caso del continente del llamado continente digital.
Allí, con entusiasmo y creatividad, estamos invitados a ser servidores de Cristo en nuestros hermanos, teniendo en claro la motivación y sobre todo a las personas alcanzadas. Pero también en cada nuevo discernimiento que hagamos, hay que evitar la seducción de la mera novedad, de las modas, que pueden dejar en la incertidumbre espacios para pastorales y comunidades atendidas y asistidas desde mucho tiempo.
Celebramos en esta etapa entonces, de la vida consagrada, misionera, testigo y servidora, la fidelidad de Jesús que nos invita a ser buenos samaritanos de nuestros hermanos. La invitación del Sínodo a la conversión de los vínculos, las relaciones y las estructuras nos anima a emprender este camino con renovado entusiasmo y ardor misionero. Gracias, queridos hermanos y hermanas, que Dios los bendiga y haga siempre más fuertes y entusiastas discípulos del Reino, con María de Luján como testigo.
Buenos Aires, Luján, viernes 5 de septiembre de 2025.
Monseñor Marcelo Colombo, arzobispo de Mendoza y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
Notas:
[1]Cfr. Francisco, Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del año de la vida consagrada, Roma 2014, nn. 1, 2, y 3.
[2]Documento final Sínodo de la Sinodalidad, n. 65.
[3] Eduardo Pironio, La Virgen María y los pobres, Patria Grande, Buenos Aires 1980, pág. 55.
[4]Ibídem, pág. 7
Queridos hermanos y hermanas: Paz y Bien.
La Fiesta de San Ramón Nonato es un motivo para agradecer la presencia de Dios en la vida de nuestro pueblo, especialmente porque nuestro patrono nos recuerda que la vida es un don de Dios que debemos cuidar y hacer crecer con dignidad. Es una oportunidad para hacer memoria agradecida de los inicios de la ciudad de Orán y de la vida de sus primeros habitantes.
Este es un año Santo, es por tanto una ocasión para experimentar al Dios de la vida que nos ofrece el perdón y la misericordia. De esto nos habla el evangelio de Lucas en el Capítulo 4; en el que Jesús ha leído, en Nazareth, el texto de Isaías, donde el profeta anuncia un tiempo de gracia, en el que aquellos que poco o nada tienen para dar, son objeto de la compasión infinita de Dios. El tiempo de gracia exige, de nuestra parte, comportamientos que traten de reproducir, en nuestra pobreza, los gestos de ternura y misericordia de Dios.
En el presente año jubilar la convocación es entorno a la esperanza, iluminada por medio de la bula:"Spes non confundit", la esperanza no defrauda; "porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado" (Rom 5,5). Al convocar este año Santo, el Papa Francisco hizo un llamado no sólo a la Iglesia, sino a toda la familia humana a renovar nuestra esperanza que se ha visto amenazada por los conflictos bélicos, la violencia, la migración forzada de los más pobres y desprotegidos, y la crisis económica y ambiental.
Estos tiempos, trastocados por la dinámica histórica del desarrollo tecnológico y de una economía global que afecta la plena realización humana y el logro del bien común; generan desigualdades y nuevas situaciones de explotación y de esclavitudes. Por otra parte, los mecanismos de toma de decisión y de implementación de la gestión genera nuevas formas de exclusión y marginalidad.
Nuestra democracia, en crisis de representatividad y en formas de negación de una auténtica participación ciudadana imposibilitan la integración de todos. Los excluidos de nuestras periferias urbanas y de las comunidades originarias son un llamado para que los dirigentes sociales y políticos y a toda la ciudadanía crezca en la inclusión ciudadana y en la participación, que se inicia con el reconocimiento de los derechos fundamentales de una vida digna para todos.
En el Año Jubilar, la profecía social es construida en la escucha mutua, en la cultura del encuentro y en las nuevas formas relacionales, actúa como un faro capaz de sanar los tejidos socio- ambientales y eclesiales rotos. Esta esperanza profética es una llamada a la acción transformadora en nuestras comunidades y en la relación con la creación; proclamando y haciendo vivas la misericordia y la compasión, eje central de las relaciones reconciliadas en el Evangelio. La Iglesia profética, es decir, todo el Pueblo fiel, provoca una fuerza que sana las heridas de las personas y de los pueblos, restaura el equilibrio con la naturaleza y construye una sociedad basada en la equidad social y eclesial y en vínculos de reciprocidad.
Retomo algunas exhortaciones del Papa Francisco en la carta encíclica Laudato sí’ 144, allí nos recuerda: que "pretender resolver todas las dificultades a través de normativas uniformes o de intervenciones técnicas lleva a desatender la complejidad de las problemáticas locales, que requieren la intervención activa de los habitantes.... Hace falta incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas, y así entender que el desarrollo de un grupo social supone un proceso histórico dentro de un contexto cultural y requiere del continuado protagonismo de los actores sociales locales desde su propia cultura." (LS 144)
En estos tiempos que se ha puesto en cuestión la existencia y el rol del estado, en Evangelii gaudium se nos recuerda un principio fundamental sobre la función del Estado, a él; "compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad. Sobre la base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Este papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda humildad social. (EG 240).
