Sábado 18 de mayo de 2024

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¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu... Le ruego al Espíritu Santo que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos (Papa Francisco, La alegría del Evangelio, n° 261).

En el marco de este año dedicado a la oración, bajo el lema: Señor enséñanos a orar, caminando hacia el jubileo del 2025 que tiene por tema Peregrinos de la esperanza, nos vamos preparando a la celebración gozosa de los 50 años de nuestra diócesis de Chascomús, en el 2030.

Luego de este primer acercamiento a cada una de las comunidades parroquiales, quisiera dirigirles unas primeras palabras como pastor y padre de esta amada diócesis de Chascomús.

No temas pequeño rebaño, porque el Padre ha querido darles el Reino (Lc 12,32).

Me mueve el deseo de estar cerca de cada uno y celebrar, antes que nada, la presencia de Dios en lo cotidiano, en la vida que late en lo escondido de nuestras comunidades.

La alegría es expansiva, contagiosa, comunicativa. La tristeza, por el contrario, aplasta, desanima, tira para abajo. Por eso, deseo, antes que nada, celebrar la vida de fe de nuestras comunidades, la entrega oculta y generosa de tantos hermanos que, en un clima muchas veces adverso, indiferente, o desesperanzador, continúan en la audaz siembra de la Palabra con ardor y entusiasmo.

La alegría es revolucionaria, va contra corriente de un mundo gris y cansado. La alegría es signo de Evangelio y es de por sí misionera. Misión que se da por desborde de gratitud y alegría, y no por una forzada obligación que nos reseca el corazón en el "siempre se hizo así", en la queja ante los fracasos, en la inercia, la costumbre y en el lamento por los que no vienen o "no se comprometen"...

La alegría verdadera nace de una mirada de fe que descubre, en lo sencillo, pequeño y cotidiano, la presencia contundente del Reino. La alegría de ser un pequeño rebaño a quien Dios ha querido confiarnos su Reino (Lc 12,32). La alegría de la presencia viva de Cristo que prometió quedarse donde dos o tres estamos reunidos en su nombre (Mt 18,20).

Desearía que miremos lo que somos y tenemos, que celebremos la historia de fe, en memoria agradecida por los que han pasado antes que nosotros y nos han entusiasmado con el anuncio evangélico. Es mucho lo que tenemos, son tantos los dones y las capacidades, los carismas que el Espíritu ha sembrado en nuestras comunidades, no para el disfrute personal o la autocomplacencia, o, peor aún, la comparación o la competencia, sino para el enriquecimiento del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, al servicio del bien común. Sólo celebrando lo que somos y tenemos, la mitad del vaso lleno, podremos trabajar para seguir dando pasos, para seguir llenando y desbordando este vaso, para que muchos puedan disfrutar de la alegría del Evangelio.

Escucharnos, valorarnos y celebrar, tanto en el seno de cada comunidad parroquial, como en el gran entramado diocesano, es un paso necesario y fundamental...

No somos islas, no queremos vivir la fe de forma aislada y egoísta, sino en comunidad, con el desafío de caminar juntos, sumando, incluyendo, levantando a los que han quedado heridos al costado del camino, escuchándonos, valorándonos, tendiendo puentes, dejando a un lado las sospechas, las desconfianzas, los prejuicios y críticas, los comentarios ácidos, violentos y destructivos, eligiendo el camino de la cercanía, la compasión y la ternura, como estilo pastoral propio que nos propone Jesús para nuestra diócesis de Chascomús, tan necesario en estos tiempos.

En un mundo que expulsa y descarta, queremos ser comunidades que saben dar espacio y viven la cultura del cuidado y del encuentro. Escucharnos, encontrarnos, caminar juntos para que la fuerza del anuncio no quede disminuida por el escándalo de nuestra falta de comunión. Las divisiones restan fuerza a la misión, por eso el Maligno está tan interesado en romper esa comunión, fundamento de la misión evangelizadora, la razón de nuestro ser Iglesia.

Que en este Pentecostés, el Espíritu nos renueve en la confianza, en la alegría, en el entusiasmo misionero, nos sacuda de nuestras apatías, estancamientos y zonas de confort que nos inmovilizan. Que nos encienda con ese mismo fuego que quemó el corazón de los primeros discípulos, y los transformó de hombres apocados, débiles, miedosos y achicados, en hombres intrépidos, llenos de fe y parresía (es decir, valentía, libertad, coraje, celo apostólico, entusiasmo), inquietos, arriesgados y ardientes misioneros. Animémonos a soñar en grande, que nadie ponga techo a nuestros sueños de ser una Iglesia cercana, compasiva y tierna, dispuesta a ir hasta los últimos rincones de nuestro suelo (incluso la Amazonía peruana) para gritar el Evangelio con nuestra vida. Y en esta tarea nadie puede quedar relegado, ni de brazos cruzados: laicos, religiosos, religiosas, sacerdotes, consagrados. Todos juntos, en comunión misionera, apasionados por un mismo sueño, el de hacer arder la tierra con el fuego de Jesús (Lc 12,49).

Los invito a encontrarnos en pequeños grupos y comunidades para que, en este camino sinodal (de caminar juntos) que la Iglesia nos propone, podamos compartir y conversar, escuchándonos y dejándonos enriquecer por la novedad del Espíritu que actúa en todos y en cada uno. Les dejo algunas sugerencias para el diálogo y la conversación en el Espíritu:

1) ¿Qué soñamos para nuestra Iglesia de Chascomús? ¿Nos animamos aún a soñar en grande? ¿Qué soñamos para nuestra comunidad local? ¿Qué podemos hacer para cumplir estos sueños? ¿Cómo podemos abrir más espacios de participación y corresponsabilidad en nuestra comunidad? ¿Qué nos está pidiendo el Espíritu en estos tiempos?

2) ¿Qué resuena en nuestros corazones al leer estas palabras que nuestros obispos nos han compartido en el 2007 en Aparecida?:

El Señor nos dice: "No tengan miedo" (Mt 28,5). Como a las mujeres en la mañana de la Resurrección, nos repite: "¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?" (Lc 24,5). Nos alientan los signos de la victoria de Cristo resucitado, mientras suplicamos la gracia de la conversión y mantenemos viva la esperanza que no defrauda. Lo que nos define no son las circunstancias dramáticas de la vida, ni los desafíos de la sociedad, ni las tareas que debemos emprender, sino ante todo el amor recibido del Padre gracias a Jesucristo por la unción del Espíritu Santo. Esta prioridad fundamental es la que ha presidido todos nuestros trabajos, ofreciéndolos a Dios, a nuestra Iglesia, a nuestro pueblo, a cada uno de los latinoamericanos, mientras elevamos al Espíritu Santo nuestra súplica confiada para que redescubramos la belleza y la alegría de ser cristianos. Aquí está el reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo. No tenemos otro tesoro que éste. No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las dificultades y resistencias. Éste es el mejor servicio -¡su servicio!- que la Iglesia tiene que ofrecer a las personas y naciones (DA 14).

Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo (DA 29).

Que en este Pentecostés, el Espíritu Santo nos reanime en la alegría y la esperanza, para seguir soñando en grande, para seguir poniendo nuestras capacidades, dones y talentos, al servicio del anuncio del Evangelio en nuestras comunidades. ¡No dejemos que nada ni nadie nos robe la alegría y la esperanza!

Que la Virgen de la Merced nos anime en este deseo de ser una Iglesia orante, fraterna y misionera. Dios los bendiga a todos...

Mons. Juan Ignacio Liébana, obispo de Chascomús

En el año 2007, los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida, Brasil, escribían: “Seamos misioneros del Evangelio no sólo con la palabra sino sobre todo con nuestra propia vida, entregándola en el servicio, inclusive hasta el martirio”[1].

Hoy nos convoca recordar y hacer memoria agradecida de quien encarnó hace 50 años esas palabras; el padre Carlos Mugica, sacerdote de Cristo, del clero de Buenos Aires, pastor de la Iglesia que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, jugándose por entero en la Argentina convulsionada y violenta de las décadas del sesenta y setenta.

La primera lectura relata la ascensión del Señor, y cómo los discípulos permanecían con la mirada en el cielo mientras Jesús subía (Cfr. Hech, 1, 10). Nosotros no queremos permanecer con la mirada en el pasado rumiando nostalgia y melancolía; tampoco con la mirada empañada por ideologismos que sólo nos llevan a discusiones anacrónicas; ni con la mirada cargada de prejuicios y preconceptos, o con la mirada sesgada y parcial que nos hace creernos dueños de la verdad y medidores del profetismo de los demás.

Queremos con los ojos limpios por las lágrimas de tanto llanto de nuestro pueblo por muchos fracasos, por promesas incumplidas y por una calidad de vida que se fue deteriorando a pasos agigantados a lo largo de estos cincuenta años, rezar juntos y hacerlo desde aquella oración de Mugica que conocemos y tiene aún tanta vigencia, “Meditación en la villa”, escrita por él en 1972.

“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos, que parecen tener ocho años, tengan trece”. Señor, perdónanos porque cincuenta años después parecemos estar acostumbrados a que nuestros chicos y adolescentes mueran todos los días por la droga y el maldito paco que los consume, porque avanza la pandemia silenciosa del narcotráfico, que utiliza a los pobres como material de descarte, que promueve el sicariato, que seduce con dinero manchado de sangre a miembros del ámbito político, de la justicia y del mundo empresarial[2]. En la Argentina de hoy siete de cada diez chicos son pobres; pibes con hambre revolviendo basura, chicos no escolarizados, o con una instrucción demasiado básica, no pudiendo leer de corrido o interpretar un texto. Porque como decía Pablo VI en 1967, en la encíclica Populorum Progressio, un documento que influyó mucho en el padre Mugica y en toda la Iglesia de la época: la educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo. Efectivamente el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre de alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado. Saber leer y escribir, adquirir una formación profesional, es recobrar la confianza en sí mismo y descubrir que se puede progresar al mismo tiempo que los demás[3].

