Sábado 14 de junio de 2025

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Amos 8,4-7; Salmo 112; Lc 16,1-13

Nos encontramos congregados en esta Misa con profunda tristeza a un año de lo sucedido con Loan. Elevamos nuestra súplica al Buen Padre Dios: pedimos por su pronta aparición, por la paz y fortaleza de su familia, por la sabiduría y guía divina de quienes tienen la altísima responsabilidad de trabajar en su búsqueda y el esclarecimiento del hecho. Hoy celebramos a san Antonio de Padua, le rogamos que por su intercesión nos acompañe y nos dé la esperanza de un reencuentro lleno de alegría.

Las lecturas que acabamos de escuchar son fuertes y significativas para la ocasión. En la primera lectura escuchamos a Amós, no era un profeta profesional ni pertenecía a la clase adinerada. Era hombre sencillo, un agricultor que se siente llamado por Dios: «No soy profeta ni hijo de profeta; soy pastor y cultivador de sicómoros. El Señor me tomó de detrás del rebaño y me dijo: “Ve y profetiza a mi pueblo Israel”» (Amós 7:14-15).

Vivió en una época de paz y prosperidad para Israel que se construyó a costa de injusticias con los pobres. Habla a menudo de los que los oprimen. En su lenguaje no consuela tanto a los afligidos más bien aflige a los que se sienten cómodos. Su mensaje se basa en la tradición de la ley israelita para exhortar a quienes observan la letra de la ley (como abstenerse de trabajar en sábado) pero ignoran el espíritu de la ley que se expresa en la justicia y misericordia para con los oprimidos. Ilustra las actitudes con que celebran sus fiestas religiosas: mucha puntualidad y escrúpulo pero sin que ello provoque un cambio de comportamiento respecto al trato recto, ecuánime y respetuoso para con el prójimo.

A quienes les dirige el mensaje, no tienen consideración por los pobres y necesitados; los venden como esclavos por deudas insignificantes como el precio de un par de sandalias. Para ellos, las vidas humanas son solo una mercancía más, que se compra y se vende. El juicio del Señor es una advertencia: «Ciertamente nunca olvidaré ninguna de sus obras». El profeta condena el modo deshonesto que menosprecia y desprecia la vida humana. Convierten el tiempo de la fiesta religiosa en ocasión para maquinar maldades y obtener beneficios personales a expensas del más desfavorecido.

Este pasaje de Amós da pautas para vivir la fe protegiendo a los vulnerados que están expuestos a diversas y variadas formas de explotación. Tratar fraternalmente con equidad, generosidad y solidaridad es un modo de reflejar el carácter de Dios que habla a través del profeta.

La parábola contenida en el Evangelio tiene como protagonista a un administrador sagaz. Nos plantea que las riquezas pueden conducir a la autosuficiencia, a construir muros, al egoísmo, crear divisiones y discriminación. Jesús, por el contrario, invita a sus discípulos a invertir el orden: “Hacer amigos”. Es transformar bienes y riquezas en relaciones cordiales, porque las personas valen más que las cosas y cuentan más que las riquezas que poseen. En la vida, en efecto, no son los bienes materiales los que dan valor a las personas. Otorga valor lo que crea y mantiene lazos vivos, relaciones y amistades a través de los diferentes dones con los que Dios los ha bendecido y con ellos son capaces de transformarse en instrumentos de fraternidad y solidaridad.

Jesús nos asegura que siempre estamos a tiempo para arrepentirnos, cambiar de vida, sanar el mal hecho, hacer el bien y reparar. Que los que han causado lágrimas hagan felices a alguien; que los que han quitado indebidamente, donen y ayuden a los necesitados; a ser solidarios y compartir lo que somos y tenemos. Al hacerlo, seremos alabados por el Señor “porque hemos obrado astutamente”, es decir, con la sabiduría de los que se reconocen como hijos de Dios y se juegan por el Reino de los cielos.

La pequeña Esperanza –virtud teologal- nos anima a confiar, amar y creer:

Aún persiste un rayo, una llama cálida encendida,
en la memoria viva, una fuerza bendecida.
La lucha continúa, aunque el camino sea arduo,
la esperanza nace cada día, aunque el dolor sea crudo.

Mons. José Larregain OFM, arzobispo de Corrientes

1. «Tú, Señor, eres mi esperanza» (Sal 71,5). Estas palabras brotan de un corazón oprimido por graves dificultades: «Me hiciste pasar por muchas angustias» (v. 20), dice el salmista. A pesar de ello, su alma está abierta y confiada, porque permanece firme en la fe, que reconoce el apoyo de Dios y lo proclama: «Tú eres mi Roca y mi fortaleza» (v. 3). De ahí nace la confianza indefectible de que la esperanza en Él no defrauda: «Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca tenga que avergonzarme!» (v. 1).

En medio de las pruebas de la vida, la esperanza se anima con la certeza firme y alentadora del amor de Dios, derramado en los corazones por el Espíritu Santo. Por eso no defrauda (cf. Rm 5,5), y san Pablo puede escribir a Timoteo: «Nosotros nos fatigamos y luchamos porque hemos puesto nuestra esperanza en el Dios viviente» (1Tm 4,10). El Dios viviente es, de hecho, el «Dios de la esperanza» (Rm 15,13), que, en Cristo, mediante su muerte y resurrección, se ha convertido en «nuestra esperanza» (1Tm 1,1). No podemos olvidar que hemos sido salvados en esta esperanza, en la que necesitamos permanecer enraizados.

2. El pobre puede convertirse en testigo de una esperanza fuerte y fiable, precisamente porque la profesa en una condición de vida precaria, marcada por privaciones, fragilidad y marginación. No confía en las seguridades del poder o del tener; al contrario, las sufre y con frecuencia es víctima de ellas. Su esperanza sólo puede reposar en otro lugar. Reconociendo que Dios es nuestra primera y única esperanza, nosotros también realizamos el paso de las esperanzas efímeras a la esperanza duradera. Frente al deseo de tener a Dios como compañero de camino, las riquezas se relativizan, porque se descubre el verdadero tesoro del que realmente tenemos necesidad. Resuenan claras y fuertes las palabras con las que el Señor Jesús exhortaba a sus discípulos: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben» (Mt 6,19-20).

3. La pobreza más grave es no conocer a Dios. Así nos lo recordaba el Papa Francisco cuando en Evangelii gaudium escribía: «La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe» (n. 200). Aquí se manifiesta una conciencia fundamental y totalmente original sobre cómo encontrar en Dios el propio tesoro. Insiste, en efecto, el apóstol Juan: «El que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1Jn 4,20).

Es una regla de la fe y un secreto de la esperanza que todos los bienes de esta tierra, las realidades materiales, los placeres del mundo, el bienestar económico, aunque importantes, no bastan para hacer feliz al corazón. Las riquezas muchas veces engañan y conducen a situaciones dramáticas de pobreza, la más grave de todas es pensar que no necesitamos a Dios y que podemos llevar adelante la propia vida independientemente de Él. Vuelven a la mente las palabras de san Agustín: «Sea Dios toda tu presunción: siéntete indigente de Él, y así serás de Él colmado. Todo lo que poseas sin Él, te causará un mayor vacío.» (Enarr. in Ps. 85,3).

4. La esperanza cristiana, a la que remite la Palabra de Dios, es certeza en el camino de la vida, porque no depende de la fuerza humana sino de la promesa de Dios, que es siempre fiel. Por eso, los cristianos desde los orígenes quisieron identificar la esperanza con el símbolo del ancla, que da estabilidad y seguridad. La esperanza cristiana es como un ancla que fija nuestro corazón en la promesa del Señor Jesús, quien nos ha salvado con su muerte y resurrección y que volverá de nuevo en medio de nosotros. Esta esperanza sigue señalando como verdadero horizonte de vida el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» (2P 3,13) donde la existencia de todas las criaturas encontrará su sentido auténtico, pues nuestra verdadera patria está en el cielo (cf. Flp 3,20).

La ciudad de Dios, en consecuencia, nos compromete con las ciudades de los hombres. Estas deben, desde ahora, comenzar a parecerse a ella. La esperanza, sostenida por el amor de Dios derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5,5 transforma el corazón humano en tierra fértil, donde puede brotar la caridad para la vida del mundo. La Tradición de la Iglesia reafirma constantemente esta circularidad entre las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La esperanza nace de la fe, que la alimenta y sostiene, sobre el fundamento de la caridad, que es madre de todas las virtudes. Y de la caridad tenemos necesidad hoy, ahora. No es una promesa, sino una realidad a la que miramos con alegría y responsabilidad: nos compromete, orientando nuestras decisiones al bien común. Quien carece de caridad no solo carece de fe y esperanza, sino que quita esperanza a su prójimo.