Por ello, celebro el gesto del gobierno municipal y provincial por la convocatoria al encuentro sobre el Corredor Bioceánico del Capricornio realizado días atrás. Allí tuvimos la oportunidad de infórmanos y de ser partícipe de un emprendimiento que puede afectar a todos. Nos ilumina el Papa en Fratelli tutti 220, que: "ningún cambio auténtico, profundo y estable es posible si no se realiza a partir de las diversas culturas, principalmente de los pobres. Un pacto cultural supone renunciar a entender la identidad de un lugar de manera monolítica, y exige respetar la diversidad ofreciéndole caminos de promoción y de integración social".
El Papa León XIV, en un reciente Discurso a representantes políticos nos exhorta que la salvación obtenida por Jesús abarca todas las dimensiones de la vida humana: la cultura, la economía y el trabajo, la familia y el matrimonio, el respeto a la dignidad humana y a la vida, la salud, así como la comunicación, la educación y la política. Indicó el Santo Padre: “El cristianismo no puede reducirse a la simple piedad privada, porque significa un estilo de vida en sociedad marcado por el amor a Dios y al prójimo que, en Cristo, ya no es un enemigo sino un hermano" (Cf. Discurso a representantes políticos, 2025)
Hoy, renovamos la esperanza de una Iglesia que quiere ser misericordiosa y samaritana acogiendo la realidad de nuestros jóvenes que viven en situación de extrema vulnerabilidad. Agradecemos al Dios de la vida la resignificación del Hogar del Padre Diego con el proyecto de acogida de los Hogares de Cristo que recibe a la "vida como viene".
El respeto y cuidado de toda vida, especialmente de la más frágil y débil es un signo de esperanza para nuestra Diócesis de Orán y para esta ciudad. Estar bajo el patrocinio de San Ramón, "el que cuida la vida", nos motiva a cuidar de los que se consideran descartables.
Confiados en la protección de San Ramón, renovamos nuestro propósito de caminar juntos en la escucha, la acogida y el servicio de los más frágiles. Que la Virgen del Carmen, nuestra Madre nos cuide y bendiga a todos. Amen.
Mons. Fray Luis Antonio Scozzina OFM, obispo de Orán
Mis queridos hermanos,
Damos gracias a Dios por celebrar en este día la memoria del beato Ceferino Namuncurá, aquí en su tierra natal, hogar de su familia y su primera cuna, aquella donde creció los primeros años de su vida. En la evocación, no podemos evitar nuestra admiración por la obra del Señor en sus santos, suscitando en ellos una respuesta generosa, libre y llena de vida.
La sangre que nos ha rescatado
La Palabra de Dios nos invita a reconocer que hemos sido rescatados por la sangre de Cristo; nos hace bien recordar la sangre que nos dio la dignidad: la sangre de Cristo, que -como dice el autor de la Carta a los Hebreos- fue superior a la de Abel. En la sangre de Abel la fraternidad humana quedó herida; en la sangre de Cristo, en cambio, la humanidad se ha visto dignificada, elevada, consagrada por Aquel que nos amó primero. Si nuestra humanidad herida nos dejó enemistados y separados unos de otros, la sangre de Cristo nos conquistó la condición de hijos de Dios y hermanos de todos.
Invitados a integrarnos la fiesta de la vida sin importancias humanas
Imaginemos ahora la escena de un Jesús invitado a una gran fiesta, viendo, mientras se acerca, cómo las personas se disputan los lugares centrales, cómo se corren unos a otros para ocupar esos lugares de privilegio. Entonces, Él lanza esta llamada de atención: no ponerse en evidencia a partir de falsas importancias humanas, porque siempre habrá motivos para pasar vergüenza si lo que nos divide o separa, o lo que creemos que nos hace más importantes, son criterios meramente humanos.
Con sabiduría y franqueza, Jesús nos invita a ubicarnos en la fiesta de otra manera. En todo caso, si somos importantes, o si el dueño de la fiesta nos quiere honrar con un lugar destacado, será él mismo quien nos llame más cerca. Esto, que parece una enseñanza sencilla, a veces se da de bruces con lo que uno ve en encuentros públicos, en los que hay sillas con nombres y lugares asignados, y la gente de protocolo corriendo, despegando etiquetas y cambiándolas, como si ese lugar fuera la persona misma.
El lugar que ocupamos debe ser expresión de lo que somos: de la persona que hemos llegado a edificar con Dios y con nuestra propia trayectoria. No dependemos de la importancia de un sitio ni de una mirada que reconoce prestigios humanos, ni de una cámara que premia con un primer plano.
Invitar gratuitamente como nos ama e invita Dios
Jesús va todavía más allá en esa fiesta. Habla a los invitados, pero también al dueño de casa. Y aquí aparece un segundo mensaje que vale la pena recordar: la fiesta, el agasajo a las personas, no puede ser nunca una acción interesada. No deberíamos homenajear a la gente por conveniencias humanas, ni por la búsqueda de un reconocimiento futuro.
Estamos llamados a acoger en la fiesta de nuestra vida a todas las personas, incluso a aquellas que no puedan devolvernos nada, que no puedan reconocernos, que no nos hagan sentir importantes en ningún momento.