“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear por el barro; yo me puedo ir, ellos no”. Cincuenta años después seguimos chapoteando entre descalificativos y odios; chapoteamos en el barro de la corrupción; estamos acostumbrados a chapotear en el barro de los enfrentamientos constantes, mientras los más pobres siguen chapoteando en el barro de las calles de sus barrios sin asfalto y sin un plan de urbanización porque estamos asistiendo a la discontinuidad de políticas públicas de integración de barrios populares, que habían sido logradas con el consenso de gobiernos de distintos signos políticos y representantes legislativos[4].

“Señor, perdóname por haber aprendido a soportar el olor de las aguas servidas de las que me puedo ir y ellos no”. Cincuenta años después en muchos barrios se sigue viviendo entre las aguas servidas de no tener cloacas, con todos los riesgos que ello tiene en la salud y la calidad de vida de sus habitantes. Pero también nos hemos acostumbrado desde hace años a soportar la podredumbre de la inflación que es el impuesto de los pobres; y aguantamos el tufillo de dirigentes rápidamente muy ricos y gente trabajadora siempre muy pobre; hace rato que algo huele mal en la Argentina. La corrupción, el individualismo, el sálvese quien pueda, apestan, y casi que nos acostumbramos a vivir con esos males.

“Señor, perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo”. Cincuenta años después vivimos encantados por las luces de la fama y del éxito pasajero; las luces engañosas que nos dejan un poco ciegos y encandilados para no ver lo que realmente hay que ver: a los hermanos que, en sus vidas, toda luz se apagó, porque se apagó la esperanza, porque se apagaron las ganas de seguir luchando; porque viven en la oscuridad de la tristeza, de la soledad y la injusticia.

“Señor, yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie hace huelga con su hambre”. Cincuenta años después, decimos con el Papa Francisco: Nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación y hemos terminado presos del descrédito, las etiquetas y la descalificación; hemos creído que el conformismo saciaría nuestra sed y hemos acabado bebiendo de la indiferencia y la insensibilidad; nos hemos alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad. (...) Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en nuestro hogar[5].

“Señor, perdóname por decirles “no sólo de pan vive el hombre” y no luchar con todo para que rescaten su pan”. Cincuenta años después, como servidores de la mesa compartida, queremos jugarnos la vida en el compromiso con los que menos tienen porque las injusticias sociales nos invitan a trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta, incluyente, en la que no falte nadie, reafirmando la opción preferencial y evangélica por los pobres, comprometidos a defender a los más débiles, especialmente a los niños, enfermos, discapacitados, jóvenes en situaciones de riesgo, ancianos, presos, migrantes[6].

“Señor, quiero quererlos por ellos y no por mí”. Cincuenta años después queremos estar cerca de los más pobres como estuvo el padre Carlos, porque sólo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. No queremos tocar de oído; que los que sufren no sean objeto de nuestra caridad, sino sujetos protagonistas de sus vidas que no son rehenes de nadie, que no venden sus derechos y libertad por un bolsón de comida o una promesa electoral.

“Ayúdame”. Así, sencillamente Carlos Mugica le pedía al Señor. Los sacerdotes para el tercer mundo que tanto lo conocían, decían en un documento del 20 de mayo de 1974: Su fe lo llevó a la experiencia frecuente y profunda de la oración; un aspecto que muchos de los que admiraban su actividad y simpatía, tal vez desconocieron; los largos ratos que pasaba frente al Sagrario en humilde y escondida oración[7]. Cincuenta años después, en esta misa venimos a pedir ayuda a Dios, porque reconocemos, como Carlos lo hizo, nuestra fragilidad. No somos héroes. Somos hombres y mujeres de fe que queremos ser fieles al Evangelio; que no podemos sólo con nuestras fuerzas y, por eso, con el padre Mugica decimos: Ayudanos Señor, no nos sueltes de tu mano. Te necesitamos mucho.

“Sueño con morir por ellos”; estas palabras se hicieron carne aquella trágica noche del 11 de mayo de 1914, cuando luego de beber la sangre del Señor en la celebración de la misa, su sangre corrió copiosamente en la vereda de la parroquia San Francisco Solano, prolongando el sacrificio redentor de su Maestro y Señor, como decía el padre Jorge Vernazza en la homilía de la misa de exequias[8]. Su sangre derramada fue la consecuencia de un modo de vivir[9]. Su sangre derramada llega a nosotros y nos interpela, nos cuestiona, nos anima a dar frutos y a entregarnos por el proyecto del Reino de Dios, proyecto de justicia y fraternidad, proyecto de amor y de paz.

“Ayúdame a vivir para ellos”. Carlos Mugica vive en el corazón de su pueblo y nos enseña a dar la vida por los demás. ¡Cuántos padres dan la vida por sus hijos con pequeños gestos cotidianos de amor, amor que es gratuito porque no pide nada a cambio; cuántos en nuestra sociedad dan todos los días la vida por otros, trabajadores, docentes, personal de la salud y de fuerzas de seguridad, voluntarios en comedores, religiosos, cuidadores de enfermos y ancianos, etc. No serán tapa del diario, pero sabemos que son esos gestos cotidianos de darnos a los demás los que nos construyen como Nación.

Carlos Mugica dio la vida por los más pobres y el Evangelio. Lo mataron porque sabían que su muerte provocaría una gran conmoción, y apostaban al caos que se cernía como una tormenta sobre los argentinos, que con los años quedaron afónicos de reclamar paz y libertad. Cincuenta años después prestamos nuestras voces para seguir reclamando por la paz y la justicia, convencidos que la violencia no es el camino.

“Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz”, la hora de la luz es el instante inmediato posterior al momento más oscuro y tenebroso, el momento del asesinato, donde algunos pretendieron detener violentamente la causa y los ideales representados en el padre Mugica. Luego habrán comprobado lo ineficaz y contraproducente de su acción, porque la vida entregada y la sangre derramada de Carlos iluminaron para siempre el camino y son un faro en el seguimiento de Jesucristo. Una canción dedicada al padre Mugica dice: El que quiso luchar fácil, de las armas se valió. Carlos luchaba con hechos y una bala lo calló. Porque vivió entre los pobres como lo hizo Jesús, sé que nos encontraremos a la hora de la luz.

Y al final de la “Meditación en la villa”, nuevamente, y desde lo más profundo de su corazón sacerdotal, el padre Carlos vuelve a decir al Señor: “Ayúdame”. Cincuenta años después, ayudanos Señor a no bajar los brazos, ayudanos a vivir como hermanos, ayudanos a construir una Argentina grande, una Patria de hermanos, ayudanos a no callar el anuncio del Evangelio, ayudanos a seguirte con fidelidad y valentía como el Padre Carlos Mugica, entregándonos hasta dar la vida.

Mons. Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires


Notas

[1] Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Mensaje de la V Conferencia general a los pueblos de América Latina y el Caribe 4, Aparecida 2007

[2] Conferencia episcopal argentina, En tiempos difíciles, amar a los demás y alegrar sus vidas. Mensaje al pueblo de Dios, Pilar abril 2024

[3] Pablo VI, Encíclica Populorum Progressio 35, Ciudad del Vaticano 1967

[4] Cfr. Conferencia episcopal argentina, Op Cit

[5] Francisco, Homilía, Plaza Macedonia, Skopie mayo 2019

[6] Cfr. Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Op Cit

[7] Sacerdotes para el tercer mundo Capital Federal, Ante la muerte del padre Carlos Mugica, Buenos Aires 20 de mayo 1914

[8] Cfr. Vernazza, Jorge, Homilía, Buenos Aires mayo de 1974

[9] Carrara, Gustavo, Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz. Ayúdame, en revista Comunicarnos 24, mayo/junio 2024

50 años del asesinato del padre Carlos Mugica

Homilía de monseñor Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires, en la misa por los 50 años del asesinato del padre Carlos Mugica (Estadio Luna Park, 12 de mayo 2024)

En el año 2007, los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida, Brasil, escribían: “Seamos misioneros del Evangelio no sólo con la palabra sino sobre todo con nuestra propia vida, entregándola en el servicio, inclusive hasta el martirio”[1].

Hoy nos convoca recordar y hacer memoria agradecida de quien encarnó hace 50 años esas palabras; el padre Carlos Mugica, sacerdote de Cristo, del clero de Buenos Aires, pastor de la Iglesia que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, jugándose por entero en la Argentina convulsionada y violenta de las décadas del sesenta y setenta.

La primera lectura relata la ascensión del Señor, y cómo los discípulos permanecían con la mirada en el cielo mientras Jesús subía (Cfr. Hech, 1, 10). Nosotros no queremos permanecer con la mirada en el pasado rumiando nostalgia y melancolía; tampoco con la mirada empañada por ideologismos que sólo nos llevan a discusiones anacrónicas; ni con la mirada cargada de prejuicios y preconceptos, o con la mirada sesgada y parcial que nos hace creernos dueños de la verdad y medidores del profetismo de los demás.

Queremos con los ojos limpios por las lágrimas de tanto llanto de nuestro pueblo por muchos fracasos, por promesas incumplidas y por una calidad de vida que se fue deteriorando a pasos agigantados a lo largo de estos cincuenta años, rezar juntos y hacerlo desde aquella oración de Mugica que conocemos y tiene aún tanta vigencia, “Meditación en la villa”, escrita por él en 1972.