5. La invitación bíblica a la esperanza conlleva, por tanto, el deber de asumir responsabilidades coherentes en la historia, sin dilaciones. La caridad, en efecto, «representa el mayor mandamiento social» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1889). La pobreza tiene causas estructurales que deben ser afrontadas y eliminadas. Mientras esto sucede, todos estamos llamados a crear nuevos signos de esperanza que testimonien la caridad cristiana, como lo hicieron muchos santos y santas de todas las épocas. Los hospitales y las escuelas, por ejemplo, son instituciones creadas para expresar la acogida hacia los más débiles y marginados. Hoy deberían formar parte ya de las políticas públicas de todo país, pero las guerras y desigualdades con frecuencia lo impiden. Cada vez más, los signos de esperanza son hoy las casas-familia, las comunidades para menores, los centros de escucha y acogida, los comedores para los pobres, los albergues, las escuelas populares: cuántos signos, a menudo escondidos, a los que quizás no prestamos atención y, sin embargo, tan importantes para sacudirnos de la indiferencia y motivar el compromiso en las distintas formas de voluntariado.

Los pobres no son una distracción para la Iglesia, sino los hermanos y hermanas más amados, porque cada uno de ellos, con su existencia, e incluso con sus palabras y la sabiduría que poseen, nos provoca a tocar con las manos la verdad del Evangelio. Por eso, la Jornada Mundial de los Pobres quiere recordar a nuestras comunidades que los pobres están en el centro de toda la acción pastoral. No solo de su dimensión caritativa, sino también de lo que la Iglesia celebra y anuncia. Dios ha asumido su pobreza para enriquecernos a través de sus voces, sus historias, sus rostros. Toda forma de pobreza, sin excluir ninguna, es un llamado a vivir concretamente el Evangelio y a ofrecer signos eficaces de esperanza.

6. Esta es la invitación que nos llega de la celebración del Jubileo. No es casualidad que la Jornada Mundial de los Pobres se celebre hacia el final de este año de gracia. Cuando se cierre la Puerta Santa, tendremos que custodiar y transmitir los dones divinos que han sido derramados en nuestras manos a lo largo de todo un año de oración, conversión y testimonio. Los pobres no son objetos de nuestra pastoral, sino sujetos creativos que nos estimulan a encontrar siempre formas nuevas de vivir el Evangelio hoy. Ante la sucesión de nuevas oleadas de empobrecimiento, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Todos los días nos encontramos con personas pobres o empobrecidas y, a veces, puede suceder que seamos nosotros mismos los que tengamos menos, los que perdamos lo que antes nos parecía seguro: una vivienda, comida adecuada para el día, acceso a la atención médica, un buen nivel de educación e información, libertad religiosa y de expresión.

Al promover el bien común, nuestra responsabilidad social se basa en el gesto creador de Dios, que a todos da los bienes de la tierra; y al igual que estos, también los frutos del trabajo del hombre deben ser accesibles de manera equitativa. Ayudar al pobre es, en efecto, una cuestión de justicia, antes que de caridad. Como observa San Agustín: «Das pan al hambriento, pero sería mejor que nadie sintiese hambre y no tuvieses a nadie a quien dar. Vistes al desnudo, pero ¡ojalá todos estuviesen vestidos y no hubiese necesidad de vestir a nadie!» (Homilías sobre la primera carta de san Juan a los partos, VIII, 5).

Espero, por tanto, que este Año Jubilar pueda impulsar el desarrollo de políticas para combatir antiguas y nuevas formas de pobreza, además de nuevas iniciativas de apoyo y ayuda a los más pobres entre los pobres. El trabajo, la educación, la vivienda y la salud son las condiciones para una seguridad que nunca se logrará con las armas. Estoy contento por las iniciativas ya existentes y por el compromiso que cada día asumen a nivel internacional un gran número de hombres y mujeres de buena voluntad.

Confiemos en María Santísima, Consuelo de los afligidos, y con ella entonemos un canto de esperanza haciendo nuestras las palabras del Te Deum: «In Te, Domine, speravi, non confundar in aeternum –En ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siempre».

Vaticano, 13 de junio de 2025, memoria de San Antonio de Padua, Patrono de los Pobres
León PP. XIV

Quiero pedir un fuerte aplauso para todos los que están aquí y para todos los sacerdotes y diáconos de Roma.

Queridos presbíteros y diáconos que prestan su servicio en la diócesis de Roma,
queridos seminaristas, ¡les saludo a todos con afecto y amistad!

Agradezco a Su Eminencia, el cardenal vicario, sus palabras de saludo y la presentación que ha hecho, contando un poco de su presencia en esta ciudad.

He deseado encontrarme con ustedes para conocerlos de cerca y comenzar a caminar juntos. Les doy las gracias por su vida entregada al servicio del Reino, por sus esfuerzos cotidianos, por tanta generosidad en el ejercicio del ministerio, por todo lo que viven en silencio y que, a veces, va acompañado de sufrimiento o incomprensión. Realizan servicios diferentes, pero todos ustedes son preciosos a los ojos de Dios y en la realización de su proyecto.

La diócesis de Roma preside en la caridad y en la comunión, y puede cumplir esta misión gracias a cada uno de ustedes, en el vínculo de gracia con el obispo y en la fecunda corresponsabilidad con todo el pueblo de Dios. La nuestra es una diócesis muy particular, porque muchos sacerdotes llegan de diferentes partes del mundo, especialmente por motivos de estudio; y esto implica que también la vida pastoral -pienso sobre todo en las parroquias- está marcada por esta universalidad y por la acogida recíproca que ello conlleva.

A partir precisamente de esta mirada universal que ofrece Roma, quisiera compartir cordialmente con ustedes algunas reflexiones.

La primera nota, que me está particularmente cerca, es la de la unidad y la comunión. En la oración llamada «sacerdotal», como sabemos, Jesús pidió al Padre que los suyos sean uno (cf. Jn 17, 20-23). El Señor sabe bien que solo unidos a Él y entre nosotros podemos dar fruto y dar al mundo un testimonio creíble. La comunión presbiteral aquí en Roma se ve favorecida por el hecho de que, según una antigua tradición, se suele vivir juntos, en rectorías, colegios u otras residencias. El presbítero está llamado a ser hombre de comunión, porque él es el primero en vivirla y alimentarla continuamente. Sabemos que esta comunión se ve hoy obstaculizada por un clima cultural que favorece el aislamiento o la autorreferencialidad. Ninguno de ustedes está exento de estas insidias que amenazan la solidez de nuestra vida espiritual y la fuerza de nuestro ministerio.

Pero debemos vigilar porque, además del contexto cultural, la comunión y la fraternidad entre nosotros también encuentran algunos obstáculos, por así decirlo «internos», que afectan a la vida eclesial de la diócesis, a las relaciones interpersonales y también a lo que habita en el corazón, especialmente ese sentimiento de cansancio que sobreviene porque hemos vivido fatigas particulares, porque no nos hemos sentido comprendidos y escuchados, o por otras razones. Quisiera ayudarles, caminar con ustedes, para que cada uno recupere la serenidad en su ministerio; pero precisamente por eso les pido un impulso en la fraternidad presbiteral, que hunde sus raíces en una vida espiritual sólida, en el encuentro con el Señor y en la escucha de su Palabra. Alimentados por esta savia, logramos vivir relaciones de amistad, compitiendo en estimarnos unos a otros (cf. Rom 12,10); sentimos la necesidad del otro para crecer y alimentar la misma tensión eclesial.

La comunión también debe traducirse en compromiso en esta diócesis; con carismas diferentes, con itinerarios formativos diferentes y también con servicios diferentes, pero único debe ser el esfuerzo por sostenerla. Pido a todos que presten atención al camino pastoral de esta Iglesia, que es local, pero, por quien la guía, es también universal. Caminar juntos es siempre garantía de fidelidad al Evangelio; juntos y en armonía, tratando de enriquecer a la Iglesia con el propio carisma, pero teniendo en el corazón el ser el único cuerpo del que Cristo es la Cabeza.