Jesús nos habla de la gratuidad de Dios que es siempre para nosotros los hombres, un don inmerecido que nos da la oportunidad de entregarnos a los demás, sin esperar nada a cambio, una ventaja, una recompensa, un premio. Jesús explica los temas humanos que conforman en cuanto a opciones, la vida cristiana. Vivir según el estilo de Jesús nos coloca en la perspectiva de ser capaces de agasajar a todos y de reconocer en cada persona el valor de su propio ser.
Ceferino, el gusto espiritual de reconocerse parte de un pueblo
En la evocación de Ceferino no podemos olvidar su deseo de servir a su gente. Esta decisión lo llevó a partir a tierras lejanas, primero a Buenos Aires para formarse en los estudios iniciales, después a Roma, para curarse de las dolencias que lo afectaban y limitaban en su salud.
“Ser útil a mi pueblo” era el acento con que vivía su vocación sacerdotal y su interés por estar a disposición del Señor. El Papa Francisco nos habla del gusto espiritual de ser pueblo.
“(...) Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es_ fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo (...) Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.” (Francisco, Evangelii gaudium n. 268)
Frente a tantos proyectos individualistas, llenos de aspiraciones desmedidas y que poco consideran el valor de los demás y la disponibilidad para ayudar y sostener a los más necesitados y frágiles, la conciencia de ser útil a su pueblo de Ceferino nos anima. Los voluntariados, los servicios de la catequesis en barrios y comunidades parroquiales, la caridad concreta de Cáritas argentina en su presencia capilar a lo largo y ancho de la patria, son expresión de ese “ser útil a la gente” que guio la vida de aquí el pequeño aborigen que se enamoró de Cristo y quiso vivir su propia entrega al servicio del Señor y su pueblo.
Intercesión de Ceferino, patrono de la pastoral de adicciones.
En la Iglesia argentina, Ceferino es patrono de la pastoral de adicciones; su identificación con Jesús nos invita a acompañar todos los esfuerzos para cuidar la vida amenazada de tantos hermanos adictos que desean salir de su situación. Una mirada meramente policial y judicial de la problemática de las adicciones, nos deja sin herramientas para afrontar este flagelo que deja a generaciones de jóvenes en la frustración y el sinsentido de la vida, además de poner en peligro su salud y la de su familia.
Pidamos a Ceferino que interceda ante el Señor para que se detengan esos verdaderos signos de muerte que son el recorte de los aportes a los centros de prevención y recuperación de adictos, así como la omisión y el retardo de las cuotas convenidas para el sostenimiento de los centros que en condiciones muy precarias todavía están funcionando.
Río Negro, departamento de Avellaneda, localidad de Chimpay, domingo 31 de agosto de 2025.
Vigésimo segundo del tiempo durante el Año.
Mons. Marcelo Colombo, arzobispo de Mendoza y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
En el evangelio que acabamos de escuchar una persona le pregunta a Jesús acerca de la salvación, del camino a la Vida Feliz del Cielo, y el Señor lo invita a entrar por la puerta estrecha. ¿A qué se refiere? A amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y al prójimo como a uno mismo. Es puerta estrecha, porque el amor es siempre exigente. Exige compromiso, creatividad, y audacia el vivir el evangelio en la vida cotidiana.
Hoy celebramos en el marco del Jubileo de la Esperanza, aquí en nuestra arquidiócesis de La Plata, el Jubileo de los Empresarios.
Podemos empezar preguntándonos ¿Qué es un Jubileo? Es conveniente para ello ir a sus raíces bíblicas. Según la ley de Moisés, cada siete años se celebraba el año sabático, durante el cual se prescribía: el reposo de la tierra, el perdón de las deudas, y la liberación de los esclavos (Ex 23,10; Dt 15,1-15; Lev 25, 1-28). Cada siete sabáticos, es decir, cada cincuenta años se celebraba el año jubilar. Y se hacía con mayor solemnidad. En estos años se buscaba la armonía añorada del paraíso. El jubileo tenía un sentido ecológico -se dejaba descansar la tierra-, social -se eliminaba la usura, y la esclavitud- y religioso -volver a Dios creador, único dueño de la tierra-.
En la bula de convocatoria del Jubileo de la Esperanza, Francisco lo relee así: "Haciendo eco a la palabra antigua de los profetas, el Jubileo nos recuerda que los bienes de la tierra no están destinados a unos pocos privilegiados, sino a todos. Es necesario que cuantos poseen riquezas sean generosos, reconociendo el rostro de los hermanos que pasan necesidad. Pienso de modo particular en aquellos que carecen de agua y de alimento. El hambre es un flagelo escandaloso en el cuerpo de nuestra humanidad y nos invita a todos a sentir remordimiento de conciencia... Como enseña la Sagrada Escritura, la tierra pertenece a Dios y todos nosotros habitamos en ella como «extranjeros y huéspedes» (Lv 25,23). Si verdaderamente queremos preparar en el mundo el camino de la paz, esforcémonos por remediar las causas que originan las injusticias, cancelemos las deudas injustas e insolutas y saciemos a los hambrientos”.[1]
Francisco describe el sentido profundo del jubileo al vincularlo con Jesús de Nazaret. "Es una exhortación antigua, que surge de la Palabra de Dios y permanece con todo su valor sapiencial cuando se convoca a tener actos de clemencia y de liberación que permitan volver a empezar: «Así santificarán el quincuagésimo año, y proclamarán una liberación para todos los habitantes del país» (Lv 25,10). El profeta Isaías retoma lo establecido por la Ley mosaica: el Señor «me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61,1-2). Estas son las palabras que Jesús hizo suyas al comienzo de su ministerio, declarando que él mismo era el cumplimiento del "año de gracia del Señor" (cf. Lc 4,18-19).[2] Podemos afirmar entonces que Jesús es el Jubileo de Dios en medio del pueblo.