“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos, que parecen tener ocho años, tengan trece”. Señor, perdónanos porque cincuenta años después parecemos estar acostumbrados a que nuestros chicos y adolescentes mueran todos los días por la droga y el maldito paco que los consume, porque avanza la pandemia silenciosa del narcotráfico, que utiliza a los pobres como material de descarte, que promueve el sicariato, que seduce con dinero manchado de sangre a miembros del ámbito político, de la justicia y del mundo empresarial[2]. En la Argentina de hoy siete de cada diez chicos son pobres; pibes con hambre revolviendo basura, chicos no escolarizados, o con una instrucción demasiado básica, no pudiendo leer de corrido o interpretar un texto. Porque como decía Pablo VI en 1967, en la encíclica Populorum Progressio, un documento que influyó mucho en el padre Mugica y en toda la Iglesia de la época: la educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo. Efectivamente el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre de alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado. Saber leer y escribir, adquirir una formación profesional, es recobrar la confianza en sí mismo y descubrir que se puede progresar al mismo tiempo que los demás[3].

“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear por el barro; yo me puedo ir, ellos no”. Cincuenta años después seguimos chapoteando entre descalificativos y odios; chapoteamos en el barro de la corrupción; estamos acostumbrados a chapotear en el barro de los enfrentamientos constantes, mientras los más pobres siguen chapoteando en el barro de las calles de sus barrios sin asfalto y sin un plan de urbanización porque estamos asistiendo a la discontinuidad de políticas públicas de integración de barrios populares, que habían sido logradas con el consenso de gobiernos de distintos signos políticos y representantes legislativos[4].

“Señor, perdóname por haber aprendido a soportar el olor de las aguas servidas de las que me puedo ir y ellos no”. Cincuenta años después en muchos barrios se sigue viviendo entre las aguas servidas de no tener cloacas, con todos los riesgos que ello tiene en la salud y la calidad de vida de sus habitantes. Pero también nos hemos acostumbrado desde hace años a soportar la podredumbre de la inflación que es el impuesto de los pobres; y aguantamos el tufillo de dirigentes rápidamente muy ricos y gente trabajadora siempre muy pobre; hace rato que algo huele mal en la Argentina. La corrupción, el individualismo, el sálvese quien pueda, apestan, y casi que nos acostumbramos a vivir con esos males.

“Señor, perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo”. Cincuenta años después vivimos encantados por las luces de la fama y del éxito pasajero; las luces engañosas que nos dejan un poco ciegos y encandilados para no ver lo que realmente hay que ver: a los hermanos que, en sus vidas, toda luz se apagó, porque se apagó la esperanza, porque se apagaron las ganas de seguir luchando; porque viven en la oscuridad de la tristeza, de la soledad y la injusticia.

“Señor, yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie hace huelga con su hambre”. Cincuenta años después, decimos con el Papa Francisco: Nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación y hemos terminado presos del descrédito, las etiquetas y la descalificación; hemos creído que el conformismo saciaría nuestra sed y hemos acabado bebiendo de la indiferencia y la insensibilidad; nos hemos alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad. (...) Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en nuestro hogar[5].

“Señor, perdóname por decirles “no sólo de pan vive el hombre” y no luchar con todo para que rescaten su pan”. Cincuenta años después, como servidores de la mesa compartida, queremos jugarnos la vida en el compromiso con los que menos tienen porque las injusticias sociales nos invitan a trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta, incluyente, en la que no falte nadie, reafirmando la opción preferencial y evangélica por los pobres, comprometidos a defender a los más débiles, especialmente a los niños, enfermos, discapacitados, jóvenes en situaciones de riesgo, ancianos, presos, migrantes[6].

“Señor, quiero quererlos por ellos y no por mí”. Cincuenta años después queremos estar cerca de los más pobres como estuvo el padre Carlos, porque sólo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. No queremos tocar de oído; que los que sufren no sean objeto de nuestra caridad, sino sujetos protagonistas de sus vidas que no son rehenes de nadie, que no venden sus derechos y libertad por un bolsón de comida o una promesa electoral.

“Ayúdame”. Así, sencillamente Carlos Mugica le pedía al Señor. Los sacerdotes para el tercer mundo que tanto lo conocían, decían en un documento del 20 de mayo de 1974: Su fe lo llevó a la experiencia frecuente y profunda de la oración; un aspecto que muchos de los que admiraban su actividad y simpatía, tal vez desconocieron; los largos ratos que pasaba frente al Sagrario en humilde y escondida oración[7]. Cincuenta años después, en esta misa venimos a pedir ayuda a Dios, porque reconocemos, como Carlos lo hizo, nuestra fragilidad. No somos héroes. Somos hombres y mujeres de fe que queremos ser fieles al Evangelio; que no podemos sólo con nuestras fuerzas y, por eso, con el padre Mugica decimos: Ayudanos Señor, no nos sueltes de tu mano. Te necesitamos mucho.

“Sueño con morir por ellos”; estas palabras se hicieron carne aquella trágica noche del 11 de mayo de 1914, cuando luego de beber la sangre del Señor en la celebración de la misa, su sangre corrió copiosamente en la vereda de la parroquia San Francisco Solano, prolongando el sacrificio redentor de su Maestro y Señor, como decía el padre Jorge Vernazza en la homilía de la misa de exequias[8]. Su sangre derramada fue la consecuencia de un modo de vivir[9]. Su sangre derramada llega a nosotros y nos interpela, nos cuestiona, nos anima a dar frutos y a entregarnos por el proyecto del Reino de Dios, proyecto de justicia y fraternidad, proyecto de amor y de paz.

“Ayúdame a vivir para ellos”. Carlos Mugica vive en el corazón de su pueblo y nos enseña a dar la vida por los demás. ¡Cuántos padres dan la vida por sus hijos con pequeños gestos cotidianos de amor, amor que es gratuito porque no pide nada a cambio; cuántos en nuestra sociedad dan todos los días la vida por otros, trabajadores, docentes, personal de la salud y de fuerzas de seguridad, voluntarios en comedores, religiosos, cuidadores de enfermos y ancianos, etc. No serán tapa del diario, pero sabemos que son esos gestos cotidianos de darnos a los demás los que nos construyen como Nación.

Carlos Mugica dio la vida por los más pobres y el Evangelio. Lo mataron porque sabían que su muerte provocaría una gran conmoción, y apostaban al caos que se cernía como una tormenta sobre los argentinos, que con los años quedaron afónicos de reclamar paz y libertad. Cincuenta años después prestamos nuestras voces para seguir reclamando por la paz y la justicia, convencidos que la violencia no es el camino.

“Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz”, la hora de la luz es el instante inmediato posterior al momento más oscuro y tenebroso, el momento del asesinato, donde algunos pretendieron detener violentamente la causa y los ideales representados en el padre Mugica. Luego habrán comprobado lo ineficaz y contraproducente de su acción, porque la vida entregada y la sangre derramada de Carlos iluminaron para siempre el camino y son un faro en el seguimiento de Jesucristo. Una canción dedicada al padre Mugica dice: El que quiso luchar fácil, de las armas se valió. Carlos luchaba con hechos y una bala lo calló. Porque vivió entre los pobres como lo hizo Jesús, sé que nos encontraremos a la hora de la luz.

Y al final de la “Meditación en la villa”, nuevamente, y desde lo más profundo de su corazón sacerdotal, el padre Carlos vuelve a decir al Señor: “Ayúdame”. Cincuenta años después, ayudanos Señor a no bajar los brazos, ayudanos a vivir como hermanos, ayudanos a construir una Argentina grande, una Patria de hermanos, ayudanos a no callar el anuncio del Evangelio, ayudanos a seguirte con fidelidad y valentía como el Padre Carlos Mugica, entregándonos hasta dar la vida.

Mons. Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires


Notas:
[1] Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Mensaje de la V Conferencia general a los pueblos de América Latina y el Caribe 4, Aparecida 2007.
[2] Conferencia episcopal argentina, En tiempos difíciles, amar a los demás y alegrar sus vidas. Mensaje al pueblo de Dios, Pilar abril 2024.
[3] Pablo VI, Encíclica Populorum Progressio 35, Ciudad del Vaticano 1967.
[4] Cfr. Conferencia episcopal argentina, Op Cit
.
[5] Francisco, Homilía, Plaza Macedonia, Skopie mayo 2019.
[6] Cfr. Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Op Cit.
[7] Sacerdotes para el tercer mundo Capital Federal, Ante la muerte del padre Carlos Mugica, Buenos Aires 20 de mayo 1914
.
[8] Cfr. Vernazza, Jorge, Homilía, Buenos Aires mayo de 1974.
[9] Carrara, Gustavo, Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz. Ayúdame, en revista Comunicarnos 24, mayo/junio 2024.

Aquí estamos Señor de los Milagros, nuestro Cristo Forastero que has querido quedarte en esta humilde villa del interior de Santiago. En un año muy especial por inquietudes e incertidumbres, de miedos y angustias, de una crisis económica que toca a todos los hogares de nuestra provincia y nación, pero al mismo tiempo en un año de gracia especial como fue la canonización de nuestra Mama Antula. Volvemos a Mailín, los que hemos tenido la posibilidad de pisar estas tierras, tal vez algunos con mucho esfuerzo, y estar a tus pies, pero también están los miles de hermanos y hermanas que no han podido venir, pero que están unidos a nosotros desde sus hogares y comunidades.