La segunda nota que deseo entregarle es la de la ejemplaridad. Con motivo de las ordenaciones sacerdotales del pasado 31 de mayo, en la homilía recordé la importancia de la transparencia de la vida, basándome en las palabras de San Pablo a los ancianos de Éfeso: «Ustedes saben cómo me he comportado» (Hch 20,18). Se lo pido con corazón de padre y de pastor: ¡comprometámonos todos a ser sacerdotes creíbles y ejemplares! Somos conscientes de los límites de nuestra naturaleza y el Señor nos conoce en profundidad; pero hemos recibido una gracia extraordinaria, se nos ha confiado un tesoro precioso del que somos ministros, servidores. Y al servidor se le pide fidelidad. Ninguno de nosotros está exento de las sugestiones del mundo y la ciudad, con sus mil propuestas podría incluso alejarnos del deseo de una vida santa, induciendo una nivelación a la baja en el que se pierden los valores profundos del ser presbíteros. Déjense atraer una vez más por la llamada del Maestro, para sentir y vivir el amor de la primera hora, el que les impulsó a tomar decisiones difíciles y a hacer renuncias valientes. Si juntos intentamos ser ejemplares en una vida humilde, entonces podremos expresar la fuerza renovadora del Evangelio para cada hombre y cada mujer.

Una última nota que deseo entregarles es la de mirar los desafíos de nuestro tiempocon clave profética. Estamos preocupados y afligidos por todo lo que sucede cada día en el mundo: nos hieren las violencias que generan muerte, nos interpelan las desigualdades, las pobrezas, tantas formas de marginación social, el sufrimiento difundido que toma los rasgos de un malestar que ya no perdona a nadie. Y estas realidades no solo ocurren en otros lugares, lejos de nosotros, sino que también afectan a nuestra ciudad de Roma, marcada por múltiples formas de pobreza y por graves emergencias como la de la vivienda. Una ciudad en la que, como señalaba el papa Francisco, a la «gran belleza» y al encanto del arte debe corresponder también «el simple decoro y la normal funcionalidad de los lugares y de las situaciones de la vida ordinaria, cotidiana. Porque una ciudad más habitable para sus ciudadanos es también más acogedora para todos» (Homilía en las vísperas con Te Deum, 31 de diciembre de 2023).

El Señor nos ha querido precisamente en este tiempo lleno de desafíos que, a veces, nos parecen más grandes que nuestras fuerzas. Estamos llamados a abrazar estos desafíos, a interpretarlos evangélicamente, a vivirlos como ocasiones de testimonio. ¡No huyamos ante ellos! Que el compromiso pastoral, como el del estudio, se convierta para todos en una escuela para aprender a construir el Reino de Dios en el hoy de una historia compleja y estimulante. En tiempos recientes hemos tenido el ejemplo de santos sacerdotes que supieron conjugar la pasión por la historia con el anuncio del Evangelio, como don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani, profetas de paz y justicia. Y aquí en Roma hemos tenido a don Luigi Di Liegro que, ante tanta pobreza, dio su vida para buscar caminos de justicia y promoción humana. Bebamos de la fuerza de estos ejemplos para seguir sembrando semillas de santidad en nuestra ciudad.

Muy queridos, les aseguro mi cercanía, mi afecto y mi disponibilidad para caminar con ustedes. Encomendemos al Señor nuestra vida sacerdotal y pidámosle que crezcamos en la unidad, en la ejemplaridad y en el compromiso profético para servir a nuestro tiempo. Nos acompañe la sentida exhortación de san Agustín, que dijo: «Amar esta Iglesia, permanecer en esta Iglesia, ser esta Iglesia. Amar al buen Pastor, al Esposo hermoso, que no engaña a nadie y no quiere que nadie perezca. Oren también por las ovejas descarriadas: que también ellas vengan, también ellas reconozcan, también ellas amen, para que haya un solo rebaño y un solo pastor» (Discurso 138, 10). ¡Gracias!

León XIV

Celebramos hoy, cincuenta días después de la Resurrección de Jesús, el gran regalo de su Pascua, el Don del Espíritu Santo. Celebramos la solemnidad de Pentecostés, y el jubileo de los movimientos eclesiales en nuestra arquidiócesis de La Plata.

Nos relata el libro de Hechos de los Apóstoles que: "El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse."

Ese día los que estaban en la casa, rezando y esperando la promesa de Jesús, se llenaron del Espíritu Santo. Ahora bien, podemos afirmar que el Espíritu Santo es la persona más misteriosa en Dios. Por eso puede manifestarse de múltiples formas, como una fuerte ráfaga de viento o como lenguas de fuego, y en otros lugares de la sagrada escritura se afirma que aparece bajo forma de paloma, o como suave brisa, o como un río de agua viva.

Y si de misterio se trata, en el evangelio también aparece una palabra para nosotros un poco misteriosa: Paráclito. Dice así el evangelio según San Juan: "En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho”."

Dicen los que saben que Paracleitos viene de dos palabras griegas: para, 'junto a', y kaleo, 'llamar'. El verbo para-kaleo quiere decir llamar junto a uno, pedir ayuda. El paráclito es aquel que responde a la llamada, a nuestros anhelos más profundos, a nuestros gritos. Jesús en la última cena hizo esta promesa: 'Yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito, para que esté con ustedes siempre' Y añadió: 'No los dejaré huérfanos'. El Espíritu Santo es nuestro Paráclito. Es Aquel que responde a nuestro grito, que sabe interpretarlo, y viene en nuestra ayuda.

Habitualmente un niño que grita y pide ayuda dice: '¡Mamá!' Es una llamada a la ternura de la madre, y la dulzura de la madre. Una madre es paráclito para su hijo.

La Iglesia, también es Madre, y está llamada a escuchar los gritos de una humanidad frágil y doliente, e ir humildemente en su ayuda. Y para ello el Espíritu Santo siempre libre de distribuir sus dones a quien quiere suscita diferentes movimientos eclesiales. Es que el Espíritu da la palabra clave y la solución a los clamores de una época, muchas veces bajo la figura de un movimiento concreto que muestra cómo vivir el evangelio de Jesús en esa situación nueva.

En esta eucaristía estamos en comunión con el Papa León y la celebración del jubileo de los movimientos eclesiales allí en Roma. Ayer en la Vigilia de Pentecostés el Papa decía: "En Pentecostés María, los Apóstoles, las discípulas y los discípulos que con ellos fueron colmados con un Espíritu de unidad, que radicaba para siempre sus diversidades en el único Señor Jesucristo. No muchas misiones, sino una única misión. No introvertidos y belicosos, sino extrovertidos y luminosos. Esta Plaza de San Pedro, que es como un abrazo abierto y acogedor, expresa magníficamente la comunión de la Iglesia, experimentada por cada uno de ustedes en las distintas experiencias asociativas y comunitarias, muchas de las cuales representan frutos del Concilio Vaticano II"[1]. El mismo Espíritu que suscita la diversidad de carismas es el que hace la armonía de los mismos en la vida de la Iglesia, para el servicio del anuncio del evangelio a una humanidad tan necesitada de la misericordia del Padre.

El Papa León nos enseña el estilo con el que tenemos que llevar adelante la pasión por evangelizar. Nos dice así: La evangelización, queridos hermanos y hermanas, no es una conquista humana del mundo, sino la infinita gracia que se difunde a través de vidas transformadas por el Reino de Dios. Es el camino de las bienaventuranzas, un itinerario que recorremos juntos, en continua tensión entre el "ya" y el "todavía no", hambrientos y sedientos de justicia, pobres de espíritu, misericordiosos, mansos, puros de corazón, que trabajan por la paz. Para seguir a Jesús en este camino que Él ha elegido no sirven poderosos protectores, compromisos mundanos o estrategias emocionales. La evangelización es obra de Dios y, si a veces pasa a través de nuestras personas, es por los vínculos que hace posible. Estén por tanto profundamente ligados a cada una de las Iglesias particulares y a las comunidades parroquiales donde alimentan y gastan sus carismas. Cerca de sus obispos y en sinergia con todos los otros miembros del Cuerpo de Cristo actuaremos, entonces, en armoniosa sintonía. Los desafíos que la humanidad enfrenta serán menos espantosos, el futuro será menos oscuro, el discernimiento menos difícil, si juntos obedeciéramos al Espíritu[2].