Claramente uno de los temas centrales de la celebración del Jubileo es el llamado a contribuir concretamente a una reparación social que vuelva a encender la esperanza. Una mirada teologal de la realidad afirma que es evidente que el pecado tiene consecuencias en la vida de las comunidades y en el tejido social. La espiritualidad de la reparación brota de la devoción al Sagrado Corazón, y tiene consecuencias en la vida social. Nos dice la encíclica Dilexis Nos: "Junto con Cristo, sobre las ruinas que nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza.[3]
La reparación social empieza en la conversión del corazón, y a partir de allí la conversión de las estructuras. Es "la misma «conversión del corazón» la que «impone la obligación» de reparar esas estructuras. Es nuestra respuesta al Corazón amante de Jesucristo que nos enseña a amar”.[4]
Si el Jubileo tiene que ver con la reparación social, podemos preguntarnos por donde pasa el aporte típico del empresario a esa reparación social. El principal aporte es la producción y el trabajo. Francisco en su diálogo con el mundo del trabajo en una visita que hizo a Génova decía: "El empresario es una figura fundamental de toda buena economía: no hay una buena economía sin un buen empresario. No hay buena economía sin buenos empresarios, sin su capacidad para crear, crear trabajo, crear productos... El verdadero empresario conoce a sus trabajadores, porque trabaja junto a ellos, trabaja con ellos. No olvidemos que el empresario debe ser antes que nada un trabajador. Si él no tiene esta experiencia de la dignidad del trabajo, no será un buen empresario. Comparte las fatigas de los trabajadores y comparte las alegrías del trabajo, la solución de los problemas, crear algo juntos. Y si debe despedir a alguien es siempre una decisión dolorosa y no lo haría, si pudiese. Ningún buen empresario ama despedir a su gente, sufre siempre, y a veces de este sufrimiento nacen nuevas ideas para evitar el despido. Este es el buen empresario”.[5].
Avancemos un poco más ¿es posible vivir el evangelio en la empresa, en el mundo del trabajo? Sí claro que sí. A Dios se lo encuentra no sólo en los templos, sino también en la empresa, en el mundo del trabajo. Y es aquí donde quiero presentarles la figura del venerable siervo de Dios Enrique Shaw.
Hijo de Sara Tomquist y Alejandro Shaw, nace el 26 de febrero de 1921. Esposo de Cecilia Bunge con quien se casó en 1943. Aquí quiero destacar que son muy bellas las mil seiscientas cartas de amor entre ellos. Formaron una familia, en la que nacieron nueve hijos. Su primera vocación fue la de ser marinero, pero en 1945 inspirado en la doctrina social de la Iglesia siente el llamado de Dios a cumplir una misión en el mundo del trabajo, en primer lugar, quiere ser un obrero más, pero un sacerdote lo ayuda a discernir que dentro del ámbito del trabajo tiene claras condiciones para llevar el evangelio de Jesús entre los empresarios, y así lo va a hacer. En las Cristalerías Rigolleau llega a ser Director Delegado.
Enrique Shaw tiene textos sobre la Virgen María, a su vez por ejemplo comenta el evangelio de las bienaventuranzas. Hoy quisiera darle visibilidad a alguno de los textos del mundo del trabajo en la empresa. Lo hago a modo de invitación a acercarnos a su figura y a sus textos, y que de este modo inspire así la vida empresaria.
"El cristianismo, que, si bien con San Agustín pondera la limosna al hambriento, sabe que es mejor procurar que no haya hambrientos... Debemos tener conciencia social de los problemas, porque Jesús se ha ocultado en los pobres. Y tener en cuenta la repercusión social de nuestros actos, ya que a diario se aplica o se niega la Doctrina Social de la Iglesia, sin tener noción clara de lo que se hace”.[6]
En un breve comentario podemos decir que la verdadera ayuda a los más pobres es la posibilidad de trabajar y así llevar adelante una vida digna, y en esto es clave el mundo de la empresa a la hora de generar lugares de trabajo.[7]
"El deber de procurar la ascensión humana, no es más que la consecuencia lógica de la enseñanza básica del cristianismo sobre la eminente dignidad de todo ser humano... Hay que extender la propiedad privada. Es necesaria una distribución más justa de las riquezas. Hoy es cosa sabida que nada anda bien en una sociedad donde muchos están ma.”.[8]
Esta cita nos inspira a afirmar que, en orden a la dignidad de toda persona humana es necesaria la extensión de la propiedad privada, que todos puedan acceder a una tierra para trabajar para construir un techo para cuidar a una familia.