“Te alabamos Cristo y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.” Así rezamos particularmente en toda la Cuaresma mientras preparamos nuestros corazones a la celebración de la Pascua. Aquí venimos adorar a nuestro Señor. Lo adoramos y reconocemos como nuestro Señor porque nos amó hasta el extremo: por amor murió por nosotros. Alabamos y bendecimos porque es eterna su misericordia. Nuestra oración se convierte en Mailín en un canto de alabanza por las maravillas que ha obrado entre nosotros y haciéndonos partícipes de su Vida y su Amor. “Pero yo he venido para que tengan Vida y la tengan en abundancia” JN 10,11: este es el significado más profundo de su entrega libre y voluntaria en la Cruz. Por tanto amor alabamos y bendecimos al Señor. Por qué Él nos rescató con su Sangre derramada y nos liberó del pecado y la muerte haciéndonos creaturas nuevas: no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. ¡Cómo no vamos a alabar, bendecir y agradecer tanto amor que es lo único que nos da esperanza en nuestro caminar!

Nos convoca el lema Señor de Mailín como Mama Antula queremos darte a conocer. Volvemos a estar junto al Señor para llenarnos de su espíritu, de su Vida, de su Amor para contagiarlo a todos los “hambrientos y sedientos del amor de Dios” Somos peregrinos y volvemos al manantial de agua viva: que nos devuelve la esperanza que perdemos muchas veces al enfrentar inmensas dificultades familiares y comunitarias.

Vivimos tiempos muy difíciles en todos los ámbitos, y nos puede pasar como a los discípulos que fueron llamados y acompañaban a Jesús en su camino a Jerusalén, en el camino a la Cruz, a la hora muchas veces mencionada por Jesús a sus amigos; cuando les hablaba de sufrimiento, del rechazo, soledad e incomprensión, de la cruz y muerte que le esperaba, la tristeza invadía sus corazones. Así está nuestro corazón al enfrentar situaciones y desafíos que muchas veces nos superan y no vemos una luz que oriente nuestro caminar. No sentimos perdidos, desorientados y sin fuerzas para seguir luchando. Agobiados por tantas frustraciones, descreídos de promesas, envueltos en escenarios de violencia e intolerancia, de desprecio ante la vida de inocentes y de mayores que ya no cuentan. Podríamos seguir enumerando tantas otras situaciones que entristecen y llevan a cierta desesperación. En este contexto celebramos la fiesta de Mailín en la solemnidad de la Ascensión del Señor.

“La Ascensión del Señor, por tanto, no es un distanciamiento, una separación, un alejamiento de nosotros, sino que es el cumplimiento de su misión: Jesús bajó a nosotros para hacernos subir hasta el Padre; se abajó para enaltecernos; descendió a las profundidades de la tierra para que el cielo se abriera de par en par sobre nosotros. Él destruyó nuestra muerte para que pudiéramos recibir la vida, y para siempre.

El fundamento de nuestra esperanza es este: que Cristo ascendido al cielo introduce en el corazón de Dios nuestra humanidad cargada de expectativas e interrogantes, y «ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (Prefacio I de la Ascensión del Señor).

Hermanos y hermanas, esta esperanza –enraizada en Cristo muerto y resucitado–, es la que queremos celebrar, acoger y anunciar al mundo entero en el próximo Jubileo, que ya está a la vuelta de la esquina. No se trata de un mero optimismo –digamos un optimismo humano– o de una expectativa pasajera ligada a alguna seguridad terrena, no, es una realidad ya realizada en Jesús y que se nos comunica también a nosotros cada día, hasta que seamos uno en el abrazo de su amor.

La Esperanza Cristiana –escribe san Pedro– es «una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera» (1 P 1,4). La esperanza cristiana sostiene el camino de nuestra vida, incluso cuando se vuelve tortuoso y difícil; abre ante nosotros horizontes de futuro cuando la resignación y el pesimismo quisieran tenernos prisioneros; nos hace ver el bien posible cuando el mal parece prevalecer; la esperanza cristiana nos infunde serenidad cuando el corazón está agobiado por el fracaso y el pecado; nos hace soñar con una humanidad nueva y nos infunde valor para construir un mundo fraterno y pacífico, cuando parece que no vale la pena comprometerse. Esta es la esperanza, el don que el Señor nos ha dado con el Bautismo... convertirnos en cantores de esperanza en una civilización marcada por un exceso de desesperación. Con los gestos, con las palabras, con nuestras elecciones cotidianas, con la paciencia de sembrar un poco de belleza y de amabilidad en donde quiera que estemos, queremos cantar la esperanza, para que su melodía haga vibrar las cuerdas de la humanidad y despierte en los corazones la alegría, despierte la valentía de abrazar la vida” Francisco en la fiesta Ascensión, 9/5/24

Esta Esperanza, que con tanta belleza y sabiduría la anuncia el Papa Francisco, esta íntimamente unida a la Fe; es la fe que vivió nuestra Santa Mama Antula. La vivió como don y como tarea. La experiencia del Amor de Dios que aprendió en sus años de juventud la impulsó a salir al encuentro de sus hermanos cuando ya no estaban sus padres espirituales. Salió a buscar a los lejanos, a los despreciados y olvidados de la sociedad de ese momento. Ese amor se hizo obra y compromiso. Así vivió su Fe: comprometida con su tiempo, sin escapar a los desafíos, haciendo frente a los desaires y maltratos. El fuego del Espíritu estaba en su corazón; y no quedó en bellos pensamientos y éxtasis. Descubrió en los pobres el rostro de Jesús que le llamaba a brindar lo que recibió gratuitamente: ese fue su programa de vida “hacer conocer el amor de Dios.”

Como devotos del Señor de los Milagros, estamos llamados a vivir nuestra fe y esperanza poniendo lo mejor de nosotros en el servicio a nuestros hermanos, comprometiéndonos allí donde la vida se sienta amenazada por el hambre, las enfermedades, soledad, la droga, la marginación, injusticia y todo atropello a la dignidad humana.

“Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que esto sea a costa de nuestros brazos, que esto sea con el sudor de nuestros rostros”, le gustaba decir a San Vicente de Paul, el padre de los pobres. La esperanza, que es la virtud necesaria para estos tiempos de grandes penurias y desolación, se reaviva cuando encontramos hermanos nuestros que nos tienden una mano, cuando sabemos escuchar al otro sin violentar ni imponer, cuando sabemos jugarnos desinteresadamente por el que sufre cualquier tipo de necesidad. Cuando hacemos sentir que el otro es importante para mí, y merece mi cuidado y amor.

Confirmados en el amor de Jesús, en nuestro querido Mailín, consolados y renovados por la fuerza del Espíritu volvamos a nuestros hogares y comunidades para ser signo de Esperanza activa asumiendo la misión que nos dejó Jesús: ser mensajeros y obreros del Reino de justicia, amor y paz. En esta tarea nos estamos solos. Nos acompañan con su intercesión una multitud de hermanos que entregaron sus vidas, a veces derramando su sangre, para hacer conocer el amor de Dios.

Queridos hermanos y hermanas reunidos ante nuestro Señor de Mailín no busque nuestra alma otra luz sino la Verdadera. Jesucristo no defraudará nuestra esperanza.

Así sea.

Mons. Vicente Bokalic CM, obispo de Santiago del Estero

Les tengo que confesar tengo que estoy con un poco de temor, no porque esté desacostumbrado a hablar ante por mucha gente, pero estoy como cayendo en cuenta de que estamos ante un hecho histórico: estamos celebrando algo que esta comunidad, que este barrio ha venido preparando hace ya tiempo, estamos celebrando los 50 años del martirio del padre Carlos Mugica. Estamos en un momento histórico hoy, por eso decía que estoy con un poco de temor de alguna manera.

Tal vez como los discípulos que ven que Jesús asciende a los cielos y se quedan ahí mirando y los ángeles le dicen “¿qué se quedan ahí mirando?, aquel que sube a los cielos va a volver”. Y es lo que decimos en cada eucaristía, en cada misa que celebramos: anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús.

¿Qué tenemos que hacer en este tiempo? Sabemos lo que no tenemos que hacer: Quedarnos con los brazos cruzados. Lo que tenemos que hacer es anunciar la alegría del evangelio, es anunciar el triunfo del amor de Jesús sobre la muerte, sobre el dolor, sobre la maldad, anunciar la resurrección y la vida de Jesús. ¿De qué modo? ¿De qué manera? Con una fe que obra por el amor. 

Los sacerdotes tenemos esta frase del padre Carlos Mugica: “Tener fe es amar a tu hermano”. Tener fe es amar al prójimo y eso es lo que nos enseñó el padre Carlos Mugica. El evangelio de Jesús lo llevó a él a los más frágiles, a los más pobres. El evangelio de Jesús que nació en las periferias y con los pobres va hacia todos. Ese evangelio de Jesús vivió el padre Carlos Mugica y la razón última de su martirio es el haber optado ofrendar su vida para con los más pobres.

Se fue metiendo de a poco en la vida de este barrio hace más de 50 años. Se fue metiendo y fue siendo feliz en este barrio. se fue metiendo y enamorando de la gente sencilla y humilde de este barrio y con los vecinos y vecinas también peregrinó a Luján con las otras Villas. Hay una frase que hace poquito, esta semana, releía y que revelaba cómo el padre Carlos Mugica estaba muy atento a lo que decían sus vecinos y sus vecinas en este barrio. Un hombre, allí, en una de las peregrinaciones de las villas a Luján, dijo así: “Venimos a pedirle a la Madre del Divino Peleador que nos ayude en nuestras luchas”.

¿Y cuáles son las luchas que son los deseos? Simplemente vivir bien, vivir con dignidad. Hoy, ¿cómo diríamos eso que decían los vecinos y vecinas de esos barrios y que el padre Carlos escuchaba y trataba de apoyar? Hoy diríamos Tierra, Techo y Trabajo. Hoy diríamos pedimos, suplicamos, una tierra para trabajar, para construir un techo, para cuidar una familia.