Y en la Misa de esta mañana afirmaba: "en Pentecostés las puertas del cenáculo se abren porque el Espíritu abre las fronteras"[3]. Animados por el Espíritu Santo corramos nuestras fronteras pastorales para llegar con la luz del Evangelio a los lugares de sufrimiento y dolor de nuestra Arquidiócesis, seamos paráclitos para tantos hermanos y hermanas que nos necesitan, y como reza el lema de la colecta de Caritas "sigamos organizando la esperanza", especialmente entre ellos, con gestos de ternura de la madre Iglesia.

Mons. Gustavo Carrara, arzobispo de La Plata.
Pentecostés 2025.


Notas:
[1] Vigilia de Pentecostés con Movimientos, Asociaciones y Nuevas Comunidades. Homilía del Santo Padre León XIV. Sábado, 7 de junio de 2025.[2]Ibídem.
[3] Santa misa en la solemnidad de Pentecostés. Jubileo de los Movimientos, de las Asociaciones y de las Nuevas Comunidades. Homilía del Santo Padre León xiv. Domingo, 8 de junio de 2025.

(Hch 2,1-11; Sal 103; I Cor 12, 3b-7.12-13;
Jn 14, 15-16. 23b-26)

“Como anillo al dedo” hubiese dicho muy probablemente nuestro querido Padre Mamerto para indicar la feliz coincidencia entre la gran fiesta de Pentecostés y la misa de sus exequias en la propia Pascua de su última partida. Y es que hoy estamos encomendando a la misericordia divina, despidiéndolo de este mundo, a un hombre del Espíritu. Un cristiano es una persona llamada a ser precisamente eso: alguien que vive en, con y desde el Espíritu Santo cuya efusión celebramos hoy. Más aún, un monje, en la variedad de dones, vocaciones, carismas en el cuerpo eclesial, es el hombre del Espíritu por antonomasia. En la Iglesia -corríjanme si digo algo que no esta tan así- la vida monástica es el arquetipo de la vida en el Espíritu. Los monjes son las personas espirituales ya desde los primeros tiempos cristianos, aquellos modelos de vida hacia los cuales se peregrinaba en busca de consejo, para beber de esa sabiduría proveniente del Espíritu que había descendido como consuelo en las batallas interiores del anacoreta o en el cenáculo fraterno de la vida eremítica. Y no olvidemos nunca que Mamerto era, primeramente y genuinamente, un hombre espiritual, un hombre del Espíritu. Su conversación amena, su locuacidad desbordante y afectuosa, su consejo sapiente, su prédica profunda y poblada de imágenes, sus relatos, metáforas y enseñanzas no tienen otro origen que la “rumia” -palabra tan querida por él- del canto cadencioso de los salmos en el coro, de las madrugadas de “lectio divina” con Biblia y mate o las caminatas silenciosas de tranco apurado por estos polvorientos caminos del vecindario.

“Como anillo al dedo” porque hoy el Santo Espíritu desciende sobre el Cenáculo, sobre una comunidad, para tocar un corazón, acariciar, herir o curar la carne. La espiritualidad de este monje fue profundamente encarnada. ¡Sí! Nuestro querido monje nunca olvido sus raíces del chaco santafesino ni disimuló el aroma a queso, eucalipto, pasto y corral de estos pagos toldenses. Y, por eso mismo -corríjanme nuevamente sus hermanos de comunidad monástica si digo algo que no es tan así- tenía esa “santa ansiedad” por explicar, aconsejar, consolar de un modo, con un lenguaje, un estilo comprensible, asequible, sencillo para iluminar la oscuridad y tocar el corazón de quienes lo oían o acudían a él en busca de ayuda. Cuanto la Iglesia ha enseñado y se ha propuesto pastoralmente en los últimos decenios, lo vivió nuestro querido monje gaucho ya desde mucho antes, haciéndonos tanto bien.

La liturgia de este día nos dice que Dios “hace de las suyas” por su Espíritu Santo actuando en el mundo y en la historia, en la Iglesia y en cada alma creyente. En este sentido también nuestro querido Padre Menapace fue un hombre espiritual, del Espíritu, porque deseó, se propuso y llegó a la razón, al corazón, al alma de tantos tipos de personas: desde los linyeras que pasaban por el monasterio y conversaban largamente con él, hasta figuras de la vida cultura, política y social del país o el extranjero, sin olvidar la figuras eclesiales que encontraron luz, sostén y discernimiento en su ayuda (como aquél prelado que lo fue a buscar al chiquero de los chanchos “ni él parecía obispo, ni yo un monje, cuando nos encontramos en la paridera” contaba él mismo). Aquí se deja ver una de las más hermosas y fecundas paradojas del Evangelio, vividas desde la vida monacal: un monje llamado y dedicado a la oración y el trabajo (el “ora et labora” distintivo de los benedictinos) es todo un modelo de apostolado y pastoral por su generosidad, creatividad y pasión puestas al servicio de la evangelización.

Sabemos bien que nuestro querido abad Mamerto fue una figura señera en la orden benedictina, particularmente en la congregación de la “Santa Cruz del cono sur”, de la Iglesia peregrina en argentina, pionero y “marca” de las comunicaciones sociales en libros, radio, televisión y redes (“en ese orden”, hubiese dicho él). La Iglesia se lo agradece encomendándolo a la misericordia del Padre. Permítanme, decirlo ahora como Pastor de esta porción del rebaño eclesial de Nueve de Julio: sé muy bien que Mamerto trasciende las fronteras de su monasterio y de la diócesis, pero no puede dejar de decir que, gracias en gran medida a él y durante su abadiato, este monasterio ha sido un pulmón espiritual, centro de irradiación y refugio de la gente, de los consagrados, de los sacerdotes en esta Iglesia particular nuevejuliense. Esta diócesis no sería cuanto es, sin los monjes de Los Toldos. Y esto te lo debemos a ti, querido Padre Mamerto.

Permítanme ponerlo en las manos amorosas de Dios y agradecer su vida y, particularmente, su fecundo apostolado literario. Lo hago apelando a sus títulos más señeros, que nos marcaron tanto a la mayoría de los aquí presentes y a tantas generaciones más. El “Dios rico en tiempo” que te llamó a la vida, al monacato y al sacerdocio, en la certeza de que “Sufrir pasa” según consolaste a tantos que acudían a vos en busca de ayuda, consejo y fortaleza, te reciba en su hogar. En este momento tan pascual de “El paso y la espera” tuya personal, le pedimos que te purifique de todo mal y premie tus buenas obras. La vocación cristiana y el carisma del monje es ser “Peregrinos del Espíritu”, ya que “El amor es cosa seria”, agradeciendo ese testimonio narrado cotidianamente por los monjes de esta comunidad -ese “Puro cuento: vida de monjes”- en este año jubilar de la esperanza, por intercesión del Beato Eduardo Pironio, tan querido por vos, pedimos que seas abrazado por todos aquellos que se nos anticiparon con el signo de la fe. En “Las alas de la mariposa: curso sobre los salmos” nos animabas a gustar los salmos: pedimos que prontito los estés cantando por toda la eternidad en el coro celestial. Y para la Iglesia toda, para cada uno de nosotros, recordando “Humor terapia: cura con cuentos” supliquemos confiadamente la gracia de comunicar la alegría del Evangelio, ser instrumentos de sanación y reconciliación, testimoniando el mandamiento nuevo con la entera existencia.

Queridos hermanos: con el monje de Los Toldos, nuestro querido abad Mamerto, se va uno de los últimos protagonistas de toda una época, un impulso y un estilo que, confiados en la afirmación evangélica “Si el grano de trigo no muere, no da frutos” (Cfr. Jn 12,249 será fecunda y fructífera para el mundo y la comunidad cristiana del mañana. Con un “a Dios”, un “muchas gracias”, un “hasta pronto” -expresiones que brotaban constantemente de su boca y expresan el común denominador de nuestros sentimientos ante su partida terrena- lo despedimos balbuceándolas casi como una letanía en la eucaristía de su despedida. Lo encomendamos, entonces, a la misericordia del Padre, confiados en el Espíritu derramado hoy, por la fuerza del sacrificio pascual de Jesucristo, con la bellísima expresión de la Regla de San Benito: “El cual nos lleve a todos a la vida eterna” (RB 72). Amén.

Mons. Ariel Torrado Mosconi, obispo de Nueve de Julio

Querida comunidad diocesana:

La celebración de Pentecostés de este año nos encuentra viviendo la gracia del Pontificado, apenas iniciado, del Papa León XIV. Me hago eco de sus palabras, tan vinculadas también con el magisterio del querido Papa Francisco: "quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado"[1].