"El clima de la empresa debe ser tal que contribuya a la ascensión del hombre y le brinde por su trabajo y en su trabajo la mejor de las oportunidades para su desarrollo; el dirigente de empresa debe dar toda la libertad posible para que cada uno sea dueño de sus actos y pueda expresar su personalidad. El tormento y la alegría de la libertad no deben ser privilegio sólo de unos pocos, sino el derecho y el deber de todos”.[9]
Aquí se destaca un clima de trabajo en la empresa que favorece al desarrollo humano integral, que facilite el despliegue de los talentos y potencialidades de las personas, para que todos puedan ponerse la patria al hombro en su lugar de trabajo, y así hacer su aporte a la construcción del país.
Para terminar, nos encomendamos a la Virgen con una oración de Enrique: "¡Oh María! Hazme sentir algo de lo que sentiste al pie de la Cruz para que, participando en la Pasión de Cristo, pueda también participar en su Gloria”.[10]
Mons. Gustavo Carrara, arzobispo de La Plata. 24 de agosto de 2025.
Notas:
[1] Francisco. Spes non confundit. N° 16.
[2] Francisco. Spes non confundit. N° 10.
[3] Francisco. Dilexit Nos. N°182.
[4]Ibídem. N°183.
[5] Visita pastoral del papa Francisco a Génova. Encuentro con el mundo del trabajo. Discurso del Santo Padre. Establecimiento siderúrgico Ilva. Sábado 27 de mayo de 2017.
[6] Conferencia "Y dominad la tierra. Concepto cristiano de desarrollo", en la Reunión Nacional de Dirigentes Hombres de Acción Católica. Buenos Aires. 4/3/1962.
[7] Cf. Francisco. Fratelli tutti. N° 162.
[8] Conferencia "La misión de los dirigentes de empresa" Mendoza, 17/8/1958.
[9]Ibídem.
[10] María y comunidad de vida. Recopilación de pensamientos de Enrique E. Shaw. Editorial Claretiana. Pág. 27.
Mis queridos hermanos, en la primera lectura percibimos una situación dramática que se suscita a partir del ministerio profético de Jeremías, quien, como todos los profetas -aunque especialmente él, por las circunstancias que le tocó vivir- era un profeta incómodo. Incómodo para el poder, incómodo para las distintas facciones que se disputaban el control político del Reino de Judá, que estaba a punto de caer, de forma inminente, ante Babilonia. Por otra parte, había ciertos grupos que buscaban una alianza con otro pueblo vecino: Egipto.
En medio de esas tensiones, Jeremías es un hombre que invita al pueblo, antes que nada, a la fidelidad a Dios, a buscar lo que Dios quería para su pueblo. Es muy hermoso y, a la vez, muy dramático percibir cómo Jeremías sufría al tener que decir la verdad que Dios le confiaba para comunicar. La escena en la que lo condenan a una cisterna, a ese tanque, es muy fuerte. En sus enseñanzas él había comparado precisamente, lo que significa estar en conexión con Dios -fuente de agua viva- y, en un sentido opuesto, estar guiados por intereses humanos, lo cual es como confiar en un agua estancada. Por eso, lo condenan a un estanque, donde se va hundiendo en el barro y no tenía posibilidad de sobrevivir, hasta que el rey, conmovido por un sacerdote que fue a verlo, cambió de decisión y lo hizo rescatar.
Me gustaría que reflexionáramos un poco sobre la figura de Jeremías, porque en muchas ocasiones -y lo sabemos, porque hay muchos mártires en la Iglesia—, decir la verdad o comunicar el mensaje de Dios, o invitar a la fidelidad, ha significado persecución y muerte. Invitar a una fe auténtica, alejada del politeísmo o de ciertas supersticiones -a veces supersticiones vinculadas a sistemas políticos totalitarios, de un signo o de otro- le costó la vida a laicos, catequistas, sacerdotes, religiosas, religiosos, obispos.
Quiero decir con esto que esa tensión entre la verdad, y la consiguiente invitación a vivir según ella, y el acomodarse, el “estar bien”, el “mejor que pase y después vemos”, ha estado siempre presente. Por eso, estos profetas, como más tarde los mártires de la Iglesia, nos dan testimonio del valor de opciones verdaderas, vividas en carne propia y sostenidas hasta el final.
En los mártires cristianos, la fundamentación la encontramos en la segunda lectura, cuando el autor de la carta a los Hebreos dice: “Pongamos la mirada en el autor y consumador de nuestra fe, Jesucristo”. Él es la fuente de nuestros criterios últimos para actuar. Y el estilo de vida de Jesús -por supuesto, aplicado a nuestro tiempo-, la validez de sus enseñanzas, son las que, en definitiva, nos impulsan a jugarnos por Él, porque es un tesoro, es el mismo Reino de Dios el que está en juego.
Desde esa perspectiva hay que leer el Evangelio. No se trata de un permiso para que la suegra y la nuera se peleen, o para que los padres se enojen con los hijos. Es una forma típica de enseñanza israelita, en la que se acentúa la tensión del mensaje para mostrar que hay algo muy importante.
¿Y qué es lo fuerte? Lo fuerte es que Jesús no trae un mensaje “blandito”; es un mensaje para vivir con profundidad. Ese mensaje nos obliga a tomar decisiones. De ahí surge esa imagen de que incluso dentro de las familias puede haber divisiones.