El padre Carlos Mugica predicaba que el Evangelio de Jesús reconociendo en cada ser humano una dignidad infinita que no puede ser avasallada, ninguneada, pisoteada. Por eso él hablaba y, sobre todo, vivía el Evangelio de Jesús a fondo. Por eso su figura nos interpela, su figura nos hace preguntarnos, ¿qué sería de nosotros como Iglesia si realmente nos comprometiéramos más en serio en la causa de los más frágiles?
Vivimos un mundo muy individualista, vivimos una cultura que se hace cada vez más fuerte en ese decir “salvate a vos mismo que no te importen los demás”. Pero ese no es el camino. El “salvate a vos mismo” termina en el “todos contra todos”.

Jesús también en la cruz fue tentado tres veces. Le dijeron “salvate a vos mismo” y la respuesta de Jesús fue amarnos y salvarnos, dar la vida por nosotros. No hay amor más grande que dar la vida era una frase que el padre Carlos Mugica valoraba mucho del Evangelio de Jesús, no hay amor más grande que dar la vida por los amigos.

También en esta noche, hace 50 años, después de haber celebrado la misa, después de haber bebido en el cáliz la sangre de Cristo, también el padre Mugica derramó su sangre por sus amigos. Porque el padre Carlos Mugica no fue solo generoso con los más pobres, lo fue, pero fue mucho más profundamente evangélico porque fue amigo de los más pobres. El paso verdaderamente evangélico no es solo ser generoso sino entrar en amistad, compartir la vida. Por eso el padre Carlos dio la vida por sus amigos, dio la vida por este barrio, dio la vida por la causa de los más pobres y humildes. Y ese es su legado.

Muchas cosas cada uno de los que está acá podría decir, estamos en un momento histórico realmente. Le pedimos al padre Carlos Mugica que nos dé la gracia de ser cada vez más comunidad, una comunidad que se organiza en torno a la misericordia, que abrace el dolor de los que más sufren, que no deje a nadie afuera. Esa gracia le pedimos. Que así sea.

Mons. Gustavo Carrara, obispo auxiliar, vicario general y vicario para las villas de la arquidiócesis de Buenos Aires

Queridos hermanos:

Venimos del silencio infinito y estamos invitados a VELAR, venimos del silencio del ´sábado santo, del silencio de la Madre que espera, del silencio de “no saber”, que aparece sutilmente en las enseñanzas del evangelio: no terminaban de entender ¿quién correrá la piedra? O como rezaba San Juan de la Cruz:

Entréme donde no supe: 
y quedéme no sabiendo
,
toda ciencia trascendiendo.

1. Yo no supe dónde estaba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo. 

Venimos del silencio del viernes y del sábado, de un SILENCIO CONTEMPLATIVO INDISPENSABLE en nuestros días, silencio que posibilita reunificar la vida en medio de tensiones que la fragmentan y dispersan; que nos abre a la escucha más profunda, la de LA BUENA NOTICIA, de la que surge la GRAN ESPERANZA que sostiene y da consistencia a las esperanzas cotidianas e incluso a las legítimas expectativas personales y comunitarias.

Y cuando hay silencio se escucha lo sorprendente, irrumpe la BUENA NOTICIA, impactante y humilde a la vez, “¡el sepulcro está vacío!”,no está allí”, “la piedra ha sido corrida” (la ha corrido el Espíritu que resucitó a Jesús), la muerte ha sido vencida, el mal , el desamor, la sordera y la ceguera, la tiniebla han sido vencidos por la LUZ, NACE UNA VIDA NUEVA , VESTIDA DE INCURRUPTIBILIDAD y se manifiesta con signos pobres, humildes, incluso en la ausencia del que pasó dejando huellas, como en el caso de los peregrinos de Emaús que no lo reconocen cuando estaba con ellos y lo reconocen cuando no está visible.

Tal vez creímos comprender y no hemos comprendido todavía cuanto nos ama, no hemos pasado esta Noticia de la mente al centro más profundo de nuestra vida, de nuestra escala de valores, de nuestro centro de interés.

Aquella experiencia fundante del Profeta Elías, en el monte Horeb, de que Dios está en la brisa suave, en el susurro silencioso, que no se impone por la violencia o en medios poderosos que dan miedo (no está en el huracán, ni el terremoto, ni en el fuego, 1Rey 19,11-13); anuncia un sepulcro vacío, hay que reconocerlo cuando ya no se lo ve, en el no entender, reconocer que un abismo llama a otro abismo (Sal 42.7-9). El misterio del ser humano no tiene fondo y Dios está allí.

¡Qué gracia! mi historia, nuestra historia, de pecado (que acabamos de recorrer en las lecturas) y la del mundo, también es historia de salvación. Él nos creó, nos eligió, nos hace caminar entre incertidumbres, donde la sed será saciada por Dios (como en el diálogo con la Samaritana: “El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna” Jn. 4,14, Él es la fuente); Él prepara una habitación en la casa del Padre porque quiere que tengamos Vida y la tengamos en abundancia.

Hoy hacen falta ángeles con la vestidura blanca de la alegría, que anuncien que Jesús está vivo, que, en Galilea, el lugar de la vida, la familia, del trabajo, de lo cotidiano, ahí lo podemos ver.

Por eso, podemos preguntarnos esta noche ¿Qué hábitos nos revisten? ¿Son las virtudes o los vicios? ¿Es la alegría o la queja y desilusión?

¿Cuál es nuestra experiencia fundante de la esperanza? Una imagen muy sencilla me ayuda a visualizarla: la telaraña y su hilo primordial, es el primer hilo que teje la araña y que sostiene toda la telaraña. Como relata el famoso cuento de Mamerto Menapace, había una arañita que bajaba todos los días por él, para alimentarse de lo que había quedado atrapado en su tela, un día se olvidó para que era ese hilo porque se había cansado de subir y bajar, y lo cortó. Y cuando se corta el hilo primordial, la experiencia fundante, la certeza que da sentido a la vida, esa tela se rompe, se envuelve, nos aprisiona. La experiencia fundante es que Jesús resucitó.

Decía Benedicto XVI hablando de la gran esperanza (Spe Salvi)

26. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención » que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es «redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha «redimido». Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana «causa primera» del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: « Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí » (Ga 2,20).

Este año de oración, de escucha, nos prepara al gran jubileo que tiene como lema “Peregrinos de la Esperanza”. Sigamos caminando con María y los santos para entender QUE EL AMOR RESUCITÓ, y me invita a resucitar con Él, e intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo y renovaremos en un momento: de la fe se espera la «vida eterna», la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud.

¡FELIZ PASCUA!

Mons. Pedro Torres, obispo de Rafaela

El Saludo de la alegría
Una de las características fundamentales de la experiencia del Resucitado es la alegría.

Jesús, como a las mujeres, sale hoy a nuestro encuentro y nos saluda como a ellas, compartiéndonos su alegría: “De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo:Alégrense”. (Mt. 28, 9)

San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, nos invita a alegrarnos y gozarnos intensamente de tanta gloria y gozo que nos trae su resurrección. (E.E. 221)

El Papa Francisco señala un detalle del encuentro con las mujeres, que se produce cuando ellas van a anunciarlo. “Esto es hermoso: cuando anunciamos al Señor, el Señor viene a nosotros. Para encontrar al resucitado hay que descubrir el camino del anuncio. Anuncia al Señor y lo encontrarás, busca al Señor y lo encontrarás, siempre en camino. Esto quiere decir que a Jesús se lo encuentra dando testimonio de Él, saliendo de nuestros encierros, de nuestro individualismo, de nuestra autorreferencialidad.

No podemos guardarnos para nosotros la alegría que nos trae el Resucitado, el Viviente, el Vencedor de la muerte. Siempre en camino.

El saludo de la esperanza
En su homilía, el Papa Francisco dijo que la Pascua del Señor nos impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia. “Si recuperas el primer amor, el asombro y la alegría del encuentro con Dios, irás hacia adelante. Recuerda y camina” (Francisco - Pascua 2023)

La experiencia de las mujeres que fueron a visitar el sepulcro (Mt. 28, 1), implica recorrer el camino para recuperar la esperanza.

Muchas veces en lugar de saborear la alegría del encuentro con Jesús resucitado, nos desviamos del camino de la esperanza para ver sobretodo tumbas selladas, que tienen muchos nombres: nuestras desilusiones, nuestras amarguras, nuestras desconfianzas y sobre todo nuestra tristeza, en la que muchas veces nos sumergimos. Ya no hay nada que hacer, esto no cambia nunca, ya lo vivimos. No tenemos certeza del mañana.

Que la Iglesia y el mundo se alegren, porque hoy nuestra esperanza ya no se estrella contra el muro de la muerte; el Señor nos ha abierto un puente hacia la vida.

El saludo de la paz
Tres veces encontramos en el Evangelio de Juan (20, 19-31) el saludo gozoso de Cristo resucitado a sus discípulos: “la paz esté con ustedes”. También nosotros somos invitados, desde la fe pascual, a acoger la paz que nos da Cristo resucitado. Una paz que solo será posible en la medida en que cada cual desarme su corazón, para que todos nos reconciliemos y nos dispongamos a construir una sociedad en la que podamos convivir sin miedos ni sobresaltos.

La paz trae consigo la experiencia de la consolación, que surge de los encuentros con Cristo resucitado. Jesús consuela a los suyos, como un amigo consuela a su amigo, por eso estamos llamados a construir y ser instrumentos de paz, artesanos de la paz. Hombres y mujeres que llevan el consuelo del Resucitado a un mundo entristecido y herido por tanto dolor. Abriendo así, un espacio de sanación, que desemboca en la vivencia de una auténtica fraternidad, que posibilita la solidaridad y el compartir sin excluir a nadie. Necesitamos un mundo más humano, este es nuestro desafío.