Por eso quisiera que podamos reflexionar a partir de la segunda lectura que escucharemos en la liturgia este domingo de Pentecostés. San Pablo le escribe a una comunidad que ha fundado[2], a la que ama como un padre o una madre a sus hijos[3]. En el contexto de sus muchas divisiones internas y conflictos, pero valorando los dones y gracias espirituales que han recibido, se encuentra el pasaje que escucharemos. Allí Pablo propone la imagen de la comunidad como un cuerpo. Esta imagen, que era conocida en su época para hablar de la sociedad o de una ciudad, le sirve para subrayar que una comunidad es un organismo vivo y, al mismo tiempo, articulado u organizado. Así, la vida de la comunidad no consiste simplemente en sus propias fuerzas naturales o en su capacidad de asociación. Es vida sobrenatural, dada por el Espíritu. Por eso mismo, no es una ONG sino el Cuerpo de Cristo, como tantas veces nos repitió el Papa Francisco desde su primera homilía pontificia[4]. De hecho, la lectura va mostrando cómo esa vida de la Trinidad provoca crecimiento y desarrollo entre sus miembros.

Por otro lado, la imagen del Cuerpo permite mostrar cómo la vida del Espíritu produce carismas y ministerios que articulan la vida de la comunidad, con una riqueza variada, multiforme y cohesiva. Y así esta riqueza de carismas edifica y enriquece la comunidad. De hecho, la vida de la comunidad, sanando clericalismo y madurando en ministerialidad laical, es un tema que quisiera abordar con ustedes próximamente.

Queridos hermanos y hermanas, desde que llegué a la diócesis, he experimentado la necesidad de que recorramos juntos un camino sinodal. No lo hemos hecho de manera arbitraria o esquemática, pero, tanto en las orientaciones pastorales[5] que les brindé hace un tiempo como en diversas ocasiones, visitas a las comunidades, mensajes y cartas, les he insistido en la necesidad de redescubrir la importancia de la vida comunitaria. Como un padre que ama a sus hijos, quiero seguir invitándolos a vivir juntos "un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo"[6]. Como san Pablo enseña, cada comunidad cristiana es el lugar para experimentarse cuerpo de Cristo. Justamente eso nos salva de creer que somos nosotros los que edificamos las comunidades sólo con nuestro esfuerzo o que todo en ellas depende de nosotros. Por el contrario, la vida divina que recibimos permanentemente, sobre todo, en la celebración de los sacramentos, es la mejor ocasión para crecer en esta conciencia y corresponder generosamente a esta gracia.

De hecho, cuando caemos en la cuenta de esto, podemos descubrir que nuestras comunidades son la oportunidad para experimentar un Pentecostés permanente. ¡Cuánto quisiera que podamos vibrar en el Espíritu que se manifiesta de muchas maneras entre nosotros! Como a Pablo y Bernabé en Antioquía, por ejemplo, invitándolos a una misión que abrió la fe cristiana a las principales ciudades de su época[7].

Al mismo tiempo, cuando los he invitado a conformar los organismos sinodales al interno de las comunidades (juntas parroquiales, consejos de pastoral, consejo de asuntos económicos), lo hago con la convicción de la fe que somos mucho más que cristianos sueltos que coinciden en algunos ejercicios de devoción o en alguna acción caritativa. La vida del Espíritu nos mueve a colaborar, a aunar esfuerzos, a cohesionar voluntades, a buscar acuerdos, a estimularnos mutuamente en la búsqueda del bien posible, a mejorar nuestros esfuerzos caritativos. "Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados"[8].

Por otro lado, en este tiempo complejo que atravesamos, también vemos con preocupación las múltiples heridas sociales que afectan a nuestra gente: la crisis en la salud con trabajadores sobrecargados y condiciones injustas; una educación que reconoce una catástrofe y un futuro comprometido; el drama del desempleo y la inseguridad, agravado por el narcotráfico; la situación vulnerable de niños, personas con discapacidad, migrantes y jubilados; y la urgencia de fortalecer la justicia y su independencia para sostener una democracia auténtica. Reconocemos también una profunda crisis espiritual y cultural que desplaza a Dios y el Espíritu Santo del centro de nuestra vida social, alimentando la indiferencia y la fragmentación. Como Iglesia, asumimos nuestro compromiso de estar junto a quienes sufren, de denunciar estas injusticias y de invocar la fuerza transformadora del Espíritu para renovar nuestra comunidad, reconstruir la fraternidad y recuperar la dignidad de cada persona. Solo con esta presencia viva de Dios podremos superar estos desafíos y caminar hacia un futuro de esperanza y justicia.

Quisiera resaltar también que este llamado a la unidad que viene del Espíritu, a ser "un solo corazón y una sola alma"[9], es importante que resuene en el corazón de nuestra Iglesia diocesana mientras nos preparamos a celebrar, en el año próximo, los 25 años de la nueva realidad diocesana de Avellaneda-Lanús que, por medio de la decisión del Papa San Juan Pablo II, comenzó a concretarse el 10 de abril de 2001. ¡Cuánto camino compartido hemos recorrido juntos desde entonces! Al acercarse los 25 años de ese designio de la Providencia para nuestra Iglesia diocesana, sigamos caminando juntos y, respondiendo a la invitación del Papa León, "con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad"[10].

Además, esta fiesta de Pentecostés coincide este año con la Colecta Anual de Cáritas Argentina, que se realiza este fin de semana, sábado 7 y domingo 8 de junio, en todas las parroquias, capillas y espacios comunitarios del país. Bajo el lema "Sigamos organizando la esperanza", esta campaña es una oportunidad concreta para renovar nuestro compromiso solidario con quienes más lo necesitan. Cada donación sostiene durante todo el año programas que acompañan a miles de personas en situación de pobreza, en áreas tan sensibles como la educación, la salud, la seguridad alimentaria, la infancia, la vivienda y la integración social. En este contexto de crisis y fragmentación, la colecta nos llama a no quedarnos en la queja ni en la indiferencia, sino a organizarnos como comunidad creyente y comprometida, y a dejar que el Espíritu nos impulse a ser cauces de esperanza concreta y duradera.

Con mi bendición de padre y pastor, y encomendándolos a María, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles les deseo de corazón: ¡feliz Pentecostés!

Padre Obispo Marcelo (Maxi) Margni, obispo de Avellaneda-Lanús


Notas:
[1] https://www.vatican.va/content/leo-xiv/es/homilies/2025/documents/20250518-inizio-pontificato.html
[2] Hch 18; 1 Cor 2,1-6; 3,6
[3] 1 Cor 4,15
[4] https://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130314_omelia-cardinali.html
[5] https://avellanedalanus.org.ar/orientaciones-pastorales-pentecostes-2023/
[6] 1 Corintios 12, 13.
[7] Hch 13, 1-3
[8] EG 120, https://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html
[9] Hch 4:32
[10] https://www.vatican.va/content/leo-xiv/es/homilies/2025/documents/20250518-inizio-pontificato.html

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy el día de la Ascensión del Señor unidos al Jubileo de la Caridad y la Solidaridad, en el día que hacemos también el lanzamiento de la Colecta Anual de Cáritas bajo el lema “Sigamos organizando la esperanza”.

La Ascensión del Señor Jesús marca el cierre de su etapa de presencia física aquí en la tierra, a partir de ese momento está invisible a nuestros ojos pero no ausente. El mismo anticipó que enviaría al Espíritu Santo que nos recordaría todo lo que nos enseñó y nos daría la fuerza para vivir sus enseñanzas y nos ayudaría reconocer su presencia, por ejemplo, en la comunidad reunida en su nombre, en el prójimo, en los pobres, en su Palabra, en la Eucaristía. Nos daría la fuerza para vivir el camino del Amor que él nos indicó y, como Él, podamos también nosotros “pasar la vida haciendo el bien” (cf. Hc. 10,38).

Jesús asciende al Cielo con toda su humanidad y, de ese modo, nos indica también nuestro destino. Fuimos creados para la plenitud de Vida del cielo. Para la eternidad. Allí tenemos nuestra morada definitiva. Allí está nuestra ESPERANZA! Por eso hoy damos gracia a Dios por habernos creado y unido a Él para que también nosotros participemos de esa plenitud de Vida y por habernos llamado a compartir su misión.