Y eso ha pasado muchas veces -aunque con algunas diferencias-. A veces conocemos personas que, en su propia casa, son cuestionadas por venir a la iglesia o por participar en algún grupo cristiano exigente en cuanto a su solidaridad con los más pobres o con la justicia. Ese tipo de tensiones, en ocasiones, ha llegado a extremos muy dolorosos, como la supresión del profeta, de los mártires.
Por eso, Jesús nos pide opciones firmes. Él es el autor y consumador de nuestra fe. Es agua viva: unidos a Él, estamos vivos; si no, nos estancamos.
Este es el mensaje de las lecturas de hoy: tan hermosas, tan provocativas, que nos desafían. Porque también nosotros, aunque no tengamos que enfrentar a nadie directamente, muchas veces nos acomodamos un poco, y nuestra fe se vuelve, digamos, una fe sin mucha profundidad, cuando la fe no nos pide ir adelante, bien adentro, con Cristo.
Mons. Marcelo Colombo, arzobispo de Mendoza
Año Santo “Peregrinos de la Esperanza”
¡Alabado sea Jesucristo!
Qué hermoso hábito comenzar cada encuentro, cada celebración o cada tarea con este saludo: “¡Alabado sea Jesucristo!”. Pero no es solo una fórmula reiterativa y costumbrista, sino la síntesis de nuestro deseo más hondo, de nuestro anhelo de corazón. Cuando proclamamos “alabado sea”, estamos diciendo, también y especialmente: “amado sea…”, “anunciado sea…”, “seguido sea…”. Queremos que Jesucristo sea verdaderamente el centro de nuestras vidas, que Él sea amado por cada persona, por nuestras comunidades, por toda nuestra patria; aspiramos que su Palabra sea acogida, tomada como camino, guía y luz.
Como expresa bellamente el Documento de Aparecida, “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA 29)
Yo mismo les confieso: amo a Jesucristo, con toda mi vida y con mis fragilidades a cuestas. Lo amo con la certeza serena y, a veces, con la pasión ardiente propia de quien se sabe salvado y enviado.
Hoy Él nos invita a renovarnos en la alegría de la misión. A cada uno y cada una, le habla en lo profundo del corazón. A vos. Te llama a seguirlo y reconocerlo como tu amigo, tu Señor, tu maestro. Caminemos tras sus huellas como discípulos misioneros, agradecidos por haber sido llamados a compartir la fe en la Acción Católica. Humildes ante la grandeza de la tarea, pero confiados en su amor.
La alegría brota de reconocernos amados con ternura descontrolada. Por reconocer un amor que desborda del Corazón de Jesús, que “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gálatas 2, 20).
A Él, a Jesucristo, le entrego mi vida. No es una entrega abstracta ni lejana; es concreta, cotidiana, hecha de pequeños gestos, de decisiones sencillas, de luchas y alegrías, de caídas y nuevos comienzos. Todo lo pongo en sus manos: mis sueños y mis miedos, mis fuerzas y mis límites. Porque solo en Él encuentro la plenitud y la alegría verdadera.
Y en este día de clausura de nuestra Asamblea Federal, después de tanto compartir, de abrir el corazón y escuchar las voces y esperanzas de la Acción Católica de la Argentina, te invito a percibir en tu interior el mismo fuego que Jesús encendió en quienes lo conocieron. Sintiendo ese fuego en el corazón, nos unimos al deseo expresado por el Señor: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo!” (Lucas 12, 49). Es el fuego de su amor, de su compasión, de su justicia, de su misericordia, de su verdad. Es un fuego que no destruye, sino que transforma y renueva todo lo que toca.
Es el fuego que reúne en torno. Así como Jesús, en la playa del lago después de la resurrección, preparó el fuego para reanimar a sus discípulos del frío y el cansancio de la derrota (Juan 21, 9). Es ese fuego el que une a la Iglesia, el que da calor y fortaleza para seguir caminando.
Es el fuego que la Palabra hacía arder en el corazón de los discípulos que desalentados regresaban a Emaús, y que prepara a a la fracción del Pan.
Es el fuego del Espíritu Santo que descendió en Pentecostés sobre María, los Apóstoles, las discípulas y discípulos, y que les fortaleció en comunión y misión.
Es el fuego que enciende la luz del faro para orientar a quienes quieren llegar a lugar seguro en noches de tormenta y miedo.
Es el fuego que nos pone en marcha para ser Peregrinos de esperanza. Hace falta ponerse de pie, levantarse, salir del propio encierro y zona de confort.
¡Yo quiero ese fuego!
Ahora, al regresar a nuestras diócesis, no permitamos que nos dispersemos olvidando lo vivido, ni volvamos a lo mismo de siempre. Que este fuego del Espíritu Santo, encendido en nuestros corazones, nos transforme en portadores de esperanza.
Alimentemos ese fuego adorando a Jesús, compartiendo la fe en comunidad, escuchando a los desalentados, a quienes se les apagó el entusiasmo; busquemos a Jesús en los descartados, y también en las fiestas y alegrías de cada día. Allí también se enciende y fortalece la llama.