Expandir, comunicar el consuelo del Resucitado
Estamos llamados a ser hombres y mujeres de paz y reconciliación, en esta sociedad dividida, donde el egoísmo, la ambición de poder, el odio y la guerra reinan.

Crear una sociedad más fraterna nos urge!, el humanizarnos también nos urge!

Los invito a detenernos en las mujeres, en la madrugada de la Pascua, que corren porque tienen una buena noticia y quieren compartirla. Podríamos decir que las mujeres corren porque quieren llevar la alegría del Evangelio, que es la alegría del Resucitado. (E.G.1).

Contemplando esta escena, nos preguntamos:

  • ¿corro/corremos para anunciar a los demás la buena noticia de la resurrección de Jesús?
  • ¿corro/corremos para anunciar que El está vivo?
  • ¿corro/corremos para compartir la alegría profunda de la Pascua que inunda mi ser para que llene la vida de los tristes, abatidos, encerrados?
  • ¿corremos o estamos parados, inmovilizados, paralizados? ¿salgo a anunciarlo? O me quedo cómodo en casa y que de la misión se ocupen otros que tienen más tiempo…

Que el resucitado, el viviente, se nos manifieste como lo hizo con las mujeres en el amanecer de aquel domingo, el primer día de la semana, que cambió la historia de la humanidad; y que, como ellas, habiéndonos encontrado con el Señor, salgamos corriendo hacia los hermanos, hacia los más necesitados, los que más sufren, los pobres, los excluidos para anunciarles con gran alegría y sin temor que Jesús vive, que resucitó.

Madre del Buen Viaje, queremos compartir tu gozo, el de Jesús Resucitado. Él está vivo!.

Muy felices Pascuas!.

Mons. Jorge Vázquez, obispo de Morón

La luz es el primer signo que nos brinda la liturgia en la oscuridad de esta noche, es el signo que vence todas las oscuridades, porque representa a Jesucristo, resucitado y vivo para siempre. Él es nuestra vida y esperanza. Sin Él la humanidad se convierte en una especie biológica entre las más peligrosas del planeta, que se empeña en caminar hacia el exterminio de sí misma y de todo lo que toca. Sin Dios, el hombre es oscuridad y produce oscuridad. Aun cuando hay algunos optimistas que apuestan a la inteligencia y a la sensatez humana, con la ilusión de que la humanidad podrá salvarse a sí misma. Sin embargo, por la fe, creemos firmemente que nos salvamos por un encuentro entre todos los seres humanos, fundados en el Encuentro con mayúscula: Dios, revelado en Jesús que atravesó el reino de la muerte por la potencia del amor, y así nos aseguró la esperanza para esta vida y la plenitud en la definitiva.

Dios, Padre y Creador, que se reveló en toda su maravillosa expresión de amor, misericordia y perdón, viene acompañando a la humanidad desde su creación. Es muy bello y profundo el recorrido que hicimos con la proclamación de las lecturas bíblicas, tomando algunos pasajes que van desde la creación del mundo y del hombre; hasta la resurrección de Jesús. La Palabra de Dios nos enseña que Él es el principio de todo y que sobre la creación se extiende el Espíritu de Dios como aliento que da vida. Que fue Él quien creó al hombre, varón y mujer los creó, y les encomendó que cuidaran y perfeccionaran la creación. Ellos descuidaron ese mandato y se dejaron tentar por la soberbia creyendo que solos podían hacer lo que a ellos le pareciera bien. Sin embargo, Dios, que los creó por amor, no lo abandonó. En el tiempo oportuno Dios llamó a Abraham y le confió la formación de su pueblo, a quien luego liberó de la esclavitud y le dio nuevas esperanzas de vida. Ese pueblo fue comprendiendo lentamente que Dios es el único Señor, que es el Santo en medio de su pueblo, y que cumple siempre sus promesas mostrando su amor y ternura. Esta es la esencia de la pascua judía.

Luego, por medio de los profetas, Dios fue llamando a su pueblo a la conversión, para que comprendiera que solo no podía salvarse, hasta que llegó el tiempo en el que Él mismo se pusiera al hombro nuestra historia con la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Esta es la esencia de la pascua cristiana. En ese sentido, San Pablo nos recordará que fuimos sumergidos en el misterio de esa Pascua por medio del bautismo. Así somos incorporados a Cristo, morimos con Él, somos sepultados con Él y resucitamos con Él.

Por eso, como Jesús, los cristianos nos hacemos solidarios en el mundo en el que vivimos trabajando, junto con todos los hombres, en hacer una comunidad fraterna, abierta en la que nadie debe quedar afuera. No hay otro camino para ir hacia esa plenitud sino es por la fuerza del amor. El amor purificado y restaurado en la cruz por la muerte y resurrección de Jesús. Ese amor es indestructible y la única potencia que puede unir a los hombres en una verdadera familia humana.

Ese amor es la vida nueva que hemos recibido en el bautismo. Por eso, en unos instantes más renovaremos nuestras promesas bautismales. Que María de Nazaret, Madre de Jesús y Madre nuestra, nos sostenga en el camino de la luz para ver a su Hijo en los acontecimientos ordinarios de la vida privada y pública; nos inspire un augurio de felices pascuas que sea expresión de nuestro compromiso firme de promover siempre y en todas partes el encuentro y la amistad; nos enseñe a ser más fraternos, respetuosos y responsables del bien de todos; a ser sensibles con los más vulnerables y despreciados; nos anime a perdonar las ofensas y a ser más tolerantes con los que nos resultan molestos o desagradables; y que Ella nos acompañe siempre con su ternura de Madre. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFM Cap., arzobispo de Corrrientes

Es interesante imaginar cuál habrá sido el clima de sentimientos en aquella última cena.

Jesús con sus discípulos, con aquellos que había compartido los últimos tres años. Aquellos discípulos que habían sido testigos de milagros, testigos del sermón de la montaña.

Seguramente más de una vez no lo entendieron al Señor. Otras veces se habrán quedado pensando sobre todo lo que Jesús había hecho. Y ahora estaban en esa última cena, en la que Jesús ya venía anticipando que iba a ser entregado, que iba a ser crucificado. Por eso me imagino que el sentimiento que debía primar en esa última cena debía ser de tristeza, de dolor, de angustia, de preocupación. Seguramente estarían con una congoja y con una angustia que sería un nudo en el estómago como nos pasa a nosotros. Porque tenía sabor a final.

Y cuando las cosas tienen sabor a final a veces dan un poco de tristeza. No sé si alguno de ustedes recordará alguna fiesta hermosa en la que hayan participado. Y cuando la fiesta termina uno se va contento, pero también hay como una nostalgia de que algo está terminando. Bueno, algo está terminando en esta última cena.

Entonces Jesús trata de dejar como un mensaje último importante esos mensajes contundentes. En general cuando despedimos a un ser querido después que vino, y se quedó unos cuantos días con nosotros, charlamos de un montón de cosas durante la semana que estuvo acá. Y cuando está por subir al micro o está por arrancar el auto le decimos te quiero mucho, sos re importante en mi vida, te voy a extrañar, te necesito.

Uno dice, tuvimos una semana hablando de pavadas y recién ahora me decís todo esto. Es que es medio misterioso, pero es así.

Las cosas importantes cuando abrimos el corazón nos las decimos a último momento en el contexto de la despedida.

Entonces hoy Jesús que se está despidiendo en este clima medio tristón dice les voy a dejar lo más importante que tengo para dejarles y es el mandamiento del amor. Y desconcierta a sus discípulos haciendo el lavatorio de los pies y diciéndoles que entre nosotros tenemos que hacer lo mismo.

¿Y qué es el lavatorio de los pies? Si nos imaginamos en aquella época era el trabajo de los esclavos. La gente no usaba ni zapatillas ni zapatos como nosotros y cuando llegaban a una casa, después de caminos de tierra, había que lavarse los pies porque eso era casi antigénico y entonces había esclavos que se dedicaban a ese trabajo. Esclavos que te lavaban los pies en el umbral de la puerta y después te hacían pasar. Y como no había sillas y la mesa no tenía la altura que tienen nuestras mesas todos se sentaban en el piso con lo cual si no te lavaban los pies tus pies estaban a la misma altura que el esclavo y a la misma altura que la persona que tenía sentada en el piso al lado tuyo.

Imagínense si alguno no se lavaba los pies no daba muchas ganas de comer con el olor a patas del vecino. Por eso era algo importante lavarse los pies y lo hacían los esclavos. Y en el Evangelio de hoy Jesús en este contexto de despedida dice ahora lo hago yo.

Los pies representan los caminos de la vida que recorrimos. Jesús hoy no le pregunta a ninguno de los discípulos ah mirá tus pies están bastante sucios ¿por dónde anduviste? Jesús no pregunta ¿por qué la mugre de los pies? Jesús no pregunta qué caminos recorrimos en la vida.

Y todos los que somos grandes sabemos que más de una vez hemos caminado caminos equivocados, que más de una vez nos hemos ido a la banquina; podremos disimularlo delante de los demás, pero varias veces habremos caminado por algunos senderos equivocados. Cuando uno se equivoca, se manda macanas, cuando uno tiene sus momentos de la vida oscuro en tinieblas cada uno lo sabe.

Lo lindo es que hoy Jesús no dice mirá ¿por dónde anduviste? A Jesús no le importa cuáles fueron los caminos que recorriste, lo que le importa son los caminos que querés recorrer de acá en adelante.