Sí, antes de ascender al cielo Jesús envía a sus discípulos a predicar, a comunicar la Buena Noticia que él vino a traer a toda la creación, indicando claramente que la Iglesia está para la misión. En el marco de esta fiesta vivimos hoy la Jornada de las Comunicaciones sociales y ayer hemos celebrado el jubileo de los comunicadores y de los tinkuredes, aquellos que en nuestras comunidades tienen la el servicio de manejar las redes, de evangelizar a través de los medios de comunicación. Agradecemos a todos los comunicadores, a los que organizaron y a los que participaron del jubileo de las comunicaciones. También agradecemos y bendecimos a todos los comunicadores de los diferentes medios de nuestra provincia.

Este año de Jubileo lo vivimos poniendo los ‘ojos fijos en Jesús’ para seguir siempre sus pasos. Y el camino que Él nos indica es el del Amor. El de la caridad, el de la entrega de la vida por amor a Dios y a los demás. Por eso hoy celebramos este jubileo de la caridad y la Solidaridad dando gracias por tantas personas, instituciones, organizaciones y movimientos que realizan diferentes acciones solidarias para el bien de los demás.

En la Iglesia Cáritas tiene la misión de animar a toda la comunidad para que pongamos la Caridad en el centro de nuestras vidas. Para que desarrollemos en todo momento la capacidad de amar que Dios puso en todas las personas. Para que ejercitemos el amor en la entrega generosa de nuestra vida en todo lo que hacemos cada día: en los vínculos familiares, en los ámbitos de trabajo y estudio, en el vecindario y en las instituciones a las que pertenecemos.

También Cáritas nos alienta vivir la caridad especialmente en el servicio a los más pobres, no solo ayudándoles en sus necesidades inmediatas, sino también en su crecimiento como personas, en la promoción de sus vidas y en la integración real a las comunidades eclesiales y sociales. El documento final del sínodo insiste en este aspecto al decirnos: “»En el corazón de Dios hay un lugar preferente para los pobres» (EG 197), los marginados y excluidos, y por tanto también en el de la Iglesia… La Iglesia está llamada a ser el hogar de los pobres, que a menudo son la mayoría de los fieles, y a escucharlos, aprendiendo juntos a reconocer los carismas que reciben del Espíritu, y a ofrecerlos, asociándolos desde ya a sus propias opciones apostólicas y de evangelización.”(n° 19). Ellos no tienen que ser solo destinatarios de nuestras propuestas pastorales y caritativas, sino que tienen que integrar nuestros equipos de trabajo y de servicio.

Para que esto sea posible tiene que haber un cambio una conversión personal y comunitaria. Una apertura a Dios que nos abra la mente y el corazón para que podamos asumir que la iglesia es para todos y donde los pobres tienen que estar en el centro.

Sabemos que la pobreza afecta la vida de muchas personas y familias en nuestras comunidades. Sabemos que muchos están quedando sin trabajo en este tiempo, por tanto se suman más familias con necesidades. Por tanto para poder llegar e integrar a los más pobres y para poder llegar a todos necesitamos mucha participación y organizarnos más y mejor para que los bienes y talentos que cada uno pueda aportar sean bien aprovechados y puestos al servicio.

Este año la colecta que se realizará el próximo fin de semana y que luego se extiende a lo largo del mes, será una ocasión para mostrar nuestra generosidad y compromiso con quienes más necesitan aportando el dinero que podamos para este fin. Será una ocasión para asumir que en una comunidad cristiana todos somos Cáritas, todos tenemos que vivir y acrecentar la Caridad. Por eso todos los grupos de la Iglesia, catequesis, movimientos, servidores de san Nicolás, Liturgia, jóvenes, etc., tenemos que ‘ponernos la camiseta’ de Cáritas para colaborar con la colecta.

En el lema de este año se pone el acento en la importancia de la organización de la caridad, para que ella sea motivo de esperanza para todos. Dice: “Sigamos organizando la esperanza”. Nos decía el papa Francisco: “«No podemos limitarnos a esperar, tenemos que organizar la esperanza». Si nuestra esperanza no se traduce en opciones y gestos concretos de atención, justicia, solidaridad y cuidado de la casa común, los sufrimientos de los pobres no se podrán aliviar, la economía del descarte que los obliga a vivir en los márgenes no se podrá cambiar y sus esperanzas no podrán volver a florecer. A nosotros, especialmente a nosotros cristianos, nos toca organizar la esperanza, traducirla en la vida concreta de cada día, en las relaciones humanas, en el compromiso social y político…”[1] Por ello tenemos que vivir el compromiso de Caritas del modo organizado posible.

Querida comunidad Cáritas tiene gran red de voluntarios a lo largo y ancho de nuestra provincia y en el país desarrollando diferentes acciones, entre ellas: acompaña comedores comunitarios, apoya iniciativas educativas y de capacitación laboral, brinda espacios propios para que niños, niñas y adolescentes desplieguen sus capacidades a través del deporte y la cultura, brinda espacios de contención comunitarios ante la problemática de las adicciones en un abordaje integral, asiste y recibe a personas que están viviendo en la calle a través diferentes servicios y de hogares, realiza emprendimientos laborales comunitarios, trabaja en la integración socio-urbana de barrios populares, organiza programas de autoconstrucción de viviendas, sale en socorro de las comunidades ante las emergencias climáticas. Estas son algunas de las iniciativas, que promueve Caritas, expresando que donde hay amor que se organiza en un compromiso concreto, hay esperanza.

En Caritas, también se reza con la Palabra de Dios, para discernir los signos de los tiempos, y se trabaja para transformarlos en signos de esperanza[2]. También Cáritas se presta atención a todo lo bueno que hay en cada comunidad y en cada diócesis, para no caer en la tentación de sentirnos aplastados por la indiferencia ante el dolor, por la crueldad, por la violencia, en definitiva, por el mal y, particularmente se busca que muchos puedan participar aportando sus talentos para ayudar a otros. Por eso en este día, si te sentís llamado a colaborar con alguna organización solidaria o con Cáritas para trabajar por una sociedad más justa donde nadie padezca necesidades, si en tu corazón algo te dice que podés hacer algo más por los demás como expresión del amor que hay en vos, acércate a cualquier iglesia, acércate a la Cáritas de tu parroquia, hay lugar para vos.

Gracias a todos los que le dan Vida a las Cáritas de sus comunidades y parroquias. Gracias a los que colaboran con la misión de Cáritas. Sigamos poniendo los ojos y el corazón en Jesús y sigamos organizando la esperanza y viviendo con generosidad nuestra vocación de servicio. Así muchos más encontrarán en Cáritas y cada organización solidaria un motivo de esperanza. Así, por el camino de la caridad podremos llegar, con la gracia de Dios, a la gran meta, el Reino eterno de Dios donde Jesús ascendió por el camino de la Caridad. Así sea.

Mons. Dante Braida, obispo de La Rioja


Notas:
[1] Francisco. Homilía de la jornada mundial de los pobres 14 de noviembre de 2021.
[2] Cf. Bula del Jubileo ordinario del año 2025. Spes non confundit. N° 7.

"Compartan con mansedumbre la esperanza que hay en sus corazones" es el lema elegido por el Papa Francisco para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de este año, que se celebra en la Solemnidad de la Ascensión del Señor. En medio de un tiempo herido por conflictos, polarizaciones, crisis políticas y climáticas, fake news y guerras, esta invitación es mucho más que un llamado a los periodistas: es un clamor a todos los creyentes para que comuniquemos con humildad, sin arrogancia ni violencia, la razón de nuestra esperanza.

En una época donde la palabra se ha convertido muchas veces en arma, urge desarmar la comunicación. La agresividad que habita en los discursos públicos, en los debates políticos y especialmente en las redes sociales, genera heridas profundas en el tejido social. El lenguaje no es neutro: puede construir o destruir, acariciar o herir. La mansedumbre, en cambio, no es debilidad, sino fortaleza contenida, la virtud de quien puede hablar con firmeza sin aplastar, transmitir sin herir, defender la verdad sin ridiculizar.

Purificar la comunicación de la violencia verbal y del desprecio sutil es hoy una obra urgente para los cristianos. Significa renunciar al paradigma amigo-enemigo que divide el mundo en buenos y malos, en los que están de mi lado y los que deben ser cancelados. La lógica de la fe nos invita a tender puentes, no a cavar trincheras.

La esperanza no es ingenuidad. Es la capacidad de ver luz donde todo parece oscuro. Por eso, comunicar esperanza en tiempos de crisis es un verdadero acto de fe y de amor. Implica no negar la gravedad de las situaciones, sino aportar una mirada que no se rinde, que se mantiene abierta a la posibilidad de un cambio, a la acción silenciosa de Dios, al protagonismo de los pequeños gestos que transforman el mundo.