Alentemos los sueños de una Iglesia más viva, sinodal, misionera y en salida hacia las periferias. Soñemos que en nuestras comunidades, compuestas por varones y mujeres atravesados por la fragilidad y la debilidad, es posible vivir el mandamiento nuevo del amor. Convencidos que “la misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo” (EG 268), por quienes sufren, por los que esperan, por quienes siguen soñando y luchando.
Pero ¡no dejemos que nos roben los sueños! No es absurdo soñar con un mundo en Paz y Justicia. Donde se erradique el hambre y se cuide la casa común. Seremos signos de contradicción, porque la vida cómoda no es alternativa; el Evangelio nos impulsa a salir del conformismo y abrazar el desafío.
No olvidemos que los profetas fueron perseguidos, ninguneados, abatidos. Jeremías, Elías, y también Juan el Bautista. ¿Será distinto para mí?
Probablemente no. Pero en medio de la prueba, la esperanza no se apaga, porque somos peregrinas y peregrinos de esperanza, llevando la luz de Cristo a todos los rincones.
Pidamos hoy, en esta clausura, que el Espíritu Santo nos renueve en ese ardor, nos haga valientes, nos inspire en la creatividad, humildes y audaces, capaces de amar como Jesús amó. Que cada rincón de nuestra patria, cada hogar, cada comunidad, vea en nuestro testimonio la presencia viva de Jesucristo, amado y seguido.
Caminemos con confianza, como Iglesia viva y samaritana, llevando la alegría del Evangelio a todas partes. Que la Acción Católica siga siendo signo de unidad y esperanza en la Argentina, fermento evangélico en la sociedad.
Al Beato Cardenal Eduardo Francisco Pironio, al Beato y Mártir Wenceslao Pedernera, que tanto amaron a la Acción Católica, les pedimos que desde el cielo cuiden el fuego del Espíritu en nuestras vidas.
A María, nuestra Madre, le confiamos los frutos de esta Asamblea. Que ella, la primera discípula misionera, nos enseñe a decir siempre “sí” al llamado de Dios y a llevar a Jesucristo a cada persona.
Alabado sea Jesucristo… ¡por siempre sea alabado!
Mons. Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y Asesor General de la Acción Católica Argentina
Palabras del arzobispo de Mendoza y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Marcelo Colombo al recibir, en ocasión de la 200ª reunión de la Comisión Permanente del Episcopado, la visita del Rabino Ariel Stofenmacher, rector del Seminario Rabínico Latinoamericano Marshall T. Meyer, en el marco del 60º aniversario de Nostra Aetate, uno de los documentos más significativos del Concilio Vaticano II, que aborda las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Por la comunidad musulmana estuvo presente Omar Abboud.
Hace 60 años, el Papa San Pablo VI promulgó la luminosa declaración del Concilio Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Para los católicos, se trató de una declaración necesaria y audaz que nos comprometió a trazar un nuevo camino en las relaciones con otras religiones.
Si bien en sus orígenes el móvil del documento fue la tragedia del antisemitismo, esa semilla de cizaña que infectaba de odio y violencia el campo sembrado con la semilla de la fe, la declaración se convirtió en un faro que sentó las bases para que los cristianos católicos, a la luz del evangelio de Jesucristo, en quién Dios quiso reconciliar consigo todas las cosas (cf. 2Co 5,18-19), reprueben como ajena a su espíritu y contenido cualquier forma de discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión (cf. NA 5).
Reconocemos con gratitud la obra de Dios en nosotros en este sentido, e imploramos que nos ayude a seguir dando pasos fecundos.
La declaración nos recuerda que los hombres buscan en nuestras religiones la respuesta a los enigmas más recónditos de la condición humana: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor?... Sobre todo, quieren encontrarse con aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos. (cf. NA 1).
La respuesta a esas búsquedas no se encuentra inmediatamente ni solamente en nuestros dogmas, sino en nuestro estilo de vida, en nuestras comunidades, en nuestros santos y testigos, en el modo sereno y convencido como buscamos la verdad, la justicia y la paz, y nos ayudamos mutuamente a encontrarla.
Muchos creemos en un Dios que ha querido presentarse como el Dios de Abraham y de sus hijos. Un Dios que asume el riesgo en la historia de hacerse conocer por el testimonio de sus creyentes. El modo como vivimos manifiesta al Dios en quien creemos.
La santidad, la verdad y la justicia que anida en nuestras religiones nos une a Dios y nos une entre nosotros, y da un testimonio más claro para conducir a Dios a los hombres que aún no creen. (cf NE 2).
Por eso el Concilio Vaticano II exhorta a los católicos a que, con caridad y prudencia, mediante el diálogo y la colaboración con los hermanos de otras religiones, reconozcamos, guardemos y promovamos aquellos bienes espirituales y morales que tenemos en común, y que lo hagamos sobre todo con nuestro testimonio de fe y vida cristiana (NE 2).
Con nuestros hermanos mayores, el pueblo de Israel, reconocemos a Dios como un Padre. Moisés lo expresó diciendo al Faraón: “Esto dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito” (Ex 4,22) y el profeta anhela los tiempos en que se les dirá: “Hijos del Dios viviente” (Os 2,1). Jesucristo, une sus discípulos a Dios de un modo único, dando a los creyentes el Espíritu Santo que los hace clamar “Abba”, Padre (Gal 4,6).