Por eso hoy tenemos que sentir todos que Jesús nos lava los pies, nos lava los pies porque apuesta por nosotros, nos lava los pies porque nos ama y nos quiere felices en el camino de la vida y ya no le importa de dónde venís sino para dónde querés ir. Porque, por otro lado, los caminos que hemos recorrido en la vida no pueden desandarse ya está, es parte de nuestra historia, de nuestro pasado.

Hoy decía en otra misa “para Dios no tenemos prontuario, tenemos historia” y entonces como tenemos historia les propongo hoy que todos los que se laven los pies, pero todos los que estamos aquí le ofrezcamos a Dios nuestra vida. Le digamos: “acá estoy con toda mi mugre; acá estoy con todas mis oscuridades; acá estoy con todas mis cosas lindas y las cosas no tan lindas. Jesús, vos las conoces, vos sabés por dónde anduve.

Si tengo ochenta años seguramente recorrí más caminos de la vida y quizá me equivoqué más.

“Acá estoy”. Jesús, quédate tranquilo, lo que quieres es abrazar tu vida con todas sus ternuras y delicadezas como hoy abraza los pies de los apóstoles.

Hoy, afuera la culpa. Sentimiento que nos angustia y nos destroza.

Segunda idea que quería compartirles del lavatorio de los pies. No sé si alguna vez les pasó, pero cuando te dicen “a ver te sacás los zapatos” lo primero que uno piensa es tengo la media agujereada. Después de pasar esa primera prueba de la media agujereada es: hoy me puse piecidex, me puse talco.

En general los pies no es lo que más cuidamos. Los pies un poco representan nuestras debilidades, no es la parte más higiénica de nuestro cuerpo.

¿Por qué será que Jesús quiere lavar mis pies y no quiere lavar mi cara, que es tan linda?, eso dice mi mamá.

En realidad, quiere lavar los pies porque justamente Jesús quiere abrazar tu parte más frágil. Jesús quiere abrazar tu vulnerabilidad. Jesús quiere abrazar toda tu vida con todas las equivocaciones, quizá con tus pecados.

No tengamos vergüenza delante de Jesús. Delante de otros capaz que uno esconde los pies, delante de otros capaz que uno no se quiere sacar el zapato porque la media está agujereada, delante de otros uno no quiere mostrar el pie porque capaz que tiene olor por los hongos puede ser, pero ¿saben qué? delante de Jesús no. Mostrale tu vida como está porque nos ama tanto que delante de Él no podemos tener vergüenza.

Pedro creo que tenía vergüenza por eso le dice no señor no me podés lavar los pies a mí. Me imagino los pies de Pedro lo que habrán sido, Dios mío.

Pensaba el otro día, cuando reflexionaba, en estos días hemos hablado tanto de la santa Mama Antula, dicen que vino caminando de Santiago del Estero. Imagínense esos pies. Imagínense los pies de Mama Antula si Jesús le dice “mostrámelos”; le habrá dicho no Jesús tienen unos callos impresionantes, pero ¿saben qué? Jesús te ama.

Delante de Dios no podemos tener vergüenza.

Hacia el final del Evangelio nos dice: “les he dado el ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”. Tenemos que aprender a ponernos al servicio de los hermanos, tenemos que aprender a encontrarnos con el otro y no buscarle historia ¿de dónde viene esto? ah ¿saben? yo lo conozco, yo sé quién es aquel, conozco a los padres, no sabés lo que era cuando era joven.

Basta de buscarle el prontuario a la gente, tengo menos oportunidad en la vida como Dios me la da a mí cuando me encuentre con alguien cuando me encuentre con alguien animáte a abrazar su vida como hoy Jesús abraza sus pies.

Lo segundo, delante de Jesús no hay que tener vergüenza y mostrarle la vida como está con todas las medias agujereadas y con el olor a patas que puede haber. Aceptá la vida del otro hermano, porque vos también tenés lo tuyo. El que anda mucho con el dedito acusador es porque tiene a sus muertitos en el placar. Seamos buenos con los demás como Jesús lo es con vos. Dejá que el otro te pueda mostrar su vida sin vergüenza y abrazala porque el otro anda por la vida tratando de ser feliz como vos, que a veces sale y a veces no sale.

Lo tercero, ponernos al servicio del otro. En general en la vida andamos medio mirando desde arriba ¿viste? algunos somos mejores y más importantes o porque tenemos más estudio o porque hace más años que estoy en la parroquia o porque tengo todos los sacramentos y miramos así con el cogote de tero desde arriba. 

Mirá que increíble, Jesús el Hijo de Dios hoy nos mira desde abajo, hoy se agacha y te mira desde abajo para decirte que te ama. Si él, que es el Hijo de Dios, te mira desde abajo ¿quién soy yo para mirar de costado desde arriba? “Les he dado el ejemplo para que ustedes hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.

Animémonos entonces a mostrarle nuestra vida a Dios. No importa el camino que hayamos recorrido, animémonos a mostrarle nuestras oscuridades, pecados y fragilidades. No debe haber vergüenza, porque Dios nos ama mucho.

Animémonos a ponernos al servicio del otro, no miremos desde arriba, miremos bien desde abajo al otro como nos mira Jesús.

Como Hijo de Dios hoy también quiere lavar tus pies, quiere lavar tu vida, quiere lavar tu corazón. Amén

Mons. Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires

Jesús era un hombre conocido en su pueblo. Nos remarca el Evangelio que como de costumbre va a la sinagoga (vers 16); no parece haber nada especial en esta escena. Sin embargo, al terminar de leer la lectura del pasaje del profeta Isaías, el Señor se sienta y en ese momento, todos tienen sus ojos fijos en él (vers 20). Lo miran, no pueden quitar sus ojos de Jesús; diversas miradas, todas seguramente expresan algo más profundo.

En la misa crismal celebramos la condición sacerdotal de todo el Pueblo de Dios, de todos los miembros de este Cuerpo místico de Cristo, a los que el mismo Jesucristo hace partícipes de su unción espiritual en el bautismo y la confirmación.

Y también hacemos memoria del día de la institución del sacerdocio ministerial y de nuestra propia ordenación sacerdotal; por eso quisiera comenzar preguntándonos dónde tenemos puesta nuestra mirada, si tenemos los ojos fijos en Jesús, si tenemos puesta nuestra vista y atención en Él.

Nuestros ojos fijos en Jesús Eucaristía: renovarnos en nuestro deseo de encontrarnos en la oración personal con el Señor, porque ella es “el respiro de la vida” como nos dice Francisco[1]. La vida de oración no se presenta como una alternativa al trabajo o a los otros compromisos que estamos llamados a desarrollar durante el día, sino más bien como aquello que acompaña cada acción de la vida. Ese Pan que consagramos con nuestras pobres manos, ese Pan que desde la mesa del altar compartimos con nuestro pueblo, porque la Eucaristía es verdadera comida con sabor a todos. Ese Pan de vida, que, desde el sagrario, nos rearma la vida después de los cansancios de la jornada, al que le dejamos nuestras preguntas, nuestros clamores, nuestros miedos, y fracasos. Y en la oración somos ungidos por su mirada, porque los ojos de Jesús pueden devolvernos ese brillo que solo el amor gratuito puede dar, ese brillo de la mirada que a diario nos lo roban las imágenes interesadas, superficiales, prejuiciosas o mediáticas.

Nuestros ojos fijos en Jesús pobre: Ante a la cultura de la indiferencia, no queremos dar vuelta la cara frente a los rostros concretos de Cristo en los que sufren, Que nuestros ojos estén empapados por las lágrimas de sentir en nuestros corazones el dolor y la tristeza de tantos hermanos golpeados por la injusticia, por la enfermedad, por la muerte. Estar cerca de la gente, encontrarnos con todos desde nuestra propia fragilidad, no como maestros de la ley que juzgan y atan pesadas cargas (Cfr. Mt 23, 4), sino, como dice Francisco, como sacerdotes abrasados por el deseo de llevar el Evangelio a las calles del mundo, a los barrios, a los hogares, especialmente a los lugares más pobres y olvidados[2].

Nuestros ojos fijos en nuestros hermanos sacerdotes: Redescubrirnos hermanos, vulnerables y pecadores, llamados por el Señor para seguirlo en el ministerio sacerdotal; cada uno con su estilo e ideas, cada uno con sus talentos y defectos, pero todos hermanos, miembros de la misma familia sacerdotal, del mismo presbiterio. Mirarnos con misericordia, mirarnos como nos mira Jesús, mirarnos entre nosotros sin prejuicios, sin ojos condenatorios y crueles que rompen la comunión.

En pocos días más estaremos recordando los 50 años del asesinato del padre Carlos Mugica, un hermano sacerdote, con sus luces y sombras, (como nosotros), que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, en una Argentina convulsionada y violenta. La mirada anacrónica cargada de ideologismos nos empañó los ojos y no pudimos acercarnos a él sino desde la grieta. Y así fue que nos lo secuestraron los apasionamientos políticos partidarios. Carlos era un sacerdote de Cristo, Carlos era un cura de nuestro clero, Carlos era un apasionado por la Buena Noticia de Jesús que recibió la ordenación sacerdotal en esta catedral en diciembre de 1959 de manos de monseñor Antonio Caggiano, y que se entregó por los más pobres. En una ocasión el padre Mugica decía que cuando cosificamos al otro, hay pecado; que cuando utilizamos al otro, hay pecado; que cuando respetamos a la persona del otro, hay amor[3]. No dejemos que la figura de nuestro hermano sacerdote Carlos Mugica sea usada o cosificada; en este año damos gracias al Señor por su testimonio, y como Iglesia de Buenos Aires hacemos memoria agradecida por su vida.

Nuestros ojos fijos en nuestra Iglesia arquidiocesana: Somos familia, no somos sacerdotes a título privado; no es de Dios cortarnos solos, encerrarnos en nosotros mismos, victimizarnos o creer que nadie nos quiere y acepta; somos célibes por el Reino de los Cielos, no solterones amargados, con vidas raras, oscuras, que se transforman en acumuladores de rencores, chúcaros y aislados. Sacerdotes de esta Iglesia de Buenos Aires, desafiante y compleja, diversa y apostólica, a la que servimos, entregando nuestra vida, pero con una mirada más amplia que mi dormitorio, mi departamento, mi parroquia o mi colegio. Somos más que mi ministerio y obra evangelizadora, somos pueblo de Dios, donde todos somos importantes, donde tampoco queremos caer en romanticismos que nieguen las diferencias porque no es sano huir de los conflictos, o ignorarlos. Pero siempre con el ideal de resolverlos y de lograr armonizar las divergencias. Hermano sacerdote, te necesitamos, nos necesitamos, no te cortes, no te encierres, vivamos a fondo lo que dice Jesús: Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. (Jn. 17, 21)

Y así, ungidos por la mirada de Jesús, que nuestra mirada sea reflejo de la misericordia de Jesús, que sigue eligiendo a los pecadores y a los descartables de nuestra sociedad. Que nuestras pupilas se ensanchen en la noche, para descubrir a quienes viven en la oscuridad del pecado, en las tinieblas de la tristeza y la desesperanza. Que nuestra vista sea límpida, transparente, sin prejuicios; que vea a la distancia, y así, sepa de los alejados y de los que no están.

Que nuestra mirada sea despierta, vivaz, profundamente alegre, que exprese que llevamos un tesoro que nos desborda y que es para compartir: la Buena Noticia que hoy Jesús lee en la sinagoga y encarna con su propia vida. A nosotros también el Espíritu del Señor nos ha consagrado por la unción, nos ha ungido con el óleo de la alegría (cfr. Is 61, 3); una alegría que brota desde dentro, una alegría sostenida en el triunfo de la Vida sobre la muerte.

Una alegría fervorosa, que se irradia como el mejor antídoto contra el desaliento, la mala onda, la protesta constante que nos hace quejosos apesadumbrados. Es verdad que muchas veces nos cansamos; bajamos los brazos, pero esto sólo puede ser momentáneamente. No podemos permitir que la acedia nos seque el alma; debemos recordar una vez más, y traer a la memoria del corazón, las palabras del documento de Aparecida, que nos dice que conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo[4].

Una alegría popular, que se comparte; que se gesta en el encuentro con el Pueblo de Dios, que se nutre en los diálogos, en las eucaristías comunitarias, en las diversas celebraciones, en el compartir con las familias, con los vecinos; por eso nos dice el Papa Francisco: Para ser evangelizadores de alma hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo[5].

Una alegría inquieta y buscadora; que no se acomoda en un rincón del alma hasta dormirse, sino que sale a buscar a los tristes, a los pobres, a los cautivos de la soledad y la depresión; a los presos del orgullo, de la soberbia, y del egoísmo; a los oprimidos por la injusticia, por la falta de trabajo, por la esclavitud de la droga, de la trata y la violencia; a los ciegos por el odio y el resentimiento.

Por último, permítanme como arzobispo darles gracias, gracias por su entrega generosa y su entusiasmo misionero.

Gracias a los sacerdotes mayores por su testimonio de fidelidad, y sabiduría evangélica. Gracias cuando, reconociendo los achaques propios de la edad, humildemente se dejan ayudar y animan a los más jóvenes a tomar la posta.

Gracias a los que ponen mucha fuerza en la misión, por no resignarse al siempre se hizo así, por cuestionar y querer que muchas cosas cambien.

Gracias por estar cerca de la gente, por acompañar a los que sufren, a los enfermos, a los adolescentes y jóvenes, a los más afectados por la crisis económica, a los que están sobreviviendo en la calle, a los presos, a los depresivos, a los migrantes, a los que viven una profunda angustia de soledad.

Gracias a los que diariamente, frente al Santísimo y en la misa ofrecen su vida y las de sus comunidades a Dios, con interrogantes, miedos, fracasos y esperanzas.

Y en lo más personal, gracias, sinceramente y de corazón, por su cercanía y acompañamiento. por aceptarme, por enseñarme a caminar como obispo en la compleja realidad de la ciudad, gracias por su sinceridad y por su cariño.

Gracias porque experimento con ustedes la alegría de ser hermanos.

Que el Señor sea fuente de nuestra alegría de discípulos ungidos por su mirada; que nos reanime en el entusiasmo de seguirlo, y que su Madre acaricie nuestro corazón sacerdotal, intercediendo por nuestras intenciones y las de nuestras comunidades.

Mons. Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires
Jueves Santo, 28 de marzo 2024


Notas:
[1] Cfr. Francisco, Audiencia general, Ciudad del Vaticano 9 de junio 2021.
[2] Francisco, Discurso a la comunidad del Pontificio Seminario Lombardo de Roma, Ciudad del Vaticano 7 de febrero de 2022.
[3] Mugica, Carlos, Entrevista, junio 1972.
[4] V Conferencia general del episcopado latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo 29, Aparecida 2007.
[5] Francisco, Exhortación apostólicaEvangelii Gaudium 268, Ciudad del Vaticano 2013.

Muy queridos hermanos sacerdotes, hoy queremos hacer memoria agradecida del día feliz, de nuestra propia ordenación sacerdotal. Ese día fuimos ungidos en Cristo con el óleo de la alegría y se nos invitó a hacernos cargo de este gran regalo, que es la alegría sacerdotal. Dicha alegría no se encierra en nosotros, sino que se abre al pueblo de Dios, a la gente, a los más pobres, a los sufrientes, a los desalentados, a los desilusionados. En fín, a los que no tienen alegría, a los que perdieron la esperanza.

La alegría es expansiva, comunicativa, no queda encerrada en sí misma. Se convierte en misión.

La alegría del sacerdote, es decir nuestra propia alegría, no solamente es algo para nosotros sino, que es para regalar. Por eso el sacerdote es “ungido para ungir” (Francisco – Crismal 2014)

“Alegres en la esperanza” (Rm. 12, 12)
La raíz de la alegría sacerdotal es el amor, que a su vez se alimenta de la esperanza y fructifica en la paz. ¡Que bueno que seamos sacerdotes transfigurados por la esperanza y habitados por la paz!

El sacerdote cuyo rostro ha sido transformado por la alegría y la esperanza es aquel que tiene “los ojos fijos en Jesús” (Hb. 12, 2). El que nos transforma es Jesús, el ungido, con el óleo de la alegría.

“Me gusta pensar la alegría contemplando a Nuestra Señora, María, la madre del Evangelio viviente, que es manantial de alegría para los pequeños”. (Francisco - EG. 288)

El misterio del ser sacerdotal nos hace tomar conciencia que la grandeza del don que nos es dado para servir nos relega entre los más pequeños de los hombres.

“El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque “Él miró con bondad mi pequeñez” (cf. Lc. 1, 48). Y desde esa pequeñez surge nuestra alegría. ¡Alegría en nuestra pequeñez!” (Francisco – Misa Crismal 17/4/2014)

La alegría sacerdotal es la que brota de nuestra unión con Jesús, que penetra en lo más íntimo de nuestro corazón, y nos identifica con El, y hace posible el seguimiento y la entrega.

Ya dijimos que se trata de una alegría misionera que se abre, que se expande, que quiere llegar a los más lejanos.

Es la alegría del don, que es fuente incesante de alegría, una alegría incorruptible.

La alegría sacerdotal, se hermana a la fidelidad, tal como lo testimonia el beato Cardenal Eduardo Pironio.

Francisco, a su vez, destaca que se trata de una alegría custodiada por el propio rebaño, por la gente, que siempre nos pide la bendición.

Finalmente, una alegría custodiada por tres hermanas que la rodean, cuidan y defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.

No podemos olvidar que en nuestro Sínodo Diocesano, los encuentros, las celebraciones estuvieron marcadas por la alegría, que confirmaba nuestro caminar juntos, nuestro buscar juntos. Sentimos que estas cosas venían de Dios, del primer sinodal, que es el Espíritu Santo.

Quisiera terminar con estas palabras de nuestro beato el Cardenal Eduardo Pironio cuando nos habla de “la alegría de la fidelidad”:

Es la alegría, serena y honrada, del sacerdote que ha vivido siempre en la pobreza, la contemplación y la disponibilidad de María, la humilde servidora del Señor”.(Card. Pironio - “A los sacerdotes”).

¡Que bien hace en la Iglesia un sacerdote que irradia serenidad interior, alegría pascual y esperanza inconmovible!” (Id.).

El sacerdote por ser hombre de la esperanza, transfigurado por la alegría, asume la esperanza de la gente, la hace suya y todos los días la presenta a Dios dialogando con El.

Pido para ustedes y para mí un corazón de pastor capaz de asumir el dolor y la frustración de nuestro pueblo, pero también sus alegrías y sus logros; un corazón que asume su esperanza y acompaña su fe; un corazón misericordioso que abraza con ternura toda miseria, latiendo al unísono con el corazón de Jesús.

Virgen del Buen Viaje, Señora del camino, Madre de la Iglesia que peregrina en Morón, Hurlingham e Ituzaingo abrázanos con ternura para que juntos sigamos abriendo “los caminos de la nueva Evangelización, marcada por la alegría” (EG. 1).

Mons. Jorge Vázquez, obispo de Morón