Hoy hace falta una comunicación que no se quede sólo en el dato, en el escándalo o en el conflicto, sino que sepa también narrar las semillas de bien que crecen en medio de la oscuridad. Quienes comunican desde la fe están llamados a ser testigos de una esperanza que no defrauda (Romanos 5, 5), porque está anclada en la certeza de que Dios no abandona la historia humana.

En esta Jornada queremos también agradecer a los comunicadores, periodistas, productores de contenido, fotógrafos, camarógrafos, editores, diseñadores y técnicos que, con esfuerzo y muchas veces sin reconocimiento, trabajan cada día para acercarnos la verdad. Su labor es imprescindible para la democracia, para la convivencia social, para la libertad.

A ellos les pedimos que no se dejen vencer por la tentación de la superficialidad, la manipulación o el sensacionalismo. Que no pierdan la vocación de buscar la verdad, aún cuando esta sea incómoda o difícil de contar. Que no renuncien al poder sanador de una buena palabra, de un dato bien explicado, de una historia que da voz a los que no tienen voz, a los descartados y ninguneados.

La paz social no se construye sólo desde la política o la economía: también desde la comunicación. Las palabras pueden ser piedras, pero también pueden ser semillas; alimentar el odio o abrir caminos de diálogo. En una sociedad fracturada, donde el grito parece tener más éxito que el razonamiento, ser cristiano comunicador es un desafío apasionante: es dar razón de nuestra esperanza (1 Pedro 3,15), con mansedumbre y con respeto.

El Papa Francisco nos enseñaba que “la mansedumbre es el estilo de Dios”. Ojalá nuestra manera de comunicar pueda parecerse cada vez más a ese estilo divino: firme pero paciente, veraz pero compasivo, claro pero nunca agresivo. En este tiempo donde la palabra puede ser usada como arma, estamos llamados a hacer de ella un instrumento de encuentro, consuelo y reconciliación.

En esta Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que cada uno de nosotros -con nuestros mensajes, nuestras publicaciones, nuestras conversaciones cotidianas- podamos contribuir a sembrar esperanza, a edificar la verdad y a construir, desde el lenguaje, un mundo más humano y más fraterno.

Mons. Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo

Sean todos muy bienvenidos a nuestra Iglesia Catedral para celebrar juntos el tedeum, a los pies de nuestra Madre la Inmaculada Virgen María y nuestro Santo Patrono, San Luis Rey.

Gracias señor Gobernador y Vice Gobernador por su presencia.

Gracias a todas las autoridades que han querido hacerse presente

Días atrás me he tomado la semana entera a fin de vivir el Jubileo de la Esperanza por el Norte de nuestra Provincia y, por vez primera llevar por esas tierras, la imagen histórica del Santo Cristo de la Quebrada. Ha sido una semana verdaderamente intensa. Ha sido un verdadero Jubileo de Gracia para tanta gente que se ha encontrado en su propio lugar con su devoción más preciada.

Como lo he escuchado tantas veces estos días, se han encontrado con su: “Santito de la Quebrada”. Para mi sorpresa, he descubierto que, casi la mitad de la gente nunca ha podido llegar hasta la Villa para rezarle a su Cristo. No por no querer… sino, por no poder, por diversas dificultades. Una vez más, el interior de nuestra Provincia nos habla de realidades particulares y distintas que siempre tendremos que ver y observar a fin de darles el tratamiento adecuado que se merecen para ser un todo armónico en la Provincia con igualdad de oportunidades más allá de las distancias, ya que a ellos todo les resulta más difícil.

Sin embargo…, y pese a ello…, he podido también observar comunidades llenas de vida y de esperanza. Comunidades que trabajan con esmero día a día y, sobre todo, he aprendido muchas cosas. Alguna de ellas se las quiero compartir:

Llevando al Cristo en una escuela de gestión estatal, allí han dicho: “somos una escuela laica, pero no atea, la fe nos sostuvo siempre en los momentos más difíciles” y también escuché allí mismo: “aquí soñamos y cumplimos sueños”. Ambas frases me han conmovido. Y las guardaré en mi corazón para siempre.

¿Por qué las cito ahora…?

Justamente, porque nuestros patriotas han sido verdaderos SOÑADORES. Soñadores de justicia y de libertad. Soñadores de un futuro distinto para el pueblo. Estaremos muertos, antes de morir físicamente, si un día… dejamos se soñar. Dejamos de tener una mirada altruista, una mirada que no busque construir un horizonte de esperanza.

Volviendo a la primera frase citada, en ese colegio supieron respetar un ámbito de libertad religiosa, sin perder su identidad y su fe más profunda. Por el contrario, la fe llevada en sus corazones, sin ser ese un ámbito particularmente religioso los ha sostenido en los momentos más duros, por lo tanto, desde la fe han podido también fortalecer la institución que les ha sido confiada. Y desde allí me regreso una vez más a la gesta patria de la que hoy hacemos memoria agradecida. Nuestra Patria sin duda, ha nacido bajo la luz de la fe. Bajo la mirada de Dios y la protección de la Virgen a quien en innumerables veces podemos citar y recordar mirando a nuestros más grandes patriotas, como lo han sido San Martín y Belgrano.

El camino de los creyentes y de los verdaderos cristianos, siempre se verá iluminado y guiado por Dios, fuente de toda verdad y justicia.

Hoy hemos escuchado en la lectura del Evangelio el pasaje donde Jesús nos dice: Yo soy la Vid, ustedes son los sarmientos, separados de mí, nada pueden hacer”.

Sin duda la fuerza de los hombres que hicieron grande nuestra historia, siempre han sido sostenidos desde lo alto para mantener firmes sus ideales de bien y de justicia.

Hoy nosotros debemos mantener viva esta gesta Patria sosteniendo y construyendo juntos una verdadera Patria de hermanos que mire a cada uno y atienda a sus necesidades desde donde están construyendo también ellos la misma Patria. Eso hace grande a nuestra Nación y a nuestra Provincia.

Hace poco hemos perdido un gran padre… al Papa Francisco. Él enseñó al mundo que debemos mirar las periferias y estar atentos a aquellas personas que se encuentran en esos lugares. Que no refiere necesariamente a lugares físicos. Hay muchos tipos de periferias, como las así llamadas: periferias existenciales.

Si hay algo que hace grande a una Nación, es justamente velar por el bien común de todos, como decían anoche en la procesión cívica, la Patria es como aquella madre que vela y cuida a sus hijos.

La Patria se encarna en las personas y especialmente en aquellas que tienen responsabilidades civiles y públicas. Con más razón deben siempre tener un corazón grande y una mirada que no excluya a nadie, sino que trate a todos como hermanos, como hijos de esa misma Patria a la que hoy celebramos en su nacimiento. Por eso le pedimos especialmente a Dios en esta mañana que los ilumine para responder con lucidez y encontrar respuestas a las necesidades más básicas del pueblo. A la construcción y crecimiento de una sociedad inclusiva y que progrese no a cualquier precio, sino con un crecimiento sustentable y justo que cuide siempre el bien común, incluido en ello el cuidado de toda vida, también del cuidado de la naturaleza que nos ha sido regalada para proteger y no para dominar a cualquier precio.

Un poco más arriba, les decía del sentido de orfandad que tuvimos frente a la muerte del Papa Francisco, pero Dios, prontamente nos ha enviado un nuevo padre, al Papa León XIV y también quiero hacerlo presente en esta mañana. En una de sus audiencias ha dicho:

Debemos construir puentes, con el diálogo, con los encuentros, uniéndonos a todos para ser un solo pueblo siempre en paz».

Estamos en un tiempo de “policrisis”, como lo definió el Papa Francisco, “en el que confluyen guerras, cambios climáticos, crecientes desigualdades, migraciones forzadas y contrapuestas, pobreza estigmatizada, innovaciones tecnológicas disruptivas, precariedad del trabajo y de los derechos”.

Esta mirada global nos sirve también para mirarnos hoy desde esta misma perspectiva, es decir, trabajar firmemente desde nuestra amada Provincia de San Luis, construyendo una Patria que vele y cuide a todos, que busque la paz, que tienda puentes, que rompa desigualdades, que de oportunidades de trabajo para que la pobreza no tenga la última palabra.

De este camino iniciado hace más de dos siglos queremos dar gracias a Dios en esta mañana y también encomendar a quienes tienen la gran responsabilidad de conducir y servir desde esos lugares para los cuales han sido elegidos en representación del pueblo.

Que nuestra Madre la Virgen del Trono lo ampare siempre, como siempre así lo ha hecho con sus hijos puntanos y con todas aquellas personas que hemos tenido la gracia de venir hasta aquí a estas tierras para construir nuestras vidas y la Patria misma.

Dios bendiga nuestra Patria Argentina.

Dios nos haga dignos herederos de los patriotas que la han forjado en su inicio y la han hecho nacer.

Mons. Gabriel Bernardo Barba, obispo de San Luis

Sobre Mateo 25, 14- 30

En esta Palabra, Jesús quiere regalarnos a todos una comparación. Cuando la dijo por primera vez, el talento era una unidad de medida de peso, como hoy podrían ser más de treinta kilos de algo valioso.

Es una comparación del amor de Dios padre hacia todos sus hijos. A todos nos ha dado talentos. Entonces todos somos talentosos, llamados a ser multiplicadores de TALENTOS.

Es Dios mismo quien recuerda la importancia de la responsabilidad y de la fidelidad.

Por eso nos confía a todos sus talentos o dones. No es una entrega idéntica, sino que le da a cada uno lo suyo, lo necesario para servir.

Los talentos compartidos no se malgastan, ni desperdician. Si se dan, no se pierden o restan, sino que se multiplican. Multiplicarlos es ser fieles a la confianza de quien nos dio, o mejor dicho, nos prestó esos talentos.

Esta lectura con fe también nos ilumina cuando, en un sistema democrático, es el pueblo soberano el que confió a algunos vecinos el gobierno, la administración, y el cuidado incluso de los talentos de todos. Hoy rezamos por todos los gobernantes y con ustedes invocamos a Dios, para que sean talentosos en su tarea.

La palabra de Dios también nos destaca el valor de la iniciativa: el que se arriesgó fue recompensado con más responsabilidad y confianza. El que no se la jugó, perdió. Se quedó con menos de lo confiado, malgastando y desperdiciando lo poco que tenía.

Por eso la pasividad es un peligro latente: el no usar los dones es una pérdida personal y comunitaria. A veces irreparable, por lo que puede resultar tarde para servir y dar.

Debemos ser responsables pero generosos. No tener miedo a arriesgar.

Pero también debemos ser confiados y agradecidos: está en nuestra esencia de seres humanos que Cristo a elevado a la categoría de Hijos de Dios. Los cristianos somos por naturaleza agradecidos porque confiamos.

Los que tenemos fe en Él, como Señor de la historia, sabemos que es esencial ser agradecidos. Para esto siempre es importante la memoria. Agradecemos, porque recordamos, porque repasamos, porque miramos los acontecimientos con los ojos de la fe.

Entonces para nosotros es más fácil rezar, porque siempre que lo hacemos incluimos el agradecimiento. La Misa es una acción de gracias, así como cada uno de nuestros sacramentos. El rezar todos los días el Padre Nuestro incluye dar gracias, aunque junto con ello también pidamos.

Por eso en el Te deum pedimos y estamos agradeciendo. Agradecer porque hace más de doscientos años en esta tierra comenzó a gestarse una nación.

El primer 25 de mayo se destacó por desatar un fuerte grito de libertad. En otros 25 de mayo tal vez se escuchó fuerte el grito de justicia, en otros el del trabajo, la seguridad y hasta el grito silencioso del pedido de paz.

Pero esos gritos sagrados, pronunciados por voces hermanas, se pueden unir como los sonidos para hacer una melodía. Como los miembros del cuerpo junto a la cabeza, incluso como un pueblo unido que jamás será vencido.

Les propongo que hoy, en este 25 de mayo nuestra voz sea para agradecer y alentar a usar los talentos que Dios a todos nos dio: gobernantes y vecinos.

Porque necesitamos de todos, no puede quedar nadie afuera. Porque una construcción requiere ponernos de acuerdo, tirar parejo, caminar juntos, aunque no seamos iguales u opinemos con las mismas ideas. Algo que el Papa Francisco invitaba a decir todos los días: permiso, perdón y gracias.

Agradecer porque nuestra ciudad cuenta con vecinos que siempre pensaron en los demás vecinos. Cuando se trata de dirigentes, de políticos y de animadores sociales, hoy todos debemos dar gracias a Dios por esa vocación que es de servicio, no de ser servidos. Para eso son los talentos: para servir.

Esta oración es un acto de fe. De creer en Dios, de creerle a Él y hacerle caso a quien nos dio los talentos. Ahí se entiende que creer es comprometerse. Me parece un título muy bueno para rezar y expresar el compromiso con las cosas de todos los días. Creer es comprometerse.

En la ciudad de Mercedes hay muchas cosas de las cuales siempre debemos agradecer, porque hay fe y compromiso. Lo mismo puedo decir de otras comunidades de nuestra Arquidiócesis de Mercedes-Luján. Talentos, cualidades, logros, riquezas materiales y espirituales, familias enteras de vecinos que nos regalan ejemplos de vida, de trabajo y de búsqueda del bien común.

Juntos demos gracias a Dios por todo esto.

Pero debemos reconocer que algunas veces no trabajamos juntos. No siempre nos enteramos y nos preocupamos por saber ¿qué está viviendo el otro, qué necesita y qué no se anima o no sabe pedir?

Creo que como sociedad debemos crecer en esto: trabajar más unidos, reconocer que muchas veces no nos estamos preocupando por los demás y otras veces, como una salida facilista nos decimos: que lo haga otro.

Estos días de lluvia e inundación nos muestran cuando compartimos los talentos y cuando no lo hacemos. Preguntarnos ¿qué necesitan y qué no necesitan nuestros vecinos? A veces da la impresión que nos gusta fundar y crear cosas, y no nos preguntamos si tal vez lo que una comunidad necesita sea fortalecer y mejorar lo que ya se tiene. Esto es aceptar y agradecer los talentos que tiene el otro.

No siempre lo nuevo es mejor, a veces hay que mejorar, con prudencia y con sabiduría, lo que ya tenemos.

Invito a todos nuestros gobernantes y a toda los que en el día de la patria estamos rezando con ustedes: debemos ser multiplicadores de talentos.

Aliento a nuestros gobernantes a valorar las bases de nuestros antiguos vecinos. Así como en el contexto nacional, también en Mercedes nos sobran ejemplos de varones y mujeres que se empobrecieron materialmente porque renunciaron a su beneficio por el bien común. Apreciar los cimientos de un edificio que se comenzó a construir incluso antes de la independencia. Cimientos que luego serán acompañados por cada paso que dieron nuestros padres y abuelos.

Los invito a valorar que todos somos necesarios, aunque no seamos iguales. Agradecerle al otro lo que hace porque contribuye al bien de todos. Porque nadie parte de cero, es que debemos ser más agradecidos con los que estuvieron antes que nosotros. Por los que se equivocaron y acertaron, pero usaron sus talentos. No podemos caer en ese falso mesianismo de que antes de nosotros, nadie había hecho nada o nada bien. Porque faltaríamos a la verdad y a la intención de los que nos eligen para gobernar.

Por eso invito a rezar para que se terminen las soluciones provisorias, las que sólo tratan de emparchar un tejido que hay que renovar, las que sólo acallan el hambre “por ahora y más adelante veremos”; las que confunden un derecho con una obligación y viceversa, las que no permiten la reunión familiar en torno a la mesa, con un trabajo estable y dignamente pago; las que son de emergencia, pero no solucionan de fondo el desempleo, la falta de vivienda, la falta de educación y de salud, el cuidado de los más frágiles y pobres.

Rezamos entonces porque no todo está mal, ni todo está muy bien.

Rezamos por nuestros gobernantes nacionales, provinciales y municipales. Ellos muchas veces se encuentran en situaciones difíciles de resolver, en donde cuesta discernir lo que la conciencia dicta, más aún si no se está de acuerdo con la mayoría. Les recuerdo que los pastores estamos para acompañar e iluminar, por eso cuenten con nosotros como padres y hermanos.

Contemplamos a nuestra patrona, la Virgen de las Mercedes ejemplo de agradecimiento, confianza y generosa multiplicación de sus talentos. Ponemos en sus manos nuestra oración como hijos de Dios, como pueblo cristiano peregrino y como vecinos.

Mons. Mauricio Landra, obispo auxiliar