Con los creyentes del Islam, invocamos el nombre de Dios como “el clemente y misericordioso”. Así reza aquella “Basmala” que no solo encabeza casi la totalidad de suras del Corán, sino que también es recitada para invocar la bendición de Dios sobre las tareas importantes de la vida. “Adonay, Adonay, Dios misericordioso y compasivo”, dice el Señor a Moisés en la Montaña de la Alianza, y por boca de los profetas repetirá “quiero misericordia más que sacrificios” (Os 6,6). Los cristianos confesamos que Jesucristo ha revelado esa misericordia y perdón, y como buen samaritano, se ha hecho cargo del hombre herido. (Lc 10)
El hinduismo, el budismo y las demás religiones que se encuentran por todo el mundo, también se esfuerzan por responder a las inquietudes del corazón humano (NA 2). No podemos desconocer tampoco la sabiduría, las intuiciones y las expresiones religiosas los pueblos originarios de América y otros continentes que también deben ser lugares de diálogo y encuentro. “Si uno cree que el Espíritu Santo puede actuar en el diferente, entonces intentará dejarse enriquecer con esa luz, pero la acogerá desde el seno de sus propias convicciones y de su propia identidad” (Exhortación Querida Amazonía 106).
A todos nos une la responsabilidad de ser testimonio viviente de la misericordia y de la compasión que profesamos de Dios, porque como dice un discípulo amado de Jesús ¿quién puede decir que ama a Dios a quien no ve, si no ama a su hermano a quien ve? (cf. Jn 4,20-21).
Lo recuerda la declaración conciliar: La relación del hombre con Dios Padre y la relación del hombre para con los hombres, sus hermanos, están de tal forma unidas que, como dicen las Escrituras (cristianas), el que no ama, no ha conocido a Dios. (cf. NA 5).
En la última década, el querido papa Francisco ha sido un testigo valiente y audaz del diálogo interreligioso. Me permito recordar sus palabras en la encíclica Evangelii Gaudium.
Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida humana […]. Un diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. […]
En este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las relaciones con los no cristianos. Un sincretismo conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno». No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente. (EG 250-251)
El Papa caminó siempre con este espíritu y un hito luminoso fue la firma del “Documento sobre la paz mundial y la convivencia común” con el gran Imán y rector de la universidad de Al Azhar en Abu Dabi en 2019, por el que se instauró luego el 4 de febrero como el día internacional de la fraternidad humana.
En nuestra época (Nostra Aetate), nuevos desafíos nos urgen al diálogo y el encuentro. Nuevos modos de discriminación entre los hombres y los pueblos afectan la dignidad humana y los derechos que de ella dimanan. Ellos interpelan a los creyentes de todos los credos.
- La relación creciente y los vínculos entre los seres humanos y los pueblos, que ya se advertían en tiempos del Concilio (cf. NA 1), acontece ahora también en el escenario del así llamado “continente digital”. Junto a las ricas posibilidades de progreso y de encuentro que el mismo ofrece, advertimos que han fermentado en él peligrosas levaduras al servicio del odio, de la cancelación, de la manipulación… Ellas pueden asfixiar esas posibilidades y desatar fuerzas de deshumanización incontrolables.
- Cada vez son más notorias e impunes la insensibilidad y la ambición de los que, negando el destino universal de los bienes, proponen modelos de progreso que cobran víctimas humanas a través de la pobreza planificada o aprovechada. “No es sostenible la pretensión de un crecimiento económico infinito materialmente en un mundo que es finito”, “Tampoco lo es el hecho que en el afán de generar riquezas materiales se sacrifiquen las condiciones de vida de pueblos enteros”.[1]
- Es necesario además promover la paz, contribuyendo al fin de los horrores de la guerra y a la verdadera justicia social, denostada por algunos y corrompida por otros, principio fundamental de familia humana, y base moral de nuestras creencias.
Por eso invito a hacer nuestras las palabras del Papa León en su discurso a las delegaciones ecuménicas que lo saludaron en el comienzo de su pontificado:
A todos ustedes, representantes de las demás tradiciones religiosas, les expreso mi gratitud por su participación en este encuentro y por su contribución a la paz. En un mundo herido por la violencia y los conflictos, cada una de las comunidades aquí representadas aporta su sabiduría, su compasión y su compromiso con el bien de la humanidad y el cuidado de la casa común. Estoy convencido de que, si estamos unidos y libres de condicionamientos ideológicos y políticos, podremos ser eficaces al decir “no” a la guerra y “sí” a la paz, “no” a la carrera armamentista y “sí” al desarme, “no” a una economía que empobrece a los pueblos y a la tierra y “sí” al desarrollo integral.
El testimonio de nuestra fraternidad, que espero podamos manifestar con gestos concretos, sin duda contribuirá a construir un mundo más pacífico, como lo desean en lo más profundo de su corazón todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Mons. Marcelo Colombo, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
Nota
[1] Pastoral Social Mendoza, Minería… ¿Cómo? Aportes para la participación responsable de todos. Mendoza, 5 agosto 2